Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online

Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (7 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Muy bien —dije, haciendo un gesto de asentimiento—. ¿Tiene inconveniente en que le haga algunas preguntas?

—Ninguno —dijo Carmel—. Hable.

—Dice que esta vez vio una sola bruja, lo cual implica que en alguna ocasión anterior vio más de una.

—Sí, Una vez vi cuatro o cinco a la vez, pero fue una excepción. A menudo he visto dos, pero a veces sólo una.

—Bueno ¿Desde cuándo está viendo estas cosas? Carmel frunció el ceño.

—Creo que la primera vez fue en septiembre, aproximadamente— dijo por fin.

—¿Y cuántas veces ha ocurrido desde entonces?

—Por desgracia no puedo decírselo con exactitud. No he llevado la cuenta, pero yo diría que, por lo menos, una docena de veces.

—¡Dios mío! ¿Y nunca se lo ha dicho a nadie?

—No. ¿Cómo era posible, Roger? ¿Quién me habría creído? Usted mismo no me cree, a pesar de lo comprensivo que se ha mostrado.

—¿No se lo ha contado a su hermana?

—¡No!

Su negativa fue tan brusca y decidida que momentáneamente me sentí desconcertado. Sin conocer muy bien a los Gilchrist, siempre había tenido la impresión de que las dos muchachas estaban mucho más unidas que muchas hermanas. Aunque no eran inseparables, a menudo se las veía juntas y siempre parecían comportarse como excelentes compañeras. El tono de la respuesta de Carmel sugería ahora lo contrario. Pero ello no me concernía. Proseguí mi interrogatorio.

—Cuando usted vio esta… figura de mujer a las tres de esta madrugada, ¿estaba mirando por la ventana de su dormitorio?

—Sí.

—¿
Por qué
? —le pregunté bruscamente.

—¿Por qué?

—Sí. ¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo junto a la ventana a esa hora inusitada? ¿Qué le hizo levantarse?

—Pues… no me había acostado. Por lo menos, me había echado un rato, pero no me había acostado bajo las sábanas. Sea como fuere, hacía muchísimo tiempo que estaba junto a la ventana cuando apareció.

—¿Por qué? —repetí.

—La estaba esperando —repuso Carmel—. No podía dormir hasta saber qué había pasado.

Lancé un gemido, rogando en silencio porque se me concediese la paciencia necesaria.

—¿Cómo sabría que vendría? —pregunté pacientemente.

—Porque la había visto partir cinco horas antes —repuso ella con la misma paciencia. A continuación rió un poco y prosiguió—: ¡Pobre Roger! Encuentra todo esto demasiado fantástico, ¿no? Lo siento mucho. Comprendo su reacción… La mía es bastante desagradable, a pesar de estar ya… no diré acostumbrada, pero por lo menos preparada.

—Mi querida Carmel —dije—, si en este momento llevase usted un prendedor o yo un alfiler de corbata, me daría un pinchazo en el lugar donde más me doliera. Como alternativa, podría pedirle que me arranque un mechón de la barba, y entonces, si me viese pegándole un puñetazo sobre su linda nariz, sabría realmente que estoy aquí, oyendo lo que oigo… Pero prosigamos. Dice que vio partir a esta «bruja» cinco horas antes. ¿A las diez y media, aproximadamente?

—Más cerca de las once menos cuarto.

—Bueno. ¿Sola?

No. Salieron dos. Es frecuente que sean dos, como usted sabe ya.

—Pero ¿regresó sólo una?

—Si.

—¿Hay algo de extraño en eso?

—Pues… ha ocurrido con anterioridad, pero no es frecuente. Por lo general, cuando parten dos, regresan dos también.

—Comprendo —huelga decir que no comprendía nada, pero debía decir algo—. Quisiera mayor detalles acerca de estos vuelos de brujas, Carmel. Dice que ha presenciado alrededor de una docena de ellos, de modo que tiene que haber llegado a ciertas conclusiones generales. Primero, ¿a qué velocidad vuelan?

