Read El castigo de la Bella Durmiente Online

Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (10 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me llevé las manos a la nuca con la esperanza inútil de que no me atormentara el pene, pero me ordenó ponerme en pie, sin apartar los ojos de mi miembro.

—Separad las piernas; ahora ya debéis de conocer posturas más convincentes —dijo con severidad, aunque hablaba lentamente—. No, más separadas —añadió—— hasta que lo sientan vuestros exquisitos y apretados músculos. Eso está mejor. Ésta es la postura que adoptaréis siempre que os encontréis en mi presencia, con las piernas completamente separadas, casi agachado, aunque no tanto. No lo volveré a repetir. No se consiente repetir órdenes a los esclavos del pueblo. Al primer error, seréis azotado en la plataforma pública.

Estas palabras me provocaron un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo, con una extraña sensación de fatalidad. Sus pálidas manos casi parecían brillar a la luz de las lámparas cuando se acercaron a mi pene. Seguidamente apretó la punta, lo que provocó la aparición de una gota de fluido. Jadeé, sentí el orgasmo a punto de explotar desde mi interior, dispuesto a avanzar por mi órgano hasta salir afuera. Pero, por suerte, soltó el pene para sopesar mis testículos como habían hecho anteriormente los jóvenes.

Sus pequeñas manos los palparon, los masajearon cuidadosamente, moviéndolos adelante y atrás dentro de su bolsa. El parpadeo de las lámparas de aceite parecía dilatarse y empañar mi visión.

—Impecable —dijo a mi señor—. Hermoso.

—Sí, fue lo que pensé yo también —confirmó el amo—. Probablemente lo más escogido del grupo. y el coste no fue tan exageradamente elevado, pues era el primero de la subasta. Creo que si hubiera sido el último el precio se habría doblado. Observad las piernas, su fuerza, y esos hombros.

La mujer levantó ambas manos y me alisó el pelo hacia atrás:

—Oía a la multitud desde aquí —comentó ella—. Estaban como locos. ¿Lo habéis examinado completamente?

Yo intentaba aquietar el pánico que se apoderaba de mí. Al fin y al cabo, había pasado seis meses en el castillo. ¿Por qué me causaban tanto terror esta pequeña habitación y estos dos fríos ciudadanos?

—No, y habría que hacerlo ahora. Habría que medir su ano —dijo el señor.

Me pregunté si percibirían el efecto que estas palabras tenían sobre mí. En aquellos instantes deseé haber poseído otras tantas veces a Bella en el carretón de esclavos, de este modo mi pene sería más controlable, pero la simple idea hizo que mi miembro se congestionara aún más.

Paralizado en esta postura vergonzante, con las piernas tan estiradas, observé impotente que mi amo se dirigía a una de las estanterías y alcanzaba un estuche forrado de piel, que luego dispuso sobre la mesa.

La mujer me dio media vuelta para que me quedara mirando a la mesa de roble. Me bajó las manos y las colocó sobre el borde del escritorio; yo permanecía doblado por la cintura, haciendo un esfuerzo enorme por separar las piernas cuanto podía para que no tuvieran que reprenderme.

—Y sus nalgas apenas están enrojecidas, eso es bueno —dijo la mujer. Noté que sus dedos jugueteaban con mis erupciones y escoceduras. Un dolor desmesurado se desató en mi carne, y un aluvión de luces en mi mente; entonces vi que abrían ante mis ojos el estuche de cuero y sacaban de él dos falos forrados de cuero. Uno era del tamaño del pene de un hombre, diría yo, y el otro algo más grande. El más grande estaba decorado en su base con una larga masa tupida de pelo negro, una cola de caballo, y los dos llevaban incorporada una anilla, una especie de manilla.

Intenté prepararme. Pero mi mente se rebelaba al contemplar aquel espeso y reluciente pelo.

No podían obligarme a llevar una cosa así, que en vez de un esclavo ¡me haría parecer un animal!

