Read El castigo de la Bella Durmiente Online

Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (21 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
2.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Una noche, en el local—prosiguió el príncipe—, recuerdo que el público pagó para que me azotaran tres veces, además de la zurra que había ordenado mi señora. Pensaba que no tendría que soportar una cuarta paliza, que sería demasiado.

Yo estaba sollozando y aún había una buena hilera de esclavos esperando su turno. Pero aquella mano se acercó otra vez con el lubrificante para frotar mis erupciones y arañazos y palmotearme la verga. De pronto, me encontré de nuevo cabalgando sobre aquella rodilla, ofreciendo un espectáculo aún mejor que los anteriores. Y, a diferencia de la plataforma pública, el saco de dinero para llevar a casa no os lo ponen en la boca sino que te lo introducen en el ano, perfectamente metido, con las cintas de cierre colgando por fuera. Aquella noche, tras las palizas, me obligaron a recorrer toda la taberna y pasar por cada una de las mesas para recaudar la propina, unas adicionales monedas de cobre que también me metieron a la fuerza en el ano hasta que estuve tan embutido como un pavo relleno listo para ser asado. La señora Lockley estuvo encantada con el dinero que gané.

Pero yo tenía las nalgas tan escocidas que cuando las tocó con los dedos me puse a gritar como un loco. Pensé que mostraría alguna compasión por mí, al menos por mi verga, pero no, la señora Lockley no es así. Aquella noche me entregó a los soldados, como siempre. Tuve que sentarme sobre innumerables regazos fastidiosos, con las posaderas irritadas. Me tocaron y atormentaron el miembro y lo palmotearon no sé cuantas veces antes de permitirme finalmente hundirlo en una ardiente princesita, e incluso en ese momento continuaron azotándome con un cinto para incitarme. Cuando me corrí, tampoco cesaron los golpes sino que continuaron igual que antes. La señora dijo que tenía una piel muy elástica, que muchos esclavos no hubieran podido aguantarlo, y desde entonces siempre se ha encargado de que reciba el máximo de azotes, como prometió hacer.

Bella estaba demasiado asombrada para decir palabra.

—¿Y a mí también me enviarán allí? —murmuró finalmente.

—Oh, desde luego. Al menos nos mandan para allá dos veces por semana, a todos nosotros.

Está muy cerca, callejuela arriba. Nos envían solos. Por algún motivo, eso siempre parece una de

las partes más terribles del castigo. Pero cuando llegue el momento, no tengáis miedo. Recordad simplemente que si regresáis con un saquito de monedas en el trasero, haréis muy feliz a nuestra ama.

Bella apoyó la mejilla sobre la refrescante hierba. «No quiero regresar jamás al castillo —pensó—. No me importa lo duro que sea esto, ni lo aterrador que llegue a ser.» Miró al príncipe Richard.

—¿En alguna ocasión habéis pensado en escaparos? —quiso saber—. Me pregunto si los príncipes no piensan en eso.

—No.—se rió—. Fue una princesa quien se escapó anoche, por cierto. y os diré un secreto. Aún no la han encontrado, pero no quieren que nadie se entere. Ahora volved a dormir. Esta noche el capitán estará de un humor terrible si no la han capturado para entonces. No pensaréis vos en escaparos, ¿no?

—No —Bella sacudió la cabeza.

El príncipe se volvió hacia la puerta de la posada.

—Creo que ya llegan. Volved a dormir si podéis. Nos queda una hora más o menos.

TIENDAS PÚBLICAS

Tristán:

Cuando empezó a anochecer, volví a convertirme en un corcel. Me sentía seguro con mis arreos y pensaba casi sardónicamente en la turbación de la noche anterior cuando la cola y la embocadura fueron testigos de humillaciones tan impensables. Llegamos a la casa solariega antes de oscurecer y, una vez en el interior, me escogieron para que hiciera de escabel para mi amo durante horas, agachado debajo de la mesa del comedor.

