Read El camino del guerrero Online
Authors: Chris Bradford
Mientras el pescador remaba para cruzar la bahía, la muchacha permaneció completamente al compás del bamboleo del barco, moviendo su esbelto cuerpo con la gracia de un sauce, de modo que parecía flotar sobre las aguas. Cuando se acercó al malecón, Jack pudo distinguir claramente sus rasgos. No era mucho mayor que él. Bendecida con una piel suave y pura, sus ojos de media luna tenían el color del ébano y bajo su nariz pequeña y redonda asomaba la flor de su boca, con labios como pétalos de rosa. Si Jack hubiera imaginado alguna vez una princesa de cuento de hadas, se habría parecido a ésta.
—¡GAIJIN!
Jack salió bruscamente de su ensimismamiento y vio acercarse a dos japoneses vestidos con sencillos quimonos y zapatillas de cuerda. Uno era bajo, con la cabeza redonda y la nariz chata, y el otro, delgado como un palillo y con los ojos muy juntos.
—
¿Nani wo shiteru, gaijin?
—dijo Nariz Chata desafiante.
El hombre delgado se asomó por encima de los hombros de su amigo y golpeó con su bastón el pecho de Jack.
—
¿Eh, gaijin?
—dijo su voz aflautada en tono de burla.
Jack trató de retroceder, pero no tenía adonde ir.
—
¿Onushi ittai doko kara kitanoda, gaijin?
—exigió Nariz Chata, tirando del pelo rubio de Jack.
—
¿Eh, gaijin?
—coreó el hombre delgado, golpeando los dedos de Jack con su bastón.
Jack retiró la mano.
—No comprendo... —tartamudeó, y empezó desesperadamente a buscar un modo de escapar.
Nariz Chata agarró a Jack por el cuello del quimono y lo alzó hasta tenerle frente a frente.
—
¿Nani?
—dijo, y le escupió a la cara.
—¡YAME!
Jack apenas oyó la resonante orden, pero vio, sin embargo, que a Nariz Chata casi se le salían los ojos de las órbitas cuando una mano le asestó un golpe en el cogote. Nariz Chata se desplomó en la arena y se quedó allí, inmóvil, mientras lo cubrían las olas.
Taka-san, el joven samurái de la casa de Jack, había aparecido de la nada y, con la ferocidad de un tigre, había golpeado a Nariz Chata. Se volvió ahora hacia el otro atacante de Jack, desenvainando su espada con un fluido movimiento. El hombre delgado se arrojó al suelo, pidiendo disculpas ardientemente.
La espada cortó el aire y trazó un arco hacia el hombre postrado.
—
¡Iye! Taka-san. Dôzo
—ordenó otra voz, y Taka-san detuvo la espada apenas a una pulgada del cuello expuesto.
Jack reconoció al instante la amable voz.
—
Konnichiwa
—dijo ella, acercándose a él y haciéndole una amable reverencia—.
Watashi wa Dâte Akiko.
La muchacha del promontorio, la misma muchacha de sus sueños febriles, era Akiko.
Esa noche, cuando llamaron a Jack para cenar, Hiroko y su hijo Jiro se sentaron en sus sitios habituales, pero el cuarto cojín estaba ocupado por Akiko. Detrás de Akiko colgaban las dos brillantes espadas samuráis.
La presencia de la muchacha hacía que Jack se sintiera encantado y torpe al mismo tiempo. Ella tenía la delicadeza de una dama de clase, y, sin embargo, poseía un aura de autoridad que Jack no había visto nunca en una chica. El samurái Taka-san obedecía cada una de sus palabras y los criados se inclinaban profundamente en su presencia.
Jack se quedó algo sorprendido al ver que no pensaban castigarlo por su huida. De hecho, los criados parecían más preocupados que furiosos, sobre todo Uekiya el jardinero, y Jack se sintió culpable por haber preocupado al anciano.
Concluida la cena, Akiko condujo a Jack al porche, donde se sentaron en mullidos cojines a la luz del crepúsculo. El silencio se había posado sobre la aldea como una suave manta y Jack pudo oír los vacilantes chirridos de los grillos y el suave tintineo del arroyo que serpenteaba a través del inmaculado jardín de Uekiya.
Akiko permaneció allí sentada absorbiendo la paz y por primera vez en días Jack se permitió bajar la guardia.
Entonces advirtió a Taka-san de pie en las sombras, silencioso, con la mano apoyada en la espada. Jack se tensó al instante. Al parecer a partir de ahora le estarían vigilando.
Una
shoji
se abrió y Chiro trajo una bandeja lacada con una tetera hermosamente decorada y dos tacitas. Colocó la bandeja en el suelo y, con suma delicadeza, sirvió un líquido caliente de un color verde. A Jack le recordó al «té», una bebida de moda que los comerciantes holandeses habían empezado a importar a Holanda desde China.
Con ambas manos, Chiro le pasó una taza a Akiko, quien entonces se la ofreció a Jack.
