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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (10 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—No tan calma —gruñó el Prior con mucho énfasis—, gracias a la inminente visita de su muy reverendo tío. Eso y… otras cosas. Llamaba para saber si puedo habla con Su Ilustrísima, si puede concederme unos minutos. ¿O no ha llegado todavía?

—No sabría decirle —repuse—. No le he visto, pero quizás esté conversando con Barbary. Durante las últimas dos horas he estado en mi despacho hablando de… negocios con… con un amigo —volviéndome a medias guiñé el ojo a Carmel, pero estaba otra vez apoyada contra el marco del ventanal, contemplando el jardín, de espaldas a mí—. Si espera un momento, averiguaré…

En el instante en que dejaba el auricular sobre el escritorio, un oscuro tríptico de sombras se proyectó en la habitación y advertí pasos y voces afuera. Al volverme vi un grupo de personas junto al ventanal: Barbary, con tío Odo a su derecha y tío Piers a su izquierda. Al parecer se estaban presentando mutuamente. Mientras les miraba, me sorprendió bastante ver a Carmel, la hija del vicario anglicano, hacer una graciosa reverencia al tomar la mano del Muy Reverendo Odo y depositar, según la etiqueta tradicional, un respetuoso beso sobre la enorme amatista del anillo episcopal. Su Ilustrísima misma parecía estar sorprendido por este inesperado e innecesario gesto de cortesía, pero sonrió con benevolencia al ayudarla a enderezarse y con gran tacto convirtió el gesto en un apretón de manos. En cuanto a mi tío Piers, contemplaba a Carmel con aquella mirada de admiración y aprobación típica en los militares de cierta edad, ansiosos de hacer creer que en una época han sido muy picaros, y de tener cuarenta años menos y el resto…

Carmel, a pesar de su aparente tranquilidad, estaba un poco anonadada por semejante invasión. En parte para ayudarla, pero también porque la aparición de tío Odo era tan oportuna que parecía casi providencial, crucé la habitación y lo conduje hasta el teléfono, donde aguardaba el Padre Prior.

Luego me reuní con el grupo en el jardín y resistí obstinadamente las protestas de Carmel de que debía marcharse, a pesar de que la invasión señalada marcaba, evidentemente, el fin de nuestra conversación por esa mañana. Barbary y tío Piers unieron sus voces a la mía, pero Carmel, con gran alivio de mi parte, repitió que ya me había entretenido bastante y debía marcharse en seguida a la Vicaría a fin de dirigir los últimos preparativos del almuerzo, con mucha razón por cuanto había dejado a su hermana Andrea —que habitualmente vigilaba los asuntos domésticos— en cama, con un persistente dolor de cabeza. Salimos todos juntos, comentando en tono jocoso la coincidencia de que en ambas casas estuviésemos a punto de presentar un almuerzo de pollo asado y Budín de Sussex a un obispo y a un noble. Comenzaban Carmel y Barbary, con la participación activa de Sir Piers, a comparar sus respectivas recetas, cuando el Muy Reverendo Odo se incorporó al círculo, con la sonrisa en los labios, pero con una ceja levantada significativamente, como si la llamada telefónica le hubiese dejado algún motivo sobre el cual reflexionar. Y, en efecto…

—En verdad, Roger —me dijo pocos minutos más tarde, frotándose las manos lentamente—, vivimos en un mundo extraordinario, poblado por la gente más extraordinaria. ¿No cree usted, Miss Gilchrist? ¿O pertenece usted a la vieja escuela que considera a todos los papistas raros? —Carmel negó, riendo, semejante imputación—. En realidad —siguió diciendo Su Ilustrísima—, siempre he sostenido que uno de los lugares, en este mundo bastante loco, donde sin la menor duda es posible hallar hoy sentido común, es esta bien dirigida casa religiosa, el convento local de Canónigos Regulares. En efecto, siempre consideré el convento de Merrington como un ejemplo sobresaliente de mi afirmación. ¿Qué opinas tú, Roger?