—Velocidad variable —repuso ella pensativamente—. No es fácil calcularlo, pero vuelan con bastante lentitud, a juzgar por las normas habituales. Yo diría que el máximo es de treinta a treinta y cinco millas por hora, pero las he visto arrastrarse casi, o bien avanzar apenas. Aunque entiendo que estar suspendidas en el aire sin avanzar estaría contra las leyes de gravedad —añadió con una sonrisa.

—¡Carmel, Carmel! —exploté—. ¡Todo este condenado «Milito está en contra de todas las leyes de la naturaleza descubiertas por la ciencia! ¡Dios nos ayude! ¡Si debo creer que la gente puede cabalgar por el espacio montada en una escoba, sin un motor auxiliar para ayudarse, no tengo por qué dudar de su capacidad de quedar suspendida en el aire! Lo cual me hace recordar algo: ¿hacen algún ruido durante el vuelo?

—No mucho, creo. Una o dos veces, en noches muy serenas, he creído oír un ligero rumor, pero no podría asegurarlo categóricamente. —¿Altura? —pregunté luego de emitir un gruñido. —Pues nada comparable a un aeroplano. Bastante bajo, por lo que he visto. Doscientos pies como máximo, pero con mayor frecuencia, apenas por encima de la parte superior de los árboles.

—Según parece las ha visto desde muy cerca —le recordé—. ¿Lo suficiente para observar algunos detalles?

—Desde luego, ello depende de la visibilidad. Esta madrugada había mucha claridad, pero otras noches apenas he podido ver nada. A pesar de todo, he visto bastante —dijo Carmel, y se estremeció otra vez. —Dígame, pues, qué aspecto tienen —dije—. ¿Son como las brujas tradicionales de los cuentos para niños, quiero decir, misteriosas, sombrías, horribles, con narices ganchudas y barbas puntiagudas, con sombreros cónicos y capas harapientas agitadas por el viento?

—No —dijo Carmel decididamente—. Nada de eso. Las que yo he visto son todas jóvenes, y no llevan ropas. Ni una prenda. ¡Aun en lo más crudo del invierno van enteramente desnudas!

Apenas pude contener un grito, y juré para mis adentros. Mi última pregunta había sido totalmente intencionada, y por lo menos una prueba tendiente a establecer hasta qué punto eran derivativas sus visiones. Carmel había sorteado el obstáculo sin advertir que estaba allí. Me dispuse, por último, a abordar el punto delicado hasta el fin.

—¿Nunca han pasado lo suficientemente cerca para que haya reconocido a ninguna de ellas? —pregunté—. Es verdad que de noche todos los gatos son pardos, pero…

—Al contrario —la voz de Carmel estaba muy próxima a quebrarse en llanto—. Esto es lo infernal de todo el asunto, Roger. La noche en que vi a varias, creí reconocer a dos o tres, aunque tal vez «reconocer» sea un término inexacto. De cualquier manera, me recordaron a varias mujeres que viven en los alrededores. Con seguridad fue mi imaginación… Pero hay una de ellas a quien conozco invariablemente, sin la menor duda. La conozco demasiado bien. Quisiera no reconocerla, se lo aseguro…

Su hermoso rostro se deformó en una mueca de pesar y horror. Mis cabellos se habían erizado también, y debí arrancar, por la fuerza casi, la pregunta inevitable, pues tenía la garganta reseca. Tomando su mano, la apreté con fuerza para reiterarle mi simpatía.

—¿Quién? —pregunté con voz ronca, a pesar de que un rayo de presentimiento había pasado ya por mi mente, de modo que su respuesta era virtualmente innecesaria.

Como esperaba, Carmel repuso:

—Mi hermana Andrea —su voz era tensa; e inmediatamente se echó a llorar.