La mano de la mujer abrió un frasco de vidrio rojo que había sobre el escritorio, el cual pareció iluminarse por primera vez en el mismo momento en que yo advertí el objeto. Los largos dedos de la dama recogieron una buena cantidad de crema del frasco y seguidamente la mujer desapareció detrás de mí.

Sentí la frialdad de la masa de crema en contacto con mi ano y experimenté la sobrecogedora indefensión que siempre me invadía cuando me tocaban y abrían aquella parte. Con suavidad, no exenta de rapidez y destreza, me aplicó la húmeda sustancia que extendió concienzudamente en el interior de la hendidura, y luego por el interior del ano mientras yo hacía un gran esfuerzo por permanecer en silencio. Sentía la fría mirada observadora de mi señor sobre mí; notaba las faldas de la señora contra mi piel.

La mujer cogió el más pequeño de los dos falos del escritorio y lo deslizó con brusquedad y firmeza dentro de mi cavidad. Yo me estremecí lleno de inquietud.

—Chist... no os pongáis tan tenso —me dijo—. Haced fuerza hacia fuera con las caderas y abríos a mí cuanto podáis. Sí, mucho mejor. No me digáis que nunca os midieron ni os montaron sobre un falo en el castillo

Me saltaron las lágrimas. Unos violentos temblores se apoderaron de mis piernas al sentir cómo se deslizaba el falo hacia dentro, con un tamaño y fuerza insoportables, y mi ano se contraía con espasmos. Era como si para mí no hubiera existido otro tiempo, no obstante cada época anterior había sido tan extenuante y mortificadora como ésta.

—Es casi virginal—dijo—, casi un niño. A ver qué os parece esto —y con la mano izquierda me levantó el pecho hasta que me quedé otra vez de pie con las manos en la nuca, las piernas temblorosas y el falo impelido hacia arriba dentro de mi ano, con su mano sujetándolo.

Mi señor fue a colocarse detrás de mí y percibí cómo meneaba el falo hacia delante y atrás. Sentí cómo se agitaba en mí aun cuando él ya lo había dejado. Me sentía atiborrado, empalado. y mi ano parecía una temblorosa boca excitada alrededor de aquel artilugio.

—¿A qué vienen todas estas dulces lágrimas? —la señora se acercó más a mi cara y la levantó con su mano izquierda—. ¿Nunca antes os habían tomado las medidas? —preguntó—. Hoy mismo encargaremos toda una colección para vos, con gran variedad de adornos y arneses. Serán raras las ocasiones en las que dejemos vuestro ano destaponado. y ahora, mantened las piernas separadas.

—Ya mi amo le dijo—: Nicolás, pasadme el otro.

Con un repentino grito sofocado protesté lo mejor que podía en aquella situación. No soportaba la visión de aquella espesa masa negra de la cola de caballo. No obstante, la miré fijamente mientras la levantaban. La mujer se limitó a reírse suavemente y acariciarme otra vez la cara.

—Calma, calma —dijo con sinceridad. El falo más pequeño salió suavemente y con una rapidez asombrosa, dejando mi ano sin nada a lo que aferrarse, con una peculiar sensación que me provocó nuevos escalofríos.

La señora me estaba aplicando más cantidad de aquella crema estremecedora, la extendía frotándola, esta vez más profundamente, obligándome con sus dedos a abrirme, mientras con la mano izquierda seguía manteniendo mi cara levantada.

En mi visión, la habitación se reducía a una combinación de luz y color. No distinguía a mi amo, que estaba a mi espalda. y entonces sentí el falo de mayor tamaño que me abría a la fuerza provocando un quejido. Pero, una vez más, ella me dijo:

—Empujad hacia atrás las caderas, abríos más. Abríos...

Quería gritar «no puedo», pero sentí cómo manipulaban hacia delante y atrás aquel instrumento que me estiraba y, finalmente, se deslizaba hacia dentro, haciendo que mi ano pareciera enorme y palpitante alrededor de este objeto descomunal que entonces se me antojaba tres veces más grande que lo que había visto antes con mis propios ojos en el estuche.

