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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (27 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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El capitán golpeaba con fuerza, no perdonaba ni un centímetro de sus piernas. La correa alcanzaba los costados de las pantorrillas, espinillas y tobillos. Golpeaba incluso las plantas de los pies y luego el vientre desnudo del príncipe. La carne torneada temblaba y palpitaba mientras la víctima gemía contra la mordaza, con el rostro surcado de lágrimas y sus ojos abiertos con la vista fija en el cielo.

Todo su cuerpo parecía vibrar atado a la cruz.

Las nalgas subían y bajaban con espasmos y dejaban al descubierto la base del falo.

Cuando todo su cuerpo quedó convertido en una mancha oscura de color rosa, desde el vello púbico hasta los tobillos, y su pecho y su estómago quedaron cubiertos por un enrejado de marcas hinchadas del mismo color, el capitán se adelantó hasta plantarse junto a la cruz y, con tan sólo un palmo de correa fustigó la rolliza verga del esclavo. El príncipe se ponía tenso y se agitaba con rápidos movimientos ascendentes y descendentes, con el peso del hierro colgado de su miembro, que cada vez era más enorme y casi de color púrpura.

Luego, el capitán se detuvo. Miró desde su altura a los ojos del esclavo y volvió a apoyar la mano en su frente.

—No ha estado tan mal esa zurra, ¿eh, Laurent? —preguntó. El pecho del príncipe se henchía, con evidente dificultad para respirar. Los hombres se reían en voz baja—. Pero tengo que deciros que volveréis a recibir otra igual al amanecer y otra más al mediodía y también con el crepúsculo.

Sonó otra explosión de risas. El príncipe suspiró profundamente y las lágrimas le cayeron por las mejillas.

—Espero que la reina os entregue a mí —añadió en voz baja el capitán.

Chasqueó los dedos para que Bella le siguiera al interior de la tienda. Cuando la muchacha se disponía a entrar arrastrándose a cuatro patas hacia la cálida luz que llenaba el espacio bajo la lona blanca, un oficial la adelantó apresuradamente.

—No quiero ver a nadie ahora —le dijo el capitán al oficial.

Bella se hizo a un lado con gesto de sumisión.

—Capitán —dijo el oficial, bajando la voz—.

No sé si esto podrá esperar. La última patrulla acaba de llegar hace un momento mientras azotabais al fugitivo.

—¿Sí?

—Bien, no han encontrado a la princesa pero juran haber visto jinetes esta noche en el bosque.

El capitán, que se había sentado frente a un pequeño escritorio con los codos apoyados en la mesa, alzó la vista.

—¿Qué? —exclamó con incredulidad.

—Señor, juran que los han visto y oído. Un grupo numeroso, según dicen. —El soldado se acercó un poco más a la mesa.

A través de la puerta, Bella vio las manos del príncipe cautivo que se retorcían bajo las cuerdas en la parte posterior de la cruz y la agitación de sus nalgas que no dejaban de moverse, como si no pudiera asimilar su castigo.

—Señor —añadió el oficial—, el patrullero está casi seguro de que se trataba de incursores enemigos.

—Pero no se habrán atrevido a volver tan pronto. —El capitán hizo un ademán de desdén—. Y menos con luna llena. No puedo creerlo.

—Pero, señor, sólo está en cuarto creciente, y el último ataque sorpresa fue hace dos años. El centinela dice que también ha oído algo cerca del campamento hace un momento.

—¿Habéis doblado la guardia?

—Sí, señor, la he doblado al instante.

Los ojos del capitán se entrecerraron. Ladeó la cabeza.

—Señor, guiaban los caballos por el bosque, según dicen los soldados, sin luz y sin hacer ruido.

¡Tienen que ser ellos!

El capitán reflexionó.

—De acuerdo, levantad el campamento. Subid al fugitivo al carro y dirigíos al pueblo. Enviad mensajeros para que doblen la guardia en los torreones. Pero no quiero que cunda la alarma en el pueblo. Probablemente no será nada. —Hizo una pausa, obviamente considerando la situación—.

No tiene ningún sentido rastrear la costa esta noche —añadió.

—Sí, señor.

—Casi es imposible rastrear todas esas ensenadas incluso a la luz del día. Pero saldremos mañana.

Cuando el oficial se retiró, el capitán se puso en pie de mala gana. Chasqueó los dedos para que Bella se acercara a él y, después de darle un apresurado beso, la cargó sobre su hombro.

—No hay tiempo para vos esta noche, hermosa, al menos no aquí —dijo y le estrujó la cadera mientras se la llevaba.

Era medianoche cuando regresaron a la posada cabalgando muy adelantados al resto del grupo.

Bella pensaba en todo lo que había oído y visto, estimulada a su pesar por el sufrimiento de

Laurent. Se moría de ganas de contar al príncipe Roger o a Richard lo que había oído sobre los extraños jinetes nocturnos y quería preguntarles qué significaba todo aquello.

Pero no tuvo ocasión.

