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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (9 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—Al contrario, la iniciativa fue, por entero, mía —dijo Carmel—. Para empezar, diré que acudí a mi padre y le exigí una habitación propia, diciendo que tenía edad suficiente para tenerla, y sin invocar otras razones. Con gran sorpresa de mi parte, papá accedió inmediatamente en principio, en lugar de enojarse como yo había temido. La única dificultad era que, como usted sabe, la Nueva Vicaría no es muy grande, y papá manifestó que sí yo tenía una habitación propia nos quedaríamos con una sola para invitados, lo cual es muy poco cuando se vive en el constante peligro de recibir la visita de obispos y archidiáconos en cualquier momento. Además, el dormitorio de niños era demasiado grande para que Andrea lo tuviese para sí sola, de modo que por fin accedimos a levantar un tabique y a mandar hacer una puerta en la mitad del dormitorio correspondiente a Andrea, a fin de que no tuviese necesidad de pasar por mi dormitorio para entrar en el suyo. En realidad, no era lo que yo deseaba, pero era mejor que nada.

—¿Y cuál fue la actitud de Andrea?

—Al principio estaba muy ofendida e indignada de que yo me hubiese atrevido a acudir a papá sin consultarla primero. Habló tanto que casi desistimos de todo el proyecto. Pero por fortuna, y en forma sorprendente para mí, papá se puso de parte mía, y gradualmente Andrea accedió. Una vez que se inició la obra, se entusiasmó mucho más que yo, lo cual demuestra, según creo, que su oposición inicial se debía sobre todo al hecho de que yo hubiera tomado la iniciativa. Ella actúa invariablemente en su papel de hermana mayor, y con seguridad consideró que yo era una atrevida.

Estábamos llegando a un terreno muy delicado, pero con la mayor habilidad me aventuré a avanzar otro paso.

—¿Y cual era su verdadero motivo para querer una habitación propia? —pregunté con tono despreocupado.

—Probablemente lo que los cronistas de divorcios llaman «incompatibilidad de caracteres» —repuso por fin, con una leve sonrisa—. No diré que yo no tuviera en parte la culpa. Quizá la tenía. Pero el hecho es que durante mucho tiempo, mucho, yo había llegado a la conclusión de que Andrea y yo no compartíamos los mismos puntos de vista frente a muchas cosas. Y ello no tiene excesiva importancia, pues el mundo sería muy monótono si todos pensáramos lo mismo acerca de todas las cosas, ¿no es verdad? Pero pienso que es justo que cada cual sea respetado en sus opiniones, y la dificultad con Andrea es que no aceptaba que mis puntos de vista divergieran de los suyos. Siempre se burlaba de mis ideas y trataba de inculcarme las suyas, aprovechando su mayor edad para intentar imponerme su voluntad, por así decir. Cuanto más crecía yo, mayor era el número de puntos en los cuales no estaba de acuerdo con ella. Algunos de ellos eran triviales, otros… según mi concepto, por lo menos, fundamentales. No sé por qué le cuento todo esto —prosiguió, luego de una pausa—. No acostumbro a lamentarme sobre estas cosas en presencia de nadie, pero… siento la necesidad de confiarme a alguien, pues de lo contrario, estallaré. Aún ahora, no sé cómo proseguir sin darle una impresión totalmente errónea de las cosas. En gran parte se trata de una cuestión de vocabulario, según creo. No quiero ser injusta con Andrea, y mucho menos pretender ser mejor de lo que soy en realidad. No soy una santa, ni nada parecido. Ni siquiera me llamaría «buena». Pero menos que todo podría considerarme una farisea.

Carmel había hablado con cierta vehemencia, si bien con serenidad, pero ahora se interrumpió con una pequeña carcajada.

