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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (24 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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La temprana carrera descalzo por el pueblo me había enseñado que uno puede sentir orgullo por trotar enjaezado de ese modo, en vez del otro. y quería satisfaceros. Me complací en satisfaceros.

Apuré la copa y la bajé. Me sirvió más vino, y volvió a dejar la botella sobre la mesilla sin apartar la vista.

Experimenté una sensación de caída libre. Me estaba abriendo con mis propias confesiones como antes me habían abierto los falos.

—Pero quizás ésa no sea toda la verdad —seguí confesando, mirándolo con atención—. Aunque no hubiera dado ese paseo descalzo por el pueblo, seguramente me habrían gustado de todos modos las guarniciones del tiro. y tal vez, a pesar de todo el dolor y miseria del paseo descalzo por el pueblo, me gustó porque vos me conducíais y vos me observabais. Sentí lástima por los esclavos que encontré a mi paso, a los que nadie parecía mirar.

—En el pueblo siempre hay alguien mirando —repuso él—. Si os amarro a una pared en la calle, y lo haré, siempre habrá quienes adviertan vuestra presencia. Los rufianes del pueblo vendrán a atormentaros otra vez, agradecidos de encontrar un esclavo desatendido al que poder torturar sin pagar por ello. Os azotarán y en menos de media hora os dejarán en carne viva. Cuando un esclavo se queda solo siempre se entera alguien, y viene a castigarlo. Y, como habéis dicho, es una forma de ruin encanto. Para un esclavo bien adaptado, la más ordinaria fregona o el más miserable deshollinador pueden tener un encanto demoledor si se dejan absorber por la disciplina.

«Absorber», repetí en mi mente. La palabra era perfecta.

Se me empañó la vista. Empecé a subir de nuevo la mano para protegerme la cara pero al darme cuenta la bajé.

—Así que lo necesitabais —dijo él—. Necesitabais estar bien enjaezado, con la embocadura y las herraduras, y arreado con firmeza.

Hice un gesto de asentimiento. Tenía la voz tan velada que no podía hablar.

—¿Y queríais complacerme? —dijo—. ¿Por qué?

—¡No lo sé!

—¡Sí lo sabéis!

—Porque... sois mi señor, mi dueño. Sois mi única esperanza.

—¿Esperanza de qué? ¿De recibir el máximo castigo?

—No lo sé.

—¡Sí lo sabéis!

—Mi única esperanza de un amor profundo, de entregarme perdidamente a alguien, no simplemente de perderme en todas esas batallas por romper mi resistencia y rehacerme, sino de perderme ante alguien de una crueldad sublime, de una excelencia sublime a la hora de imponerse. Alguien que, de algún modo, sea capaz de ver, entre el fuego vivo de mi sufrimiento, la profundidad de la sumisión, y de amarme también. —Era admitir demasiado. Me detuve, abrumado y seguro de no poder seguir hablando.

Pero continué, lentamente.

—Podría haber amado a muchos amos y señoras, quizá, pero vos estáis dotado de una belleza misteriosa que me debilita y me cautiva. Ilumináis los castigos. No..., no lo entiendo.

—¿Qué sentisteis cuando os percatasteis de que os encontrabais en la fila de la plataforma giratoria, ¿cuando me implorasteis con todos aquellos besos en las botas y la multitud se rió de vos ? Aquellas palabras me hirieron. Aquello también era demasiado real para recordarlo. Tragué con fuerza.

—Sentí pánico. Lloré, por ser castigado tan pronto y de esa manera después de haberme esforzado con tanto esmero. Pensé que no podía ser castigado para espectáculo de una multitud de gente vulgar; y vaya multitud, todos estaban allí para presidir mi penitencia. Cuando me recriminasteis por suplicar, sentí... sentí tal vergüenza que creí que no podría superarlo. Recordaba que no había hecho nada para recibir ese castigo. Me lo había ganado por el hecho de estar aquí, por ser lo que soy. Luego sentí remordimientos por haberos implorado. No volveré a hacerlo. Lo juro.