Nada más entrar en el alegre alboroto del bar, el capitán la entregó a los soldados instalados en la mesa más próxima a la puerta. Y antes de que pudiera darse cuenta, se encontró sentada y abierta de piernas sobre el regazo de un encantador y musculoso joven de cabello cobrizo; sus caderas rebotaban sobre una atrayente verga de gran grosor mientras un par de manos friccionaban los pezones desde detrás.

Transcurrían las horas y el capitán mantenía la mirada atenta sobre ella, aunque a menudo participaba en alguna acalorada conversación con sus soldados. Las idas y venidas de los numerosos hombres se sucedían apresuradamente.

Cuando a Bella le entró sueño, el capitán la recogió para llevársela. La subió a lo alto de un tonel situado ,contra la pared, y allí se quedó sentada, con el sexo comprimido contra la áspera madera y las manos atadas por encima de la cabeza. Cuando volvió la cabeza a un lado para dormir, su visión estaba empañada y el gentío brillaba tenuemente a sus pies.

Bella pensó una y otra vez en los fugitivos. ¿Quién era la princesa Lynette que había alcanzado la frontera? ¿La misma alta princesa rubia que años antes había atormentado a su querido príncipe Alexi durante la pequeña demostración circense que realizó para la corte del castillo? ¿Y dónde estaría ahora? ¿Vestida y a salvo en otro reino?

Tendría que envidiarla, pensó, pero no podía. Ni siquiera era capaz de pensar en ello con la suficiente concentración. Su mente regresaba una y otra vez, sin temor ni prejuicio, sin pensar siquiera, a la magnífica imagen del príncipe Laurent montado sobre la cruz, con su imponente torso palpitante bajo los golpes de la correa y las nalgas cabalgando sobre el falo de madera.

Se quedó dormida.

Sí, al parecer, algún momento antes de la mañana había visto a Tristán. Pero debió de ser un sueño. El hermoso Tristán, de rodillas ante la puerta de la posada, estaba observándola. El cabello dorado le caía casi hasta los hombros y sus grandes ojos azul violeta la contemplaban con absoluto cariño.

Tenía muchas ganas de hablar con él y contarle la extraña satisfacción que sentía. Pero luego, la visión de Tristán se desvaneció, tal y como había llegado. Debía de haberlo soñado.

A través de sus sueños le llegó la voz de la señora Lockley que hablaba en voz baja con el capitán.

—Lo siento por esa pobre princesa —dijo— si les que están ahí fuera. Pero tan pronto, casi no puedo creer que se atrevan a intentarlo.

—Lo sé —respondió el capitán—. Pero pueden venir en cualquier momento y caer sobre las granjas y las casas solariegas y largarse antes de que el pueblo se entere. Eso es lo que hicieron hace dos años. Por eso he doblado la guardia, y vigilaremos hasta que la situación esté despejada.

Bella abrió los ojos, pero ellos se habían apartado del tonel y no pudo oírlos.

PROCESIÓN PENITENCIAL

Cuando Bella se despertó ya era última hora de la tarde y estaba sola en la cama del capitán.

Desde la plaza llegaba un sonoro clamor acompañado del lento y estremecedor redoble de un tambor. A pesar de la alarma que provocó en su alma, pensó en las tareas que debía hacer. Se incorporó invadida por el pánico.

Pero el príncipe Roger la calmó de inmediato con un sutil ademán.

—El capitán ha dicho que durmáis hasta tarde —le explicó. Aunque tenía la escoba en la mano, estaba mirando por la ventana.

—¿Qué sucede? —preguntó Bella. Sentía la reverberación del tambor en el pecho. El ritmo ininterrumpido la llenaba de temor. Al comprobar que no había nadie más en la habitación se levantó y se acercó al príncipe Roger.

—Tan sólo se trata del príncipe fugitivo, Laurent —explicó. Rodeó a Bella con el brazo y la acercó a los gruesos cristales de la ventana—. Lo están paseando en carro por el pueblo.

Bella apretó la frente contra el cristal. Abajo, entre la multitudinaria y disgregada muchedumbre de lugareños, vio una enorme carreta de dos ruedas, tirada por esclavos en vez de caballos, con sus embocaduras y arreos, que rodeaba el pozo.

El rostro enrojecido del príncipe Laurent, atado a la cruz con las piernas estiradas y su prominente sexo más endurecido que nunca, alzó la vista y miró fijamente a Bella. La princesa vio aquellos inmensos y al parecer serenos ojos, la boca temblorosa detrás de la gruesa tira de cuero que mantenía la cabeza sujeta a lo alto del madero, y las piernas amarradas, estremecidas por el movimiento irregular de la carreta.

Desde esta nueva perspectiva, la imagen del príncipe maniatado cautivó a la muchacha con más intensidad que la noche anterior. Observó la lenta progresión de la carreta y escrutó la expresión singular del rostro del príncipe, totalmente exenta de pánico. El griterío de la multitud era tan estridente como el de la subasta. Mientras la carreta rodeaba el pozo y reemprendía la marcha en dirección al Signo del León, Bella apreció a la víctima completamente de frente. Dio un respingo al comprobar las erupciones de la piel y las marcas enrojecidas que cubrían la zona interior de las piernas, el pecho y el vientre. Ya había recibido dos palizas más, y le habían prometido otra.