La conversación entre los comensales se prolongó largo rato. Allí había más gente, ricos granjeros y comerciantes de la ciudad que hablaban de las cosechas, el clima, el precio de los esclavos, y del hecho innegable de que el pueblo necesitaba más, no sólo los excelentes, preciosos ya menudo temperamentales siervos del castillo. Hacían falta tributos inferiores, esclavos corpulentos, hijos e hijas de nobles poco poderosos de territorios insignificantes, vasallos de su majestad a los que ella no necesitara ver. De vez en cuando esclavos como éstos llegaban directamente a la subasta del mercado. Entonces, ¿por qué razón no podía haber más?

Mi señor se mantuvo silencioso la mayor parte del tiempo. Comencé a vivir y respirar a la espera del sonido de su voz. y al oír esta última sugerencia de uno de los presentes, preguntó secamente:

—¿Y quién estaría dispuesto a pedir eso a su majestad?

Yo escuchaba cada palabra, entresacaba significados, no tanto conocimientos que antes ignoraba sino una percepción acrecentada de mi humilde condición. Les oí contar historias sobre esclavos desobedientes, castigos, acontecimientos ordinarios que para ellos eran graciosos. Era como si ninguno de los esclavos que servían la mesa o hacían de escabeles, como yo mismo, tuviera oídos o juicio, ni que hiciera falta dedicarles la menor consideración.

Finalmente, llegó la hora de retirarse.

Con el pene a punto de reventar, ocupé mi lugar en el tiro para llevar el carruaje de regreso a la

casa del pueblo. Al reunirme con los otros corceles me pregunté si habrían sido satisfechos como era habitual en la cuadra.

Cuando llegamos al pueblo despidieron a los demás caballos humanos y mi ama comenzó a fustigarme durante el corto trayecto que nos separaba del lugar de castigo público, que recorrí descalzo en la oscuridad.

Empecé a llorar, agotado y desesperado, tanto por el esfuerzo del día como por la necesidad anhelante que atormentaba mi pelvis. Mi señora manejaba la correa con más vigor que mi dueño. Me fastidiaba cruelmente darme cuenta de que era ella quien venía detrás de mí, con su precioso vestido, y que su manita era la que me guiaba. El día parecía infinitamente más largo que el anterior y cualquier impresión previa que me hubiera hecho creer que era capaz de acoger con beneplácito la plataforma pública se evaporó. Sentí un temor irrefrenable, un miedo peor que el de la noche pasada. Entonces sabía lo que era ser azotado allí arriba. El cariño demostrado por el amo después de la dura prueba parecía un absurdo arranque de fantasía.

Pero aquella noche no me tocaba sufrir ni el concurrido mayo ni la tan brillantemente iluminada plataforma giratoria.

Fui conducido a través de la multitud que circulaba por doquier y me metieron en una de las pequeñas tiendas situada detrás de las picotas. Mi señora pagó diez peniques en la entrada ya continuación me arrastró tras ella hasta las sombras del interior.

Allí, una princesa desnuda, con largas y relucientes trenzas de color cobre, estaba acuclillada sobre una banqueta, con las rodillas muy separadas, los tobillos atados y las manos amarradas al poste de la tienda por encima de ella. Al oírnos entrar, agitó las caderas desesperadamente, pero tenía los ojos tapados con una venda de seda roja.

Cuando vi el suave, dulce y húmedo sexo que relucía con la luz de las antorchas de la plaza, pensé que no sería capaz de controlarme más.

Incliné la cabeza preguntándome qué tormento conocería entonces, pero mi señora me dijo con suma dulzura que me levantara.

—He pagado diez peniques para que la poseas, Tristán —dijo.

Apenas podía creer lo que oía. Me volví para besarle los zapatos, pero ella se limitó a reírse y a repetirme que me pusiera en pie y gozara de la muchacha como prefiriera.