—¿Y después? —preguntó él—. ¿Cuando os llevaron sobre el estrado y os subieron a la plataforma sin grilletes? ¿Aprendisteis algo de aquello?

—Sí, muchísimo —solté otra risita grave y ronca, no más de una sílaba—. Fue devastador. Primero, cuando dijisteis al guardia que no utilizara grilletes conmigo, experimenté ese miedo terrible a perder el control.

—Pero ¿por qué? ¿Qué habría sucedido si hubierais forcejeado?

—Que me habrían atado a la plataforma. Esta noche he visto a un esclavo atado de ese modo.

Anoche, sencillamente, asumí que sucedería de ese modo, y hubiera opuesto resistencia con todo mi cuerpo, igual que el príncipe de esta noche, debatiéndome salvajemente, despedazado por el terror, inundado y luego vaciado por el pánico.

Hice una pausa. Era absorbente, sí, me había sumergido en ello.

—Pero permanecí quieto —dije—. y cuando me di cuenta ya no intentaba zafarme bajo los golpes. Me liberé de toda tensión. Experimenté ese alborozo tan singular. Me ofrecían a la muchedumbre y yo me sometía a ello. Acumulé en mí todo el frenesí de la multitud, y la multitud aumentaba el castigo con su disfrute. Yo pertenecía a la multitud, a cientos y cientos de amos y señoras.

Me rendía a su lascivia. No retenía nada, no me resistía en absoluto.

Me detuve. Él asentía lentamente con la cabeza, sin hablar. El calor pulsaba silenciosamente en mis sienes. Tragué el vino pensando en mis propias palabras.

—Fue igual, en pequeña escala —continué—, cuando el capitán me azotó. Él me castigaba por haber fallado después de su adiestramiento. Pero también me estaba poniendo a prueba, para ver si estaba diciendo la verdad en lo referente a Stefan, para confirmar si lo que necesitaba era subyugación. Intentaba desenmascararme. En realidad, decía: « yo os voy a enseñar, ya veremos si podéis soportarlo.» y yo me ofrecí a su fusta, o al menos eso pareció. Nunca pensé, ni en el campamento ni siquiera en el castillo, bajo la mirada de los nobles y las damas, que podría danzar de ese modo bajo el látigo de un soldado en una plaza de pueblo llena de viandantes, a plena luz del día. Los soldados disciplinaron mi pene, me adiestraron, pero nunca lograron eso de mí. Pese a que me aterroriza lo que queda por venir y temo incluso los arneses de corcel, ahora siento que me entrego a todos los castigos en vez de intentar vencerlos con orgullo como en el castillo. Estoy volviendo mi interior hacia fuera. Pertenezco al capitán, ya vos, a todos los que observáis. Me estoy convirtiendo en mis castigos.

El se movió silenciosamente hacia mí, cogió la copa y la dejó a un lado. Luego me tomó entre sus brazos y me besó.

Abrí la boca ampliamente y respondí con avidez, pero él me puso de rodillas y se inclinó para llevar su boca a mi pene y envolverme las nalgas con los brazos. Lamió toda la longitud de mi miembro de un modo casi salvaje, cubriéndolo con la ardorosa presión húmeda de su lengua, mientras con los dedos me separaba las nalgas y me abría el ano. Su cabeza continuaba moviéndose adelante y atrás, absorbía toda mi verga, los labios se apretaban en torno a ella y luego la soltaban para rodear la punta con la lengua. Después reanudó los rápidos y casi enloquecidos lametazos, mientras sus dedos dilataban completamente mi ano. Por un momento se me aclaró la mente y susurré:

—No puedo contenerme.

Pero cuando él siguió todavía con más fuerza, con lametones más violentos, sujeté firmemente con ambas manos su cabeza y vertí el potente chorro en él.