Pero otra visión aún más inquietante captó su atención; uno de los seis esclavos enjaezados a la carreta era Tristán. En ese momento pasaban otra vez justo bajo la posada y no cabía la menor duda de que se trataba de él, con la espesa melena dorada brillando tenuemente al sol y la cabeza estirada hacia atrás por la embocadura que llevaba entre los dientes, mientras marcaba el paso levantando las rodillas. De la hendidura de su atractivo trasero brotaba una cola de caballo de pelo negro, liso y brillante. No hacía falta que nadie le explicara cómo se mantenía en su sitio. Adivinó el falo que le habían introducido.

Bella se cubrió el rostro con las manos pero, entre sus piernas, notó aquella conocida secreción, el primer clarín de los tormentos y éxtasis del día.

—No os aflijáis, tontina —dijo el príncipe Roger—. El príncipe fugitivo se lo merece. Además, el castigo no ha hecho más que empezar. La reina se ha negado a verlo y lo ha sentenciado a cuatro años en el pueblo.

Bella estaba pensando en Tristán. Imaginó su verga dentro de ella y experimentó una fascinación demencial al verlo allí atado, tirando de la carreta y, sobre todo, con aquella pasmosa cola de caballo que colgaba de su ano. La visión la confundió y le provocó un sentimiento de culpa, como si le hubiera traicionado.

—Bien, tal vez eso es lo que deseaba el fugitivo —dijo Bella con un suspiro, refiriéndose a Laurent—. No obstante, anoche se había arrepentido suficientemente.

—O quizás es lo que creía que deseaba —añadió Roger—. Ahora tendrá que sufrir en la plataforma giratoria, luego lo pasearán una vez más por la plaza, para volver a la plataforma giratoria antes de que lo entreguen al capitán.

La procesión seguía dando vueltas alrededor del pozo sin que el tambor dejara de sonar, crispando los nervios de Bella. Otra vez veía a Tristán marchando casi orgulloso a la cabeza del tiro. La visión de sus genitales, los pesos que colgaban de sus pezones y su hermoso rostro levantado por la embocadura de cuero provocó un pequeño torrente de pasión en su interior.

—Normalmente los soldados abren y cierran la marcha —le explicó el príncipe Roger, que volvió a coger la escoba—. Me pregunto dónde estarán hoy.

«Buscando invasores ocultos», pensó ella, aunque no dijo nada. Estaba a solas con Roger y podía preguntarle sobre esas cosas, pero la procesión la había dejado demasiado hechizada.

—Tenéis que bajar al patio y descansar sobre la hierba —le dijo el príncipe.

—¿Otra vez?

—El capitán no os hará trabajar hoy, y por la noche os va a alquilar a Nicolás, el cronista de la rema.

—¡El amo de Tristán! —Exclamó Bella en un susurro—. ¿Ha requerido mi presencia?

—Ha pagado por vos con buenas monedas del reino —añadió Roger, que había reanudado su tarea—. Bajad ahora —le recordó.

Con el corazón desbocado, Bella observó el lento avance de la procesión que tomaba la amplia calleja en dirección al otro extremo del pueblo.

TRISTÁN Y BELLA

Bella no podía esperar a que fuera de noche.

Las horas se le hacían interminables mientras la bañaban, peinaban y embadurnaban completamente con aceites, aunque sin tanto miramiento como en el castillo. Por supuesto, cabía la posibilidad de que no pudiera ver a Tristán aquella noche. ¡Pero iba a ir al lugar donde vivía! No podía dominar su emoción.

Finalmente, llegó la noche.

El príncipe Richard, el «buen chico», pensó Bella con una sonrisa, recibió órdenes de llevarla a casa de Nicolás, el cronista.

El mesón estaba curiosamente vacío aunque, por lo demás, todo parecía normal bajo el cada vez más oscuro crepúsculo. Las luces vacilaban en las pequeñas y bonitas ventanas que se sucedían a lo largo de las estrechas callejuelas. El aire primaveral era fragante y dulce. El príncipe Richard le permitía marchar con cierta lentitud, únicamente le indicaba de vez en cuando que mostrara más brío, pues si no ambos se llevarían una zurra. Él caminaba tras Bella con la correa en la mano, y la azotaba alguna que otra vez.

A través de las bajas ventanas, Bella vio esposas y maridos sentados a las mesas y esclavos desnudos que se levantaban con movimientos apresurados de su posición arrodillada para dejar fuentes o jarras ante sus señores.

Los esclavos amarrados a las paredes gemían mientras se retorcían con inútiles movimientos ascendentes y descendentes.

—Algo ha cambiado —dijo Bella en voz alta cuando entraron en una calle más ancha llena de elegantes casas, casi todas con su esclavo maniatado, colgado de algún puntal de hierro en la fachada.

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