—La palabra «farisea» me recuerda uno de los sermones de mi padre —explicó, al advertir mi sorpresa—. Generalmente se las compone para introducir un comentario punzante al final de sus sermones, y en la oportunidad a que me refiero, luego de decir las cosas habituales sobre el Fariseo y el Publicano, terminó diciendo que a pesar de que en ese caso correspondía culpar al primero y elogiar al segundo, la parábola podía tener efectos peligrosos sobre la gente poco inteligente que no comprende que la humildad del Publicano puede convertirse en una forma altamente repudiable de orgullo espiritual, a menos que sea absolutamente sincera. «Desde aquí puedo ver a muchos de vosotros», rugió mi padre con su tono más agresivo, «que os decís a vosotros mismos satisfechos, que este Publicano no tiene nada que ver con vosotros en cuanto a humildad se refiere, y casi percibo el aliento de los que se dicen con toda satisfacción que por fortuna no son como ese terrible Fariseo».¿Comprende qué quiero decir, Roger? No hay nada más repelente que tratar de parecer mejor de lo que se es, sobre todo al compararse con los semejantes, y por ello no querría sugerir que soy «mejor» que Andrea. No me corresponde juzgarla, de Lodos modos, y a pesar de ello, he sentido que… bueno, que debía apartarme de ella, o bien hundirme con ella.

Carmel golpeó el suelo con un pie calzado con una sandalia y agitó las manos con desaliento.

—¡Ya ve usted! ¿Ha oído alguna vez una frase que denote mayor complacencia de sí mismo que ésta? —se quejó.

—Comprendo exactamente qué quiere decir —la consolé—. Por lo menos, estoy casi seguro de ello. Hay momentos en la vida, Carmel, en que la gente como usted y yo, seres vulgares, decentes, pecadores, sensuales, sin mayores dotes relevantes, nos encontramos en presencia de individuos de un tipo muy diferente. Un individuo, por ejemplo, que no es ya a medias decente, o pecador, o sensual, sino notablemente mejor que nosotros, una especie de santo, o bien notablemente peor, es decir, alguien del todo malo, en apariencia, mientras que nosotros somos simplemente pecadores. En verdad, hay unos pocos seres en este mundo que podríamos llamar virtualmente anormales, o sea, por encima o por debajo de la norma, ya sea en el bien o en el mal. Una vez aceptado esto, quizás no se sienta tan avergonzada de sí misma por el hecho de intentar decirme que ha descubierto esta clase de anormalidad en su hermana. Usted se refería a eso, ¿no es verdad?