Aquella succión que parecía querer vaciarme me hizo gritar con ritmo entrecortado, a ráfagas.

Cuando ya no pude aguantar más e intenté liberarme suavemente de su cabeza, él se incorporó y me echó boca abajo sobre la cama, levantó y separó mis muslos de un empujón y me aplastó contra las sábanas con las palma de la mano sobre el trasero, para echarse después sobre mi e introducirme el pene con fuerza. Debajo de él, yo parecía una rana. Los músculos de mis muslos ardieron con aquel delicioso dolor. Su peso me comprimía contra la cama. Su boca se abría ligeramente sobre mi nuca. Luego engancho mis rodillas retorcidas con sus manos para forzarlas a elevarse aún más.

Mi verga, exhausta, palpitaba doblada bajo mi cuerpo.

Mis nalgas se agitaban con ligeras convulsiones y la tensión me hacía gemir. Pero su miembro, que estaba atravesando mi trasero completamente abierto, parecía un instrumento inhumano. Me agrandaba, se apropiaba de mi núcleo, me vaciaba.

Eyaculé de nuevo con una serie de chorros repentinos. Era incapaz de permanecer pegado a la cama. Continué brincando debajo de él, y él me penetró aún más, hasta que soltó ruidosamente el gemido grave del clímax.

Me quedé tumbado jadeando, sin atreverme a destrabar mis piernas dobladas y aplastadas. Luego noté que él me bajaba las rodillas y se echaba a mi lado. Me obligó a volverme de cara a él y en ese intenso y exaltado momento de agotamiento, comenzó a besarme.

Intenté desprenderme de la languidez del sueño. Mi verga suplicaba un momento de respiro, pero él había acercado de nuevo su mano a mi pelvis. Me estaba levantando, me obligaba a arrodillarme, y dirigía mis manos hasta un mango de madera que había encima de nuestras cabezas colgado del techo artesonado de la cama. Mientras tanto, palmoteaba mi miembro con las manos y se sentaba con las piernas cruzadas ante mí.

Observé cómo mi pene se congestionaba por los golpes, con un placer cada vez más lento, pleno y atroz. Gemí en voz alta y, sin poder dominarme, me retorcí para escapar. Pero él tiró de mí hacia delante, me envolvió los testículos con la mano izquierda, pegándolos a mi verga y, con la otra mano, continuó con los crueles cachetes.

Mi cuerpo estaba en el caballete de torturas. y también mi mente. En ese instante me di cuenta, mientras él me pellizcaba la punta del miembro, de que tenía la intención de conseguirlo una vez más, aunque tuviera que utilizar todas las tretas que fueran necesarias. La pellizcó, la acarició con sus dedos envolventes y luego la chupó con la lengua, dejándome completamente frenético. Tomó el lubrificante del tarro que había usado la noche anterior y se embadurnó la mano derecha. Acercó los dedos a mi verga y la apretó como si fuera a acabar con ella. Yo gruñía con los dientes apretados, balanceaba las caderas y, luego, una vez más, mi pene descargó hacia delante, con violentos y repetidos chorros. Me quedé colgado del mango de madera, ofuscado y verdaderamente vacío.

Aún había una vela encendida.

Al abrir los ojos, no supe cuánto tiempo había pasado. Pero debía de ser temprano. Los carruajes aún rodaban por la calzada al otro lado de la ventana.

Caí en la cuenta de que mi amo ya se había vestido y andaba de un lado a otro con las manos entrelazadas detrás de la espalda y el pelo enmarañado. Llevaba el jubón de terciopelo azul y la camisa blanca de lino, de largas mangas abombadas, ambos desabrochados. De tanto en tanto giraba sobre sus talones, se detenía bruscamente, se mesaba el pelo y luego continuaba recorriendo la habitación a paso regular.

Cuando me incorporé sobre el codo, temiendo que me ordenara marcharme, indicó con un gesto la copa y dijo:

—Podéis beber si os apetece.

Levanté la copa de inmediato y me recosté contra el artesonado de la cama, observándole.

Mi señor continuaba recorriendo el cuarto de un lado a otro, luego se volvió y, con la mirada fija en mí, dijo:

—¡Estoy enamorado de vos! —Se acercó un poco más para escudriñar mi mirada—. ¡Enamorado de vos! No simplemente por el placer de castigaros, que por supuesto es lo que voy a seguir haciendo, o por vuestro servilismo, que adoro y deseo vehementemente, también. Estoy enamorado de vos, de vuestra alma secreta, que es tan vulnerable como vuestra carne enrojecida por la correa, y de toda la fuerza que acumuláis bajo nuestro ejercicio conjunto del poder.

Yo me había quedado sin habla. Únicamente era capaz de mirarlo, perdido en la vehemencia de su voz y la mirada de sus ojos. Pero mi alma se reanimó de golpe.

Se apartó de la cama y, lanzándome miradas penetrantes, continuó paseando arriba y abajo por la habitación.

—Desde que la reina comenzó a importar esclavos desnudos para el placer —dijo mirando la alfombra que tenía bajo los pies—, siempre me ha desconcertado qué es lo que lleva aun príncipe fuerte, de ilustre cuna, a obedecer con una sumisión tan absoluta. Me he devanado los sesos para comprenderlo. —Hizo una pausa y luego continuó con los brazos en jarras, levantando las manos de vez en cuando con naturalidad.

—Todos los que han contestado en el pasado me han dado respuestas tímidas, avergonzadas.

Vos habéis hablado de corazón y he comprendido que aceptáis vuestra esclavitud con la misma facilidad que ellos. Por supuesto, la reina me ha explicado que todos los esclavos pasan un examen antes de su selección. Sólo escogen los más aptos y hermosos.

Me miró. No me había percatado antes de que había pasado un examen. Pero inmediatamente recordé a los emisarios de la reina con los que tuve que reunirme en una estancia del castillo de mi padre. Recordé que me ordenaron quitarme la ropa y me habían tocado y observado mientras yo me quedaba quieto permitiendo que aquellos dedos sondeadores actuaran. Yo no había exhibido ninguna pasión repentina pero quizá sus ejercitadas miradas habían visto más de lo que yo mismo era capaz de ver. También me habían friccionado la carne y luego me interrogaron y estudiaron mi rostro mientras yo intentaba contestar con repentino sonrojo.

—Son raras las ocasiones, si se dan, en las que un esclavo se escapa —continuó mi dueño—. y la mayoría de los que huyen lo hace con el deseo de ser atrapados. Eso es obvio. Lo que les motiva es la provocación; su incentivo es el aburrimiento.

Los pocos fugitivos que se toman la molestia de robar alguna ropa a sus señores culminan la huida con éxito.

—Pero ¿la reina no monta en cólera contra los reinos de origen de los evadidos ? —pregunté—.

Mi propio padre me advirtió de que la reina era todopoderosa y temible, que no era posible negarse a su petición de ofrecer tributos de esclavitud.

—Tonterías —replicó él—. La reina no va a enviar a la guerra a sus ejércitos por un esclavo desnudo. Lo único que sucede es que el esclavo llega a su país natal deshonrado. Sus padres reciben la petición de devolverlo y, si no lo hacen, el esclavo no obtiene ni un penique de su nada despreciable retribución. Eso es todo. Se quedan sin la paga. Por supuesto, a menudo los padres se avergüenzan de que su retoño se haya comportado como un blandengue y un inconstante. Una vez en casa, los hermanos y hermanas que ya han prestado vasallaje se muestran agraviados por el desertor. Pero ¿qué es eso para un joven y fuerte príncipe a quien el servicio le parece intolerable?

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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