Pero no se trataba de un dolor agudo; era la intensidad de la sensibilidad lo que se expandía y me dejaba indefenso. El grueso y hormigueante pelo que al parecer levantaban y dejaban caer en contacto con mis nalgas me rozaba con una suavidad casi enloquecedora. No podía ni imaginármelo. Al parecer, la mujer sostenía la anilla y movía aquella verga gigante, empujándola hacia arriba para que yo me pusiera de puntillas con dificultad, mientras ella decía:

—Sí, excelente.

Ésas eran las suaves palabras de aprobación.

Noté que el nudo que bloqueaba mi garganta cedía, y que el calor se expandía por mi rostro y mi pecho. Tenía las nalgas hinchadas. Me sentí impelido hacia delante por aquella cosa, aunque yo seguía quieto, con el suave contacto hormigueante de la cola de caballo que me mortificaba de forma absoluta.

—Ambos tamaños —dijo—. Emplearemos los menores con más frecuencia como avíos habituales y los de mayor tamaño cuando lo consideremos necesario.

—Muy bien —dijo mi amo—. Los encargaré esta misma tarde.

Pero la mujer no retiraba el instrumento mayor y me examinaba el rostro con suma atención.

Observé la luz parpadeante reflejada en sus ojos y me tragué en silencio un sollozo contenido en mi garganta.

—Ahora ya es hora de que nos traslademos a la granja —dijo mi amo, con palabras que parecían dirigirse a mí—. Ya he ordenado que traigan el coche con un arnés libre para éste. Dejaremos metido el falo grande por el momento, será bueno para nuestro joven príncipe que se adapte convenientemente a las guarniciones.

No me dieron más que un par de segundos para reflexionar sobre todo esto. Inmediatamente, el amo había cogido la anilla del falo con su firme mano y me empujaba hacia delante ordenándome:

—Marchad.

El pelo de la cola de caballo me rozaba e importunaba la parte posterior de mis rodillas. El falo parecía moverse en mí como si tuviera vida propia, perforándome y empujándome hacia delante.

UN ESPLÉNDIDO CARRUAJE

Tristán:

«No —pensé—. No pueden sacarme a la calle disfrazado con estos adornos propios de una bestia. Por favor...» Pero de cualquier modo me apresuraron a recorrer un pequeño pasillo que daba a una puerta trasera por la que salí a una amplia calzada pavimentada, limitada al otro lado por las altas murallas de piedra del pueblo.

Era una vía mucho más grande y transitada que la que habíamos seguido para llegar hasta la casa, bordeada por altos árboles, por encima de los cuales vi a los guardias que caminaban ociosamente sobre las almenas. Inmediatamente pude observar ante mí la imagen escalofriante de los carruajes y carretas del mercado que circulaban matraqueantes tirados por esclavos, no por caballos. Los carruajes grandes llevaban hasta ocho o diez cautivos enjaezados, y de tanto en tanto pasaba una pequeña carroza impelida únicamente por dos parejas de esclavos, e incluso pequeñas carretas del mercado sin conductor que eran tiradas por un solitario cautivo, con el amo caminando a su lado.

Pero antes de que pudiera sobreponerme a la impresión, e incluso antes de que percibiera cómo maltrataban a los esclavos, vi el coche de cuero de mi señor ante mí, y cinco esclavos, cuatro de ellos emparejados, con botas ajustadas, bien enjaezados, con embocaduras que tiraban de sus cabezas hacia atrás y las nalgas desnudas adornadas

con colas de caballo. El carruaje era descubierto, con dos asientos tapizados en terciopelo. Mi amo brindó su mano a la señora para que se apoyara al subir a ocupar su asiento, mientras un joven elegantemente vestido me empujaba hacia delante para completar la tercera y última pareja del tiro, la que quedaba más próxima al vehículo.