—Quizá sí. Sí, comprendo qué quiere decir, Roger. Detesto tener que decirlo, pues a pesar de todo quiero mucho a Andrea todavía, y no puedo olvidar que a veces ha sido muy buena conmigo. Pero tiene usted razón. Existe esa diferencia esencial entre nosotros. Dios sabe que soy capaz de desobedecer los Diez Mandamientos simultáneamente, o bien uno después de otro. Creo poder afirmar que no hay nada inherentemente malo en mí. Es probable que Andrea no haya cometido tantos
pecados
como yo, y sin embargo… sí, es mala en un sentido en que yo no lo soy. Y cuando comencé a comprender que Andrea no hacía ciertas cosas sólo por debilidad, o afición a los placeres, como yo, sino por el gusto de ser mala, me preocupé mucho y decidí apartarme de ella. Andrea nunca ha cedido a la debilidad, Roger. Siempre ha tenido un carácter mucho más firme que el mío, y es mucho más rapaz que yo de resistir una tentación, si lo quisiera. Esto es, en cierto modo, lo terrible de todo el asunto. —Lo comprendo perfectamente —dije para animarla. —Le daré un pequeño ejemplo de lo que quiero decir, Roger. Es una tontería, en sí mismo, pero a pesar de ello ilustra la diferencia entre nosotras, y dicho sea de paso me resultará más fácil hablar de ello que de episodios posteriores. Cuando éramos unas niñas, digamos de nueve o diez y trece o catorce años, siempre estábamos escasas de dinero. Teníamos una cantidad semanal, por supuesto, como todos los niños, pero nunca nos alcanzaba para todo lo que queríamos comprar con ella. Bueno, cuando yo me quedaba sin dinero y quería comprar algo, solía acudir a papá y decírselo, y él rezongaba un poco y me llamaba dilapidadora (¡con un chelín por semana que teníamos!), y al final siempre cumplía yo mi deseo sin mayores dificultades. Andrea, en cambio, nunca se molestaba en pedir dinero a papá. De ningún modo. Se lo robaba, lo cual significaba que no sólo tenía siempre todo el dinero que quería, sino que lo obtenía sin tomarse el trabajo de solicitarlo, eso sin mencionar el hecho de que, en medio de su inocencia, mi padre me la presentaba siempre como un ejemplo de economía y sabiduría en la distribución de su chelín. Pero eso no era todo. Papá, como habrá adivinado, es muy descuidado en materia de dinero. Nunca sabe cuánto tiene o debiera tener, y siempre lo deja en cualquier parte, sin recordar dónde lo ha guardado. Así, pues, habría sido muy sencillo para Andrea y para mí, si hubiera tenido tal inclinación, cogerlo sin riesgo de ser descubiertas, pero no. Aquello no era suficiente maldad para ella. Esperaba siempre el domingo por la tarde, cuando papá traía el importe de la colecta de la iglesia y lo dejaba en un gran recipiente de plata, en el comedor, hasta el lunes por la mañana, en que contaba el dinero y lo llevaba al banco. Para entonces, desde luego, Andrea se había apoderado de todo el dinero que quería, nunca mucho, es verdad. Se conformaba con dos chelines o media corona, suma que papá le habría dado sin vacilar si hubiera tenido la honradez de pedírsela. Pero ella tenía que robar. Y tenía que robar no el dinero particular de mi padre, sino el de la colecta de la iglesia, porque era mucho peor. Técnicamente, según creo,
es
una forma de sacrilegio, ¿no es verdad?

—Yo diría que sí —repuse.

—Teníamos serias disputas y discusiones acerca de ello, Roger. La verdad es que siempre trataba de que yo también robara. A veces me tentaba hablando de todas las cosas bonitas que podría comprar con dos o tres chelines más. Otras se burlaba de que careciese del valor necesario para robar, y me desafiaba a que demostrase lo contrario, lo cual, diré, era la forma de provocación más peligrosa, en mi caso, pues siempre me he preciado de tener valor y he despreciado a quienes carecen de él. Sea como fuere, nunca cedí. No sé por qué; decididamente no era una cuestión de moralidad, ni tampoco de temor. En parte era obstinación, pero una razón más poderosa aún era que no veía necesidad alguna de robar, cuando sabía que podía obtener lo que deseaba pidiéndoselo papá… No necesito hablar más de esto, ¿no, Roger? Como digo, es una tontería en sí, pero ilustra perfectamente la diferencia entre Andrea y yo. Francamente, si quisiera con mucha intensidad algo, y no pudiera obtenerlo por medios legítimos, dudo que tuviera muchos escrúpulos en apoderarme de ello. Créase o no, soy muy poco escrupulosa en ese sentido. Pero si usted presenta a Andrea la alternativa de obtener algo por medios legítimos o ilegítimos, puede estar seguro de que optará invariablemente por los ilegítimos, sólo por el placer de cometer una mala acción. Temo haber hecho a menudo cosas más incorrectas que robar dinero de la colecta, pero por lo menos, me comporto mal sólo cuando no puedo ser buena. Andrea preferirá siempre ser mala a ser buena, y lo dice abiertamente, quizás no a todo el mundo, pero a mí sí. En cuanto a mí se refiere, no tiene reparos en confesarlo. ¡Es su filosofía de la vida!

—En verdad me sorprende, Carmel —dije—. Por supuesto no tenía la menor idea de ello. Es terrible, ¿no?, sobre todo que haya tratado de arrastrarla a usted. Debe de haber pasado momentos difíciles.

—Era mucho peor cuando yo era más joven. Como usted sabrá, es inevitable sufrir la influencia de una hermana mayor, y muy difícil resistirse a las iniciativas; no a las órdenes. Sinceramente, no siempre logré resistirme. Lo logré en cuanto a robar dinero, pero había muchas otras cosas, y a veces Andrea se salía con la suya, con mucha mayor frecuencia de la que me atrevo a admitir, en realidad. De todos modos, aun cuando lograba obligarme a hacer lo que ella quería, yo nunca perdí del lodo mi voluntad de resistir, por así decir. Y lo que es más, al final gané.

—¿Ganó? —repetí intrigado—. ¿Quiere decir que ha abandonado sus tentativas?

Carmel asintió.

—Por suerte. Ahora no tengo dificultades con ella. Nunca las he tenido, desde que hicieron ese tabique. Es extraño, ¿no?

—Pero…

—No me pida que se lo explique, Roger. No puedo. No pretendo comprender el motivo de ello, sino que me conformo con el hecho de que el tabique haya sido eficaz. Tal vez parezca absurdo, como todo lo que le he dicho esta mañana, pero decididamente el tabique ha sido el motivo de ello. En realidad no llega al techo, y casi siempre la puerta está abierta, pero por alguna razón misteriosa, ha dado resultado. Quizás sea simbólico, pero de algún modo significa que tengo mi habitación, y desde hace mucho Andrea ha aceptado la idea y se ha resignado a dejarme tranquila. En el momento en que quedó terminado el tabique, me di cuenta de ello. Tuve una sensación de liberación, como no tuve nunca mientras dormí con Andrea. Era una especie de sensación de liberación de su influencia y… de su dominación. Me sentí libre y llena de confianza en mí misma, por primera vez en mi vida. Lo extraño es que Andrea aceptó, al parecer esta situación. Desde aquella noche, su actitud hacia mí cambió radicalmente. Dejó de intentar obligarme a hacer cosas contra mi voluntad, dejó de dominarme y me permitió seguir mi camino sin interferir en mis asuntos. El resultado es que desde entonces nos llevamos mucho mejor, si bien no tenemos tanta intimidad, pero en general, somos mejores amigas. Desde luego tenemos discusiones y diferencias, como todas las hermanas, pero se trata de discusiones muy claras y, con una excepción, muy diferentes de las anteriores. Hace unos pocos meses tuvimos una terrible —por un hombre, debo decir—, pero aparte de eso, nuestras relaciones son bastante buenas. Hasta que comenzó este horrible asunto de las brujas yo me sentía mucho más feliz y reconciliada con la vida que cuando niña.

Muy de mala gana, pero con la convicción de que la importancia de completar mis datos supera toda consideración de delicadeza, decidí abordar el tema abiertamente, y pregunté:

—Este hombre sobre quien riñeron —a riesgo de ser excesivamente curioso—, ¿era Adam Wycherley?

Tuve una verdadera sorpresa cuando, con un ligero sobresalto, ella agitó la cabeza con énfasis, se ruborizó imperceptiblemente, y contestó:

—No, no. Ese era otro asunto muy diferente. Si quiere saberlo, me refiero a Frank Drinkwater…

—¡No! —exclamé en voz baja. Y en aquel momento el teléfono volvió a sonar.

9

Esta vez se trataba de una llamada local. Enteramente local. En verdad, la distancia que me separaba de mi interlocutor era de doscientas yardas, apenas. La profunda voz de bajo, de tono gruñón, con su matiz de obstinación por debajo de un humorismo sardónico, reveló que era mi buen amigo y vecino el Muy Reverendo Padre Plácido, Prior del convento de Merrington.

—¡Buenos días, Roger!

—¡Buenos días, Padre! —repuse—. ¿Cómo está la calma de los claustros en esta gloriosa mañana de primavera?

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