7

Sin decir una palabra me levanté del sofá y me dirigí con paso firme hacia mi escritorio. Sobre él, en medio de mil objetos, está siempre un pequeño cuchillo Pathan, no más grande que una daga diminuta, que arranqué de manos de un nativo con impulsos asesinos hace muchos años. Su función nominal, en la actualidad, es abrir sobres, aunque dudo que lo use más de una o dos veces por año. Tiene una hoja afilada, terminada en una punta muy aguda. En resumen, es un juguete bastante peligroso. Lo cogí con una mano, y apretando los labios, hundí su afilada punta en la parte más musculosa de mi antebrazo izquierdo.

Me dolió. Sangró.

Y en este instante increíble sonó el teléfono. Tan confuso estaba, que aquel sonido inesperado me provocó un sobresalto. Con una palabra convencional de excusa a Carmel, levanté el receptor y dije brevemente:

—Roger Poynings.

La voz que contestó a mis palabras era la de Sue Barnes, una de las muchachas a cargo de las líneas telefónicas locales. Sue y yo nos hicimos amigos desde que, siendo ella una niñita de cinco o seis años, con cabellos color de lino, acostumbraba a pasear en el carro de reparto de leche de su padre y cambiar bromas conmigo por sobre la cerca del jardín. Hoy en día su amistad ha lomado la forma de advertirme por anticipado, siempre que ello es posible, acerca de una llamada inminente, ya sea local o de larga distancia, con datos sobre su origen. Esta ventaja me proporciona unos segundos de gran valor para orientarme mentalmente en la dirección adecuada.

—Llamada de Londres —dijo Sue, y al cabo de una combinación ensordecedora de ruidos característicos y de una breve espera durante la cual pude oír una radio lejana que gemía las notas azucaradas y melosas de
You Are My Heart's Delight
, una voz masculina dijo:

—Habla New Scotland Yard. ¿Mr. Roger Poynings?

Creo que esa mañana había agotado todas mis reservas de sorpresa. Si el que llamaba se hubiera anunciado como el Papa de Roma o aquel individuo llamado Joad, dudo de que me hubiese inmutado.

—Sí, Roger Poynings —dije, enjugando la sangre de mi antebrazo con un pañuelo.

—El inspector jefe Thrupp desea hablar con usted, señor —dijo la voz—. Le comunicaré inmediatamente.

Otro intervalo de ruidos, y luego una voz muy familiar dijo:

—¡Buenos días, Roger!

—¿Cómo estás, Robert? —dije con igual cordialidad—. ¿Y cómo marchan tus síntomas?

Una vez revelado el origen de la llamada telefónica, no tuve la menor duda de que se trataba de Thrupp, pues no conocía a nadie más en Scotland Yard que tuviese probabilidades de telefonearme. A pesar de ello, me sorprendió oír su voz. Mi amistad con Robert Thrupp era una relación agradable, espontánea, de esas que no por frecuentarse de forma intermitente dejan de ser sumamente firmes. El mismo destino que en un principio nos reuniera ha decidido que nuestras relaciones deben constar de períodos de asociación intensiva, alternados por prolongados períodos durante los cuales ni nos vemos ni nos hablamos durante meses y años, al cabo de los cuales, como dice Barbary, nos turnamos para enviarnos tarjetas de Navidad. Cuando oí su voz incisiva a través de las líneas telefónicas, en esa mañana de mayo, reflexioné fugazmente que habían transcurrido cerca de once meses desde que nos viéramos por última vez. A pesar de mi preocupación con los asuntos de Carmel Gilchrist tuve un gran placer al oírle ahora.

—Roger, estoy muy apurado —dijo Thrupp con tono apremiante—. Me ha mandado llamar nuestro viejo amigo el superintendente Bede, de Steyning. Voy hacia allí en automóvil inmediatamente. No conozco muy bien el motivo de la llamada, pero ya me enteraré cuando llegue. Entiendo que el caso está dentro de la jurisdicción de tu distrito: es un lugar llamado Rootham.

—A cinco millas, cruzando las mesetas, y a nueve o diez por carretera —le dije—. Pero ¿qué diablos ha ocurrido allí? Rootham es una pequeña aldea acurrucada dentro de un pliegue oculto de los Downs, con una escasa población consistente casi exclusivamente en trabajadores de las granjas y pastores.

