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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (30 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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OTRA VUELTA DE TUERCA

Tristán:

Vi que Bella se debatía en sueños, pero no se despertó.

Yo estaba sentado en mi jaula, totalmente concentrado, con las piernas cruzadas y los ojos fijos en el techo de la sala.

Media hora antes, un barco nos había hecho señales para que nos detuviéramos, estaba seguro de ello. Habíamos echado el ancla y alguien que hablaba nuestra lengua subió a bordo.

No fui capaz de entender las palabras, aunque identifiqué la familiaridad de su tono e inflexión.

Cuanto más escuchaba la conversación, más convencido estaba que no había ningún intérprete.

Tenía que tratarse de un hombre de la reina, que a su vez conocía el idioma de los piratas.

Bella se incorporó por fin. Se estiró como un gatito y al reparar en el pequeño triángulo de metal que tenía entre las piernas, pareció recordarlo todo. Se movió con gestos inusualmente lentos, se apartó el largo pelo liso y se aclaró la vista, parpadeando ante la única linterