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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (23 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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Durante unos instantes observó a sus dos esclavos, luego estiró la mano y estrechó el sexo de Bella. Dejó allí su cálida mano hasta que poco a poco, los labios púbicos aumentaron de tamaño, y la penetrante palpitación volvió a comenzar. Con la otra mano, la mesonera despertó la verga del príncipe, le pellizcó la punta y apretó juguetonamente, con suavidad, los testículos, al tiempo que le susurraba:

—Venid aquí, joven, nada de descansar.

El príncipe soltó un débil gemido, pero su miembro era obediente. Los cálidos dedos de la mujer también comprobaron la humedad de los labios congestionados de Bella.

—Veis, esta buena muchachita ya está preparada para el servicio.

Entonces alzó las barbillas de ambos y les sonrió. Bella sintió náuseas y debilidad. Había perdido toda resistencia.

Se quedó mirando fija y sumisamente los encantadores ojos oscuros de su señora.

«y por la mañana me azotará con la pala, sobre la barra del bar —pensó Bella—, como hace con los demás.» Pero la debilidad aumentaba todavía más. La breve historia de Richard se disolvía en ella con una claridad sensacional: el local de castigos, la plataforma giratoria. El pueblo llameaba en su mente. Se sentía afligida y ofuscada, incapaz de discernir si era buena o mala, o quizás ambas cosas.

—Levantaos —dijo la señora en voz baja con tono suave— y marchad a toda prisa. Ya está oscuro y aún no os habéis lavado.

Bella se levantó, al igual que el príncipe, y soltó un gritito al notar que la pala de madera alcanzaba sus nalgas con un chasquido.

—Las rodillas altas —dijo en un amable susurro—Jovencito —otro chasquido—, ¿me oís?

Les azotó con fiereza mientras se apresuraban escalones abajo. Bella estaba temblando, con el rostro enrojecido, estremecida por la pasión que la inflamaba de nuevo. Ambos fueron conducidos hasta el patio donde ya estaba listo el barreño de madera en el que iban a lavarles las muchachas de la cocina, quienes rápidamente se pusieron manos a la obra ejerciendo rudos restregones con el cepillo y frotándolos después con la toalla.

SECRETOS EN LA ALCOBA INTERIOR

Tristán:

Cuando entré, el dormitorio de mi señor estaba inmaculado, como la noche anterior. La cama forrada de satén verde resplandecía a la luz de las velas.

Al ver a mi amo sentado al escritorio, con la pluma en la mano, atravesé el suelo de roble pulimentado lo más silenciosamente que pude y besé sus botas, no de un modo respetuoso, como hice antes, sino con gran cariño.

Temí que fuera a detenerme mientras yo lamía sus tobillos y me atrevía luego incluso a besar el cuero liso que enfundaba sus pantorrillas, pero no fue así. Ni siquiera parecía percatarse de mi presencia.

Me dolía el pene. La princesita de la tienda pública no había sido más que el entremés, y el mero acto de entrar en la habitación de mi dueño intensificó mi hambre. Pero, como me había sucedido antes, no me atreví a rogar con ningún tipo de movimiento vulgar o suplicante. Por nada del mundo hubiera contrariado a mi señor.

Lancé miradas furtivas hacia arriba, en dirección a su rostro concentrado y envuelto de pelo blanco que brillaba tenuemente. Entonces él se volvió, me miró y yo aparté tímidamente la vista, aunque tuve que hacer un gran esfuerzo para conseguirlo.

—¿Os han lavado bien? —preguntó.

Asentí y volví a besarle las botas.

—Subíos al lecho y sentaos al pie de la cama, en la esquina más próxima a la pared —ordenó.

Yo estaba embelesado. Intenté controlarme.

Al sentir la colcha de satén contra las erupciones de mi piel me pareció tan calmante como el hielo.

Los dos días de azotes constantes habían conseguido que incluso la contracción de un único músculo produjera interminables reverberaciones de dolor.

Supe que mi amo se estaba desvistiendo, aunque no me atreví a mirar. Luego apagó todas las velas excepto las de la cabecera de la cama, donde había también una botella de vino junto a dos copas de metal con joyas incrustadas.

Pensé que debía de ser el hombre más rico del pueblo para disfrutar de tanto lujo. y sentí el más puro orgullo que pueda experimentar un esclavo por tener un amo tan rico. Cualquier atisbo del príncipe que fui en mi propia tierra había desaparecido de mi mente.

Mi amo se encaramó a la cama y se acomodó contra los almohadones, con una rodilla levantada y el brazo izquierdo apoyado en ella. Se estiró para llenar las dos copas y luego me tendió una a mí.

Yo estaba desconcertado. ¿Acaso quería que bebiera de la copa igual que él? La cogí de inmediato y me recosté hacia atrás con la copa entre las manos. Entonces miré a mi dueño sin ningún pudor; no me había ordenado no hacerlo. Vi su tórax duro y delgado, con fragmentos de vello blanco rizado alrededor de los pezones, y mi mirada descendió por el centro del pecho hasta su vientre, que captaba con primor la luz de las velas. Su pene no estaba tan duro como el mío y quise remediarlo.

—Podéis beber el vino igual que yo —dijo como si me leyera el pensamiento. Completamente atónito, bebí como un hombre por primera vez en medio año y al hacerlo sentí cierta torpeza.

Tragué demasiada cantidad y me vi obligado a detenerme. Pero era un borgoña de crianza como no recordaba haber degustado.

—Tristán —dijo mi amo en tono amistoso.

Le miré directamente a los ojos y bajé lentamente la copa.

—Ahora hablaréis para contestarme —dijo.

Mi asombro era indescriptible.

—Sí, amo —repuse en voz baja.

—¿Me odiasteis anoche cuando hice que os azotaran en la plataforma giratoria? —preguntó.

Me sobresalté.

Dio otro trago de vino sin apartar la vista de mí. De pronto parecía siniestro, aunque yo no sabía por qué.

—No, amo —susurré.

—Más alto —me indicó—. No os oigo.

—No, amo —respondí. Me ruboricé con más intensidad que nunca. No hacía ninguna falta que me recordara la plataforma giratoria. En realidad no había dejado de pensar en ella en ningún instante.

—Además de «amo», también me podéis llamar «señor» —dijo—. Me gustan ambos. ¿Odiasteis a Julia cuando os dilató el ano con el falo de la cola de caballo?

—No, señor —contesté. El rubor ardía cada vez más en mi rostro.

—¿Me odiasteis cuando os enganché al tiro con el resto de corceles y os obligué a arrastrar el carruaje hasta la casa solariega? No me refiero a hoy, que tan bien os habéis comportado, sino a ayer cuando observasteis horrorizado los arneses.

—No, señor—protesté.

—Entonces, ¿qué fue lo que sentisteis cuando sucedieron todas esas cosas?

Yo estaba demasiado estupefacto para poder responder.

—¿Qué quería hoy de vos cuando os até tras otro par de corceles, cuando taponé vuestra boca y vuestro ano y os hice marchar con los pies descalzos? ,

—Sumisión —dije con la boca seca. Mi voz no me resultaba nada familiar.

—Y... ¿con más precisión?

—Que... que marchara con brío. Que recorriera el pueblo... de aquella manera... —yo estaba temblando. Quise sostener la copa con la otra mano intentando que pareciera un gesto despreocupado.

—¿De qué manera? —insistió.

—Enjaezado, amordazado.

—¿Sí... ?

—Atravesado por un falo y descalzo —tragué saliva pero sin apartar la mirada de él.

—¿Y qué es lo que quiero de vos ahora? —preguntó.

Tuve que reflexionar por un momento.

—No sé. Yo... Que conteste a vuestras preguntas.

—Exactamente. Así que las contestaréis, completamente —añadió en tono amable, levantando ligeramente las cejas— y con pasajes profundamente descriptivos, sin ocultar nada y sin engatusamientos. Me daréis respuestas largas. De hecho, prolongaréis las respuestas hasta que yo plantee otra pregunta. Se estiró para alcanzar la botella y me llenó la copa.

—Bebed todo el vino que os apetezca —dijo—, hay de sobras.

—Gracias, señor —murmuré yo, con la vista fija en la copa.

—¡Eso está un poco mejor! —dijo tomando nota de mi respuesta—. Ahora, volvamos a empezar. Cuando visteis por primera vez el tiro de corceles y os disteis cuenta de que ibais a formar parte de él, ¿qué se cruzó por vuestra mente? Permitidme que os recuerde: llevabais un grueso falo en el trasero con una buena cola de caballo sujeta a él. Luego estaban las botas y el arnés. Os estáis sonrojando. ¿Qué pensasteis?

—Que no podría soportarlo —expliqué, sin atreverme a hacer una pausa, con voz trémula—.

Que no podían obligarme a aquello. Que no lo conseguiría, que fallaría de algún modo. Que no podían enjaezarme a un carruaje y obligarme a tirar de él como un animal. y la cola, parecía un adorno espantoso, un estigma. —Me ardía el rostro. Sorbí el vino pero él continuaba en silencio, lo cual quería decir que yo tenía que seguir con la respuesta—. Creo que fue mejor cuando apretaron los arneses y no pude escapar.

—Pero no hicisteis ningún movimiento para escaparos antes de esto. Cuando os llevé a casa azotándoos por la calle con la correa, estaba yo solo con vos, y entonces tampoco intentasteis salir corriendo, ni siquiera cuando los rufianes del pueblo os fustigaron.

—Oh, ¿de qué hubiera servido correr? —pregunté consternado—. ¡Me han enseñado ano echarme a correr! Sólo hubiera servido para atarme con cuerdas a cualquier sitio y golpearme, tal vez para azotarme la verga —me detuve al oír mis propias palabras—. O quizá, sólo me hubieran atrapado para enjaezarme de nuevo y volver a trotar arrastrado por los otros caballos. La mortificación hubiera sido mayor porque todos estarían al corriente de mi miedo, sabrían que había perdido el control y que me encontraba allí a la fuerza —bebí de la copa y me aparté el pelo de los ojos—.

No, ya que había que hacerlo, era mejor someterse; era algo ineludible, o sea que tenía que aceptarlo.

Durante un segundo cerré los ojos con fuerza.

La vehemencia y el torrente de mis palabras me tenían asombrado.

—Pero también os habían enseñado a someteros a lord Stefan y sin embargo no lo hicisteis —replicó mi dueño.

—¡Lo intenté! —exploté—. Pero lord Stefan...

—¿Sí... ?

—El capitán lo describió correctamente —balbucí. Mi voz sonaba frágil entonces. Las palabras brotaban con demasiada precipitación—. Antes había sido mi amante y en vez de usar nuestra relación íntima a su favor, como amo, permitió que ésta lo debilitara.

—Qué exposición tan interesante. ¿Habló él con vos como estoy haciendo yo ahora mismo?

—¡No! ¡Nadie lo ha hecho nunca! —me reí breve y secamente—. Es decir, nunca me han permitido responder. Él me daba órdenes como cualquier noble del castillo. Me mandaba ceremoniosamente pero no podía disimular su terrible estado de turbación. No se puede expresar con palabras la excitación que le provocaba verme con una erección y sometiéndome a sus deseos, pero aun así no era capaz de aguantarlo. Creo, bueno, a veces creo que si el destino hubiera invertido nuestras posiciones, tal vez yo le hubiera enseñado a hacerlo.

Mi amo se rió, con una risa espontánea y relajada. Bebió de su copa. Tenía el rostro animado y un poco más afable.

Mi alma intuyó una terrible sensación de peligro mientras lo miraba.

—Probablemente tengáis mucha razón —comentó—. A veces los mejores esclavos esconden a los mejores señores. Pero posiblemente nunca tendréis oportunidad de demostrarlo. Esta tarde hablé de vos con el capitán. He hecho todo tipo de indagaciones. Cuando erais libre, años atrás, superabais a lord Stefan en todos los aspectos, ¿no es cierto? Mejor jinete, mejor espadachín, arquero. y él os amaba y os admiraba.

—Yo intenté destacar como esclavo suyo —continué—. Sufría jornadas interminables de humillaciones extremas. El sendero para caballos, y los demás juegos de la noche de fiesta en los jardines de su majestad. En algunas ocasiones me convertía en el juguete de la reina; lord Gregory, el señor de los esclavos, me inspiraba el más hondo temor. Pero nunca complací a lord Stefan porque él mismo no sabía cómo quería que lo complacieran. No sabía llevar el mando. Eran siempre otros nobles los que atraían mi atención.

Las palabras se me atascaron en la garganta.

¿Por qué tenía que contar estos secretos? ¿Por qué tenía que sacarlo todo a la luz y ampliar las revelaciones que ya había hecho el capitán? Sin embargo, mi dueño seguía sin abrir la boca. De nuevo reinaba aquel silencio, y era yo quien debía llenarlo.

—No dejo de pensar en el campamento de soldados —continué, con el silencio palpitando en mis oídos—. No sentía ningún amor por lord Stefan. —Miré a los ojos de mi amo. El azul no era más que un matiz de azul, los oscuros centros parecían enormes, casi fulgurantes.

»Uno tiene que amar a sus señores —dije—. Incluso los esclavos de las casas más humildes del pueblo pueden llegar a amar a sus rudos y trabajadores amos, ¿o no? , como yo amaba... a los soldados del campamento que me azotaban a diario. Como amé por un momento...

—¿Sí? —inquirió.

—Como incluso amé al maestro de azotes la otra noche en la plataforma giratoria. Aquella mano que me levantaba la barbilla, que apretaba mis mejillas, aquella sonrisa amenazadora sobre mí. El poder de aquel grueso brazo...

Yo temblaba tanto como la noche pasada.

Pero aquel silencio continuaba...

—Incluso aquellos rufianes, como vos los habéis llamado, que me azotaron en la calle bajo vuestra mirada —dije alejándome de la imagen de la plataforma giratoria— tenían su forma de ruin encanto.

El rubor de antes no era nada comparado con el que sentía ahora. Me refresqué con el vino y aclaré la voz, pero el silencio volvía a dilatarse mientras bebía.

Levanté la mano izquierda para protegerme los ojos.

—Bajad la mano —dijo él— y decid me qué sentisteis antes de iniciar la marcha, cuando estuvisteis enjaezado correctamente.

La palabra «Correctamente» me perturbó.

—Era lo que yo necesitaba —repuse. Intenta— ha dejar de mirarlo, sin conseguirlo. Él tenía los ojos muy abiertos y su rostro a la luz de la vela era casi demasiado perfecto para ser el de un hombre, demasiado delicado. Sentí que un nudo se soltaba en mi pecho, se desataba—. Ya que..., bueno, ya que tenía que ser un esclavo, eso era lo que necesitaba. y esta noche, cuando he vuelto a hacerlo, lo he hecho con orgullo.

Sentía una vergüenza extrema. El rostro me palpitaba.

—¡Me gustó! —susurré—. Es decir, esta noche, cuando fuimos a la casa solariega, me gustó.

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