—Ha muerto alguien —dijo Thrupp lacónicamente—. Es todo lo que puedo decirte por ahora. El asunto es, ¿hay una hostería allí, o algún lugar donde pueda alojarme?

—No, no seas optimista. Dudo de que haya un chiquero vacío, siquiera. Mi querido Robert, vendrás aquí y te quedarás con nosotros, como siempre. Barbary estará encantada. Todavía te adora en secreto.

—¿Estás seguro de que no molestaré, Roger? No quiero abusar. ¿Estáis solos?

—No, pero casi solos.

—¿Quién está en tu casa?

—En este momento, nadie, pero tengo una yunta de tíos que llegarán de un momento a otro. Pero no te preocupes por ellos. Son enteramente inofensivos.

—¿Tíos? —Thrupp estaba, al parecer, un poco desilusionado—. ¡Ejem! No sé si…

—Considerados individualmente o en yunta, tienen cierto valor como fuentes de entretenimiento —insistí—. Uno es arzobispo, y el otro, mariscal de campo, de modo que entre los dos…

—¿Qué? —dijo Thrupp, sin duda alguna anonadado.

—Son muy respetables —proseguí—. No se inmiscuirán en tus asuntos, te lo prometo.

—¡Increíble! —exclamó Thrupp, quien tiene una incurable tendencia a la exageración—. Resérvame una habitación en la Doncella Verde, ¿quieres?

—Pero ¿por qué? —insistí—. Tenemos mucho espacio aquí. Ni siquiera un arzobispo puede dormir en más de una cama a la vez. Además, Barbary no me lo perdonaría, ni tú tampoco, si vas a la Doncella Verde. Luego, estoy seguro de que tío Odo me excomulgaría, y tío Piers me daría de latigazos, si llegasen a enterarse de que les he privado del placer de conocer a un auténtico funcionario de Scotland Yard. Y si me dices que te importan un bledo mis tíos, por lo menos tenme compasión. Acabo de terminar un libro y debería comenzar otro, pero no se me ocurre ningún título, y mucho menos un argumento, En vista de estas circunstancias, es tu deber, sin duda alguna, venir en mi ayuda. Te necesito, Thrupp mío. Mi alma clama por ti. Como jadea el ciervo…

Thrupp me interrumpió riendo.

—¿Sigues llevando esa barba repelente? —preguntó inesperadamente.

—Es una barba hermosa —repuse indignado—. La mejor barba que he tenido hasta ahora, como podrás comprobar en persona cuando llegues aquí. Pero si oigo más acerca de la Doncella Verde iré directamente al cuarto de baño y me la afeitaré, para vengarme.

Thrupp lanzó un grito de fingido horror.

—Es mejor que vaya —dijo—. Aún me despierto bañado en sudor espeso cuando recuerdo tu aspecto al afeitarte el año pasado. Muy bien, pues, ¿estás seguro de que no molestaré?

—Seguro.

—¿Ni tampoco a Barbary? Tendrá las manos llenas…

—¿Alguna vez has conocido a Barbary con las manos demasiado llenas?

—Verdaderamente, no —admitió Thrupp—. Pero…

—¿Vendrás a almorzar? —le interrumpí—. Pollo asado y Budín de Sussex.

Le oí relamerse los labios.

—Es imposible, por desgracia —repuso con tono de pesar—. Debo reunirme con Bede en Rootham a las doce y media, y seguramente estaré ocupado con él durante el resto del día. Espérame en las últimas horas de la tarde, siempre que no tengas inconveniente en que vaya. Te llamaré por teléfono desde algún sitio cuando sepa de qué se trata y cómo marchan las cosas. Por ahora no sé nada, o casi nada…

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
5.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Moving On by Jennii Graham
Meridian by Alice Walker
In Loco Parentis by Nigel Bird
The First European Description of Japan, 1585 by Reff, Daniel T., Frois SJ, Luis, Danford, Richard
Meeting Evil by Thomas Berger
The Midnight Witch by Paula Brackston
My Favorite Bride by Christina Dodd