Jack cogió la taza y esperó a que Akiko recogiera la suya, pero ella le indicó que bebiera primero. Vacilante, Jack sorbió la bebida humeante. Sabía a hierba hervida y tuvo que reprimir una mueca ante su sorprendente amargura. Akiko bebió entonces de su propia taza. Una expresión de tranquila satisfacción se adueñó de su rostro.
Tras varios momentos de silencio, Jack acumuló el valor para hablar.
Señalando el té verde que evidentemente tanto le gustaba a ella, preguntó:
—¿Cómo se llama esta bebida?
Hubo una breve pausa, y cuando Akiko pareció haber comprendido la pregunta, respondió:
—
Sencha.
—
Sencha
—repitió Jack, paladeando la palabra en la boca y guardándola en la memoria. Advirtió que tendría que acostumbrarse al
sencha
en el futuro—. ¿Y esto? —dijo, indicando la taza.
—
Chaman
—respondió ella.
—
Chawan
—repitió Jack.
Akiko aplaudió amablemente y luego empezó a señalar otros objetos y a decirle sus nombres en japonés. Parecía encantada con enseñarle el idioma y Jack se sintió aliviado, porque era la primera vez que alguien intentaba realmente comunicarse con él. Jack siguió preguntando palabras nuevas hasta que su cabeza no logró contenerlas y llegó la hora de irse a la cama.
Taka-san lo acompañó a su habitación y cerró la puerta
shoji
tras él.
Jack se acostó en su futón, pero no logró dormirse. La cabeza le daba vueltas, llena de palabras japonesas y emociones confusas. Mientras yacía en la oscuridad, permitió que una rendija de esperanza entrara en su corazón. Si podía aprender el idioma, tal vez podría sobrevivir en esta extraña tierra y encontrar trabajo con una tripulación japonesa, llegar a un puerto donde estuvieran sus compatriotas, y, desde allí, regresar a Inglaterra. Tal vez Akiko era la clave. ¿Podría ella ayudarle a volver a casa?
Jack vio pasar una sombra al otro lado de la pared de papel y comprendió que Taka-san estaba todavía allí fuera, vigilándolo.
Cuando Jack completaba su paseo matutino por el jardín, Jiro acudió corriendo desde el otro lado del porche.
—
¡Kinasai!
—gritó, arrastrando a Jack a la entrada frontal de la casa.
Jack apenas pudo seguirle.
Fuera estaban esperando Akiko y Taka-san. Akiko llevaba un resplandeciente quimono de color marfil, bordado con la imagen de una grulla en vuelo. Como remate, sostenía un parasol de color carmesí sobre la cabeza.
—
Ohayô—gozaimasu
, Jack —dijo, inclinando la cabeza.
—
Ohayô—gozaimasu
, Akiko —repitió Jack, saludándola del mismo modo.
Ella pareció complacida con su respuesta y se dirigieron a la bahía siguiendo el camino de tierra.
En el malecón, subieron al bote del pescador de perlas de Akiko, quien los llevó remando hasta la islita situada en el centro de la bahía. Cuando estuvieron más cerca, Jack se sorprendió al ver la enorme multitud que se había congregado en la amplia playa dorada que se extendía delante de la puerta de madera roja.
—
Ise jingu Torii
—dijo Akiko señalando la estructura.
Jack asintió, comprendiendo. El
torii
era del color del fuego nocturno y tenía la altura de una casa de dos pisos. Estaba construido sobre dos pilares y cruzado por dos grandes arcos horizontales, el más alto de los cuales tenía un estrecho tejado de losas de jade verde. La barquita atracó en el extremo sur de la isla y Jack y Akiko se unieron a la turba de aldeanos, mujeres ataviadas con quimonos de brillantes colores y samuráis armados con espadas. La multitud había formado un ordenado semicírculo, pero todos los aldeanos se inclinaron y se apartaron para dejar paso a Akiko y su séquito, que se dirigieron al frente para reunirse con un gran grupo de samuráis.
Los guerreros reconocieron de inmediato la llegada de Akiko inclinando la cabeza. Tras devolverles el saludo, Akiko empezó a conversar con un joven samurái de ojos almendrados que llevaba el pelo de punta y parecía tener la edad de Jack. El muchacho le dirigió a Jack una mirada desdeñosa y a partir de entonces lo ignoró por completo.
Los aldeanos, sin embargo, se quedaron asombrados ante la presencia de Jack. Se mantenían a distancia y se susurraban comentarios unos a otros mientras se cubrían la boca con las manos. A Jack, sin embargo, no le importó que no se le acercaran, porque así pudo ver claramente lo que ocurría en la cancha improvisada.
Había bajo el
torii
un samurái solitario, como un dios antiguo.
El guerrero lucía un quimono negro y dorado con el símbolo circular de cuatro relámpagos en cruz en el pecho, las mangas y la espalda. Iba peinado al estilo tradicional samurái: con la cabeza afeitada y un copete de pelo negro recogido hacia delante. Ese samurái, sin embargo, llevaba además una gruesa banda de tela blanca alrededor de la cabeza. Fornido, poderoso, y de mirada amenazadora, el guerrero le recordó a Jack a un gran bulldog preparado para la lucha.