«No, por favor —me dije como mil veces antes lo había hecho en el castillo—, no, os lo ruego...» Pero estaba convencido de que mi muda plegaria no sería oída. Estaba en poder de unos lugareños que volvían a colocarme la gruesa y larga embocadura, que tiraba firmemente hacia atrás de mi boca, con las riendas apoyadas sobre mis hombros. El grueso falo se afianzó en mi interior empujado una vez más hacia dentro, y sentí que me ponían un arnés de elaborada factura con finas correas que bajaban hasta una banda que me rodeaba las caderas y que al instante engancharon firmemente a la anilla del falo. Así era imposible expulsar aquella cosa. De hecho, estaba fuertemente apretada hacia dentro y atada a mí. Sentí un violento tirón, que casi me hizo perder el equilibrio, cuando sujetaron otro par de riendas a este mismo gancho, para dárselas a los que viajaban detrás, que ahora controlaban a la vez la embocadura y el falo desde su puesto de guía.

Al mirar hacia delante vi que todos los esclavos estaban amarrados como yo, y que también eran príncipes. Las largas riendas que los maniobraban pasaban junto a mis muslos o sobre mis hombros. Ante mí, unas ajustadas anillas de cuero servían ingeniosamente para mantenerlos juntos, y probablemente se emplearían también a mi espalda. Pero entonces sentí que me doblaban los brazos hacia atrás y los ataban con fuertes y crueles tirones. Unas manos rudas, enguantadas, me engancharon diestramente unos pequeños pesos de cuero en los pezones, dándoles unos golpecitos para comprobar que colgaban firmemente. Eran como lágrimas de cuero, y por lo visto no tenían otro propósito que hacer que la degradación inexpresable del conjunto, tiro y carruaje, fuera aún más desgarradora.

Con la misma eficacia silenciosa, me ajustaron unas fuertes botas con herraduras, como las utilizadas en el castillo para las devastadoras carreras del sendero para caballos. El cuero me pareció frío en contacto con mis pantorrillas, y las herraduras me resultaron más pesadas.

Pero ninguna de las frenéticas carreras por el sendero, guiado por la pala de un jinete a caballo, había sido tan degradante como verme atado junto a estos otros corceles humanos. Cuando comprendí que habían concluido los preparativos y estaba arreglado como los otros esclavos de tiro y los que veía trotando por la concurrida calzada, un tirón elevó mi cabeza hacia arriba y sentí dos hirientes sacudidas de las riendas que hicieron que todo el tiro se pusiera en movimiento.

Por el rabillo del ojo vi al esclavo situado a mi lado levantando las rodillas con el habitual paso marcado para marchar, así que lo imité, con el arnés tirando del falo encajado en mi ano al tiempo que el amo gritaba:

—Más rápido, Tristán, hacedlo mejor. Recordad la forma de marchar que os he enseñado —un grueso látigo alcanzó con un fuerte chasquido las ronchas de mis muslos y nalgas, mientras yo echaba a correr ciegamente junto a los otros.

No podíamos estar avanzando muy rápido pero a mí me parecía que íbamos a toda velocidad. Por delante divisaba el infinito cielo azul, los baluartes, los guías y ocupantes instalados en lo alto de los carruajes con los que nos cruzábamos. De nuevo tuve aquella horripilante percepción de la realidad, de que éramos auténticos esclavos desnudos, nada de juguetes reales. Nos habíamos convertido en la parte más vulnerable y gimiente de aquel lugar tan vasto, fatídico y sobrecogedor, que hacía que el castillo pareciera un preparado monstruoso.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Trial by Fury by K.G. MacGregor
The River Killers by Bruce Burrows
Bliss by Shay Mitchell
A Chance Encounter by McKenna, Lindsay
Feuds by Avery Hastings
Out to Canaan by Jan Karon
Wired for Love by Stan Tatkin
Dream Smashers by Angela Carlie