Procedí a obedecer pero de repente me detuve con la cabeza aún inclinada frente al ávido sexo femenino que estaba delante de mí. Me percaté de que mi señora permanecía muy cerca observando, y que incluso me acariciaba el pelo. Comprendí que iba a ser observado, aún más, estudiado.

Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo, y cuando me resigné a ello, un nuevo ingrediente potenció mi excitación. Mi verga se oscurecía como nunca y fluctuaba rápidamente como si intentara tirar de mí hacia delante.

—Lentamente, si lo deseáis —dijo mi señora— Es suficientemente bonita como para jugar con ella un rato.

Asentí. La princesa tenía una boca exquisita de rojos labios temblorosos que soltaban grititos, sofocados por la aprensión y la expectación. Sólo Bella, arrodillada en su lugar allí en la tienda, la hubiera superado.

Besé a la princesa casi con violencia y mis manos se aferraron a sus voluminosos pechos, masajeándolos y haciéndolos botar. La muchacha se sumió en un paroxismo de anhelo. Chupó mi boca con sus labios, su cuerpo se tensó hacia delante y yo bajé la cabeza para lamer sus pechos, primero uno y luego otro, mientras ella gritaba y balanceaba las caderas desenfrenadamente. Parecía excesivo esperar más a penetrarla.

Sin embargo, le di la vuelta, recorrí sus primorosas nalgas con mis manos y al pellizcar sus ronchas, verdaderamente pequeñas, soltó un encantador gemido de invitación y arqueó la espalda para enseñarme desde detrás su tierno sexo enrojecido, forzando la cuerda que sostenía con sus manos por encima del cuerpo.

Así era como quería poseerla, desde detrás, perforando su vagina hacia arriba, levantándola. Cuando la penetré, su apretado sexo pareció casi demasiado pequeño. Soltó fuertes gritos sofocados mientras yo me abría camino con fuerza a través de sus ardientes y húmedas profundidades.

Sus gritos sonaban desesperados. La penetraba adecuadamente, aunque mi verga no tocaba su pequeño clítoris. Yo lo sabía, pero no tenía intención de decepcionarla. Estiré la mano por debajo de su cuerpo y encontré aquel pequeño nódulo bajo el capuchón de piel húmeda. Separé los rollizos labios con cierta rudeza y cuando pellizqué el clítoris soltó un penetrante grito de agradecimiento, sin dejar de balancear hacia atrás sus delicadas nalguitas, apretándolas contra mí.

Mi señora se acercó un poco más. Su amplia falda de vuelo rozó mi pierna y luego noté su mano debajo de mi barbilla. Sentí una intensa agonía al percatarme de que me observaba e iba a ver mi rostro enrojecido en el momento del clímax.

Pero era mi sino. Justo en medio del placer, se apoderó de mí un intenso alborozo. Al sentir la mano de mi ama en las nalgas, embestí contra la joven princesa aún con más fuerza, bajo su atenta mirada, y acaricié el húmedo clítoris con una presión y ritmo impetuosos.

Mi miembro explotó y con los dientes apretados y el rostro al rojo vivo mis caderas continuaron fluctuando irremediablemente. El éxtasis arrancó un gruñido largo y grave de mi pecho. La Señora sostenía mi cabeza en sus manos, y mi respiración surgía con fuertes jadeos de alivio, mientras la princesa gritaba con el mismo delirio.

Me incliné hacia delante para abrazar aquel cuerpo menudo y cálido y apoyé la cabeza contra la suya, volviéndome para mirar a mi señora. Entonces sentí sus dedos tranquilizadores sobre mi cabello, y su mirada fija en mí. Tenía una expresión extraña, reflexiva, casi penetrante, con la cabeza un poco ladeada, con gesto meditativo, como si ponderara alguna conclusión. Posó su mano sobre mi hombro para hacerme saber que debía permanecer quieto, abrazando a la princesa, y me azotó las nalgas con el cinto mientras yo continuaba mirándola. Cerré los ojos pero el sufrimiento que me provocó la correa hizo que volviera a abrirlos de inmediato. Entre nosotros se produjo un momento de extraña intensidad.