Aquel samurái empuñaba la espada más grande que Jack había visto en su vida. La hoja medía más de metro y medio de longitud y, con la empuñadura, su longitud era superior a la altura de Jack. Sin apartar ni un instante la mirada de la lejana orilla de la bahía, el guerrero se movió con impaciencia y su espada captó la luz del sol. Durante un instante resplandeció como un relámpago. Al ver la expresión de asombro del rostro de Jack, Akiko le susurró al oído el nombre del arma:
—
Nodachi.
El guerrero se encontraba solo en el coso y Jack se preguntó dónde debía de estar su oponente. Nadie salvo ese hombre parecía preparado para el combate. Mientras Jack estudiaba la multitud, advirtió que un grupo armado de samuráis llevaba en sus quimonos el mismo emblema de los cuatro relámpagos. Se fijó entonces en que los samuráis que tenía más cerca lucían, en cambio, el símbolo redondo de un fénix.
¿Dónde estaba su campeón?
Jack calculó que debía de haber pasado una hora desde que habían llegado a la orilla, pues el sol había cubierto unos quince grados del claro cielo azul. El calor había aumentado y los aldeanos se estaban inquietando. El samurái bajo el
torii
se mostraba cada vez más impaciente y recorría la playa como un tigre enjaulado.
Pasó otra hora.
El calor resultaba cada vez más insoportable y los murmullos de la multitud empezaban a subir de tono. Jack agradeció ir vestido con un quimono ligero y fresco. No quiso ni imaginar cómo se habría sentido con su antigua camisa y sus calzones.
Entonces, justo cuando el sol alcanzaba su cénit, una barquita zarpó del malecón.
La inquieta multitud se animó al instante. Jack pudo ver a un pescador remando sin prisa a través de la bahía en compañía de un hombre con actitud de Buda.
La barquita se acercó. La multitud vitoreó y empezó a cantar.
—¡Masamoto! ¡Masamoto! ¡Masamoto!
Akiko, Taka-san y Jiro se unieron al atronador cántico del nombre del samurái.
El grupo de samuráis que llevaba el símbolo del relámpago respondieron inmediatamente al desafío animando a su propio campeón.
—¡Godai! ¡Godai! ¡Godai!
El guerrero avanzó alzando su
nodachi
en el aire. Sus seguidores rugieron aún más fuerte.
La barquita se detuvo en la orilla. El pescador recogió los remos y esperó pacientemente a que su acompañante desembarcara. La multitud irrumpió en nuevos vítores cuando el hombre se levantó y bajó descalzo a la playa.
Jack dejó escapar una exclamación de sorpresa involuntaria. Su campeón, Masamoto, era el hombre del rostro cubierto de cicatrices.
Una masa de piel seca y marcas enrojecidas se desplegaban como lava fundida por encima de su ojo izquierdo, por su mejilla y por la línea de su mandíbula. Sus rasgos restantes eran por lo demás regulares y bien definidos. Tenía la constitución recia y musculosa de un buey, y sus ojos eran del color del ámbar. Su quimono marrón oscuro y crema lucía el emblema circular de un fénix y, al igual que Godai, llevaba una cinta en la cabeza, pero la suya era de un rojo escarlata.
A diferencia de Godai, Masamoto llevaba la cabeza completamente afeitada, pero se había dejado algo de barba, una barba fina y muy cuidada. A Jack, Masamoto le parecía más un monje que un guerrero.
Masamoto observó la escena antes de sacar sus espadas de la barquita. Las guardó, junto con sus
sayas
protectoras, en el
obi
de su quimono. Primero sacó la espada corta
wakizashi
, y luego la más larga, la catana, con su aguzado filo vuelto hacia arriba. Tomándose su tiempo, empezó a caminar lentamente por la playa hacia el
torii.
Furioso por la llegada tardía y poco respetuosa de su oponente, Godai lo insultó a gritos.
Imperturbable, Masamoto mantuvo su estoico paso, incluso deteniéndose a responder al saludo de sus samuráis. Por fin se encontró cara a cara con Godai y se inclinó ceremoniosamente ante él. Godai se enfureció aún más. Ciego de ira, cargó contra Masamoto en un intento de pillarlo desprevenido antes de que la competición comenzara oficialmente.
Sin embargo, Masamoto estaba preparado para semejante ofensiva. Esquivó a Godai, pero faltó poco para que la enorme
nodachi
lo alcanzara. Con un solo movimiento, Masamoto desenvainó sus dos espadas de sus
sayas
, alzando al cielo la catana con la mano derecha y colocándose con la izquierda la
wakizashi
sobre el pecho para protegerse de cualquier contraataque.
Godai preparó su
nodachi
para un segundo ataque, trazando un arco con la espada a velocidad cegadora y dirigiéndola a la cabeza de Masamoto. Éste cambió su pose, ladeando su catana para desviar el golpe a la izquierda. Las espadas entrechocaron y la
nodachi
resbaló a lo largo de la hoja de Masamoto.