—Estoy enteramente de acuerdo —repuse sin vacilar—. Si todo el mundo estuviese tan cuerdo como estos buenos religiosos, los defensores de incapaces de Su Majestad estarían sin empleo muy pronto. ¿Qué ocurre, tío Odo? ¡No me digas que alguien ha enloquecido en el convento!

Tío Odo encogió sus anchos hombros y agitó una mano con aire de súplica.

—No, no diría tanto —dijo con tono tolerante—. La verdad es que nuestro viejo Padre Pío debió de sufrir una pesadilla particularmente vivida, sólo que no quiere admitir haber estado dormido, e insiste en que estaba absolutamente despierto…

Por tercera vez, por lo menos, en esa mañana, sentí que se me erizaban los cabellos de la nuca, como si se tratase de una segunda barba. Rehuyendo la mirada de Carmel, pues sentía su tensión, traté de reír forzadamente y exclamé:

—¡No puede ser el Padre Pío, por favor! Querido tío, es el más testarudo de…

—Ya lo sé —interpuso el Arzobispo—. De aquí mi comentario de que vivimos en un mundo extraordinario. Por favor, no divulgues esta historia. Por otra parte, estoy seguro de contar con su discreción, Miss Gilchrist. Pero por absurdo que parezca, el Padre Pío insiste en que en las primeras horas de esta madrugada, mientras cruzaba el sendero al dirigirse a la capilla a tocar la campana para el Oficio de la Noche, vio una bruja, o por lo menos una mujer, navegando por el espacio sobre una escoba de jardín. Está muy agitado, según me dice el Padre Prior…

—¡Dios mío! —dijo Carmel con voz aterrada, y huyó apresuradamente.

10

El pollo dorado, rodeado por un círculo interior de legumbres y salsa y un círculo exterior de comensales hambrientos, estaba humeante en medio de la mesa del comedor. En un extremo de ella estaba yo, Roger Poynings, con el cuchillo y el tenedor de trinchar el ristre. En él otro, el Muy Reverendo Odo Poynings, Arzobispo-Obispo de Arundel, apoyó una mano sobre su crucifijo y levantó la derecha sobre la mesa.


Benedictus benedicat, per Christum Dominum nostrum
—dijo Su Ilustrísima, con encomiable brevedad, y lodos, salvo yo, tomaron asiento. Apenas se hubieron sentado, cuando sonó nuevamente el teléfono en el despacho.

Con un gemido, pues estaba hambriento y exhausto por mis experiencias de la mañana, entregué mis armas a tío Piers, que sea como fuere, sostiene que el arte de trinchar no ha pasado de su propia generación, y salí del comedor. Con bastante malos modos levanté el auricular y dije bruscamente:

—Roger Poynings.

—¡Roger! —con gran sorpresa oí la voz de Carmel, baja e insistente, en el extremo de los hilos telefónicos—. Le llamo en un mal momento, lo sé, pero creo que le interesará saber que hay una tremenda conmoción aquí.
Alguien ha robado las trompetas de los ángeles

11

Y a las ocho y media, aproximadamente, del mismo día, cuando acabábamos de levantarnos de la mesa de la comida y estábamos tomando café en la terraza cubierta, un automóvil polvoriento apareció en el sendero, y poco después salió de él la atlética y maciza persona del Detective-Inspector Jefe Rober Thrupp, del Departamento de Investigación Criminal. Barbary y yo nos apresuramos a recibirle, lo condujimos adentro, luego de tomar su muleta, y lo presentamos a nuestros invitados.

—Lamento llegar tan tarde —se disculpó Thrupp, estrechando manos—. No he podido salir antes. Se trata de un caso extraño, en Rootham. Hasta ahora no he logrado sacar nada en limpio.

—¿Un asesinato? —preguntó tío Piers con evidente expectativa.

—Es posible —repuso Thrupp, encogiéndose de hombros—. Es muy raro, de cualquier manera. Muy raro. Infernalmente raro… con el perdón de su Ilustrísima.

—Estimado Inspector… —murmuró el Muy Reverendo Odo, agitando la mano en un gesto tolerante.

—Se trata de una mujer joven hallada muerta sobre el tejado de un establo —prosiguió Thrupp—. No es del pueblo. No la han identificado, todavía. Completamente desnuda. Ni una prenda, ni sobre ella ni cerca de ella, Todos los huesos del cuerpo rotos. Como si hubiese caído de un rascacielos, sólo que no hay nada cerca de donde pueda haber caído. El establo mismo es la construcción más alta de la aldea. Nadie la oyó caer. Debió ocurrir durante la noche. La encontró un vaquero en las primeras horas de esta mañana. Muy extraño…

—Infernalm… quiero decir, sumamente extraño —murmuró el Muy Reverendo Odo, acariciándose el mentón.

PARTE II

¿Y AHORA?

«Hay malignos murmullos afuera: hechos poco

naturales engendran dificultades poco naturales.»

MACBETH.

1

Se reconocerá en general que yo, Roger Poynings, había pasado un día accidentado. Decididamente, mi cerebro había soportado un ejercicio más variado y violento que el realizado en forma habitual, en un plazo menor de doce horas.

Cuando me levantara el mundo parecería grato y sencillo. Cuando me levantara a una hora decente, apropiada, cristiana, y cuando asomara mi barba por la ventana del dormitorio para que se secara, con el rostro adherido a ella, desde luego; e insisto en esto para que no haya ninguna duda acerca de este punto vital. No tenía entonces ni idea ni presentimiento, de la asombrosa sucesión de choques que soportaría mi sistema nervioso antes de que llegase nuevamente la hora de acostarse. A las ocho y cuarto de la mañana había tenido conciencia tan sólo de que se presentaba un día altamente auspicioso, de que era la fiesta de la Aparición de San Miguel Arcángel, en cuyo honor Barbary se había levantado temprano para ir a misa, y de que estaba yo aún dispuesto a holgazanear, en medio del breve período de vacaciones, que suelo permitirme entre la conclusión de una novela y la iniciación de otra. Por último, sentía que en lo único que aquel día se diferenciaría del anterior era en el hecho de que nuestros dos tíos, condenadamente distinguidos, pero decididamente soportables, conferirían a nuestro techo una dignidad temporal que se aproximaba sólo a la del Vaticano y el Ministerio de Guerra combinados en una sola unidad. Y aunque debo confesar que por temperamento soy un indolente conservador y un intolerante frente a cualquier cambio, aclararé al mismo tiempo, considerando la posibilidad de que cualesquiera de los dos lea este vigoroso libro, que esperaba la llegada de mis tíos con agradable expectativa. Es verdad que los arzobispos y mariscales de campo pueden no ser del agrado de lodos, y en general aplicaré este comentario a la mayoría de los altos dignatarios de la Clase Dirigente, aunque sea tan sólo por el hecho de que ninguno de nosotros podemos llegar a ser arzobispos o mariscales de campo sin perder en parte algo de nuestra normalidad. A pesar de estas consideraciones, la situación cambia algo cuando estos personajes son de nuestra propia sangre y linaje, y especialmente cuando uno tiene edad suficiente como para recordarlos como canónigos y tenientes coroneles.

Sea como fuere, no sentía aprensión alguna frente a la inminente llegada de mis tíos, y mientras me vestía no sentía otras preocupaciones que las derivadas de un rápido examen mental de nuestras existencias de vinos y alcohol en general. Ignoré por completo el traje de rayas de gusto repugnante por afeminado que Barbary dejó sugestivamente a la vista, me vestí con mi conjunto de trabajo de camisa de punto y pantalones de pana y fui al piso bajo con la mente tan limpia de todo pecado como los huevos recién puestos que comí poco después durante el desayuno.

Ahora, en cambio, mientras me desvestía al finalizar aquella jornada fantástica, reflexioné que si alguien me hubiera anticipado una ínfima parte de lo que ella me traería, probablemente me habría quedado en cama, habría desconectado el teléfono, habría dado instrucciones de que no podía recibir visitas, y hubiera telegrafiado a mis tíos que estaba agonizante de lepra o paperas y que debían aplazar su visita o buscar otro alojamiento. Pero aparte del presentimiento vago, ya señalado, de que quizás tuviese una visita inesperada, no había ocurrido nada que oscureciera mi horizonte hasta… —y en un principio ello fue una nube no mayor que una uña de urraca— que advertí la obra de las garras de la gata Grimalkin entre mis trompetas celestiales.

¡La gata Grimalkin! ¡Cuán trivial, o a lo sumo, levemente jocoso, había parecido aquel nombre cuando en un principio atribuyó Carmel los estragos al animal! Por supuesto, nunca lo había imaginado como otra cosa que una extravagancia de la hermosa hermana de Carmel, un nombre conferido con el mismo espíritu con que cualquiera llama a su perro Satanás. Y sin embargo, alguna vez he escrito extensamente acerca de la teoría y práctica de la mentira, tema que ofrece para mí un interés personal además de profesional, pues ¿qué es la buena literatura de ficción, sino la habilidad de contar mentiras entretenidas? Es, además, un principio elemental de este arte el que la mejor manera de ocultar la verdad es decirla. Si Andrea Gilchrist era en verdad una bruja —y sólo aceptando semejante hipótesis, por improbable que apareciese para el pensamiento de nuestros días, era posible comenzar a reflexionar sobre los increíbles sucesos de ese día—, el hecho de que tuviera un compañero o «familiar» infernal era una simple consecuencia lógica de la situación, conforme a la tradición ortodoxa. Y puesto que los «familiares» medievales, si confiamos en la extensa y copiosamente documentada evidencia, con gran frecuencia tomaban la forma conveniente y poco conspicua de gatos domésticos, siendo el nombre Grimalkin, y Grey Malkin, o mejor aún, Maudkin, uno de los apelativos más corrientes dados a dichos animales, Andrea no podía haber hallado una forma más eficaz de ocultar la verdadera naturaleza de su compañero que siguiendo la tradición actualmente desacreditada.

Pero, desde luego, todo el asunto era un absurdo.

De cualquier manera, éste era sólo uno de una serie de factores diferentes que, casi todos absurdos en sí mismos, contribuían de alguna manera a entrelazarse y combinarse hasta el punto de exigir un análisis mucho más serio que el que nadie les había prestado considerados individualmente. El asunto del gato Grimalkin era solamente el eslabón inicial de una cadena de acontecimientos grotescos, si en verdad eran acontecimientos y no simplemente alucinaciones. Más de una vez aquel día había sentido la tentación de retirarme a mi estudio para repetir, con mayor violencia, mi experimento masoquístico con el cuchillo Pathan.

Cualquiera con inteligencia suficiente como para haber seguido esta absorbente narración hasta su grado actual de desarrollo, no tendrá necesidad de que le repita que después de mi prolongada entrevista con Carmel, con su interrupción brusca, y en cuanto a ella se refiere, decididamente blasfema, no tuve un momento de tranquilidad. Mucho menos, un momento en el cual reflexionar a solas, ni tampoco para conversar tranquilamente con mi sabia y sólida Barbary. En mitad de la tarde hubo un breve intervalo durante el cual tío Odo se encaminó hacia el convento y tío Piers salió a «estirar las piernas» como él decía— mediante un paseo a pie por las mesetas, y en el cual intenté, con un éxito justificadamente negativo, dar a Barbary una somera idea del motivo de la visita de Carmel. Dudo, sin embargo, que obtuviese entonces ninguna impresión concreta de lo que yo le dije, salvo la sospecha de que Carmel había perdido la razón, solución que, debo confesarlo, yo había desechado con mucha resistencia, por considerarla demasiado simple. Dejando a un lado otros factores, me encontraba en un dilema en cuanto al volumen de pormenores que estaba autorizado a divulgar, aun a mi mujer, de cuanto me contara Carmel en la soledad de mi despacho. Carmel no me había comprometido formalmente a guardar secreto, pero yo no podía por menos de sentir que dicho secreto estaba entendido de manera tácita. Por otra parte sabía que lo que contase a Barbary nunca saldría de sus labios.

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