Yo no podía hablar pero, si acaso decía algo en silencio, mis palabras eran: «Sois mi señora, mi propietaria. y no apartaré la vista hasta que me lo ordenéis. Contemplaré lo que sois y lo que hacéis.» Ella pareció oírlo y quedó fascinada.

Dio unos pasos hacia atrás y me permitió permanecer echado el suficiente rato para recuperar las fuerzas. Besé el cuello de la joven princesa.

Luego, vacilante, me arrodillé para besar los pies de mi señora y el extremo de la correa que colgaba de su mano.

La princesa no había sido suficiente para mí.

Mi pene volvía a ponerse erecto. Podría haber poseído a todos los esclavos que ofrecían su sexo en cada una de las tiendas. En un instante de desesperación tuve la tentación de besar otra vez los zapatos de mi señora y agitar las caderas para comunicárselo. Pero la completa vulgaridad del gesto me sobrepasaba, y ella tal vez se hubiera limitado a reírse ya fustigarme otra vez. No, tenía que esperar a que mi ama manifestara su deseo. Me parecía que en aquellos dos días aún no había fallado, fallado de verdad, en nada. y no tenía ninguna intención de fallar tampoco en este momento.

Mi señora me mandó salir a la plaza con las habituales caricias de la correa. Su encantadora y menuda mano me indicó que me dirigiera a los puestos de aseo.

Mientras nos acercábamos, eché una ojeada en dirección a la plataforma pública, medio asustado por si este gesto daba alguna idea a mi ama, pero incapaz de dejar de mirar. La víctima era una princesa de piel aceitunada a la que no conocía, cuyo pelo negro estaba amontonado en lo alto de la cabeza y su largo cuerpo, de volúmenes sensuales y libre de grilletes, no paraba de brincar bajo la crepitante pala. Tenía un aspecto espléndido: los oscuros ojos entrecerrados y humedecidos, y la boca abierta incapaz de contener los gritos. Pare— da absolutamente entregada. La multitud bailaba y daba alaridos, alentándola a seguir. Antes de que llegáramos al puesto de aseo, vi cómo arrojaban una lluvia de monedas sobre la princesa, igual que a mí la noche anterior.

Mientras me lavaban, le tocó el turno a uno de los esclavos más apuestos que jamás hubiera visto, el príncipe Dimitri, del castillo. Las mejillas me ardieron de vergüenza ajena al verlo atado por las rodillas y el cuello, con las manos ligadas a la espalda, mientras la multitud se mofaba de él. El príncipe sollozaba tras la mordaza de cuero, azuzado por la pala.

Pero mi ama me había descubierto mirando a la plataforma giratoria y yo bajé la vista y sentí una punzada de pánico.

Así la mantuve mientras emprendía la marcha de regreso a casa a lo largo de la calzada posterior que llevaba hasta la mansión.

«Seguro que me tocará dormir en algún sombrío rincón de la casa —pensé—, atado y quizás incluso amordazado. Es tarde, tengo el pene tieso como una vara de hierro y lo más probable es que mi señor esté dormido.»

Pero mi ama me instaba a continuar por el pasillo. Vi luz debajo de la puerta. Llamó y me miró sonriente:

—Adiós, Tristán —susurró, y antes de dejarme allí jugueteó un instante con un pequeño mechón de mi cabello.

LAS INCLINACIONES DE LA SEÑORA LOCKLEY
BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
2.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Slice of Pi 2 by Elia Winters
Figure 8 by Elle McKenzie
Mated to War by Emma Anderson
The Summer Hideaway by Susan Wiggs
The Curious Rogue by Joan Vincent
A Bone From a Dry Sea by Peter Dickinson
Injustice for All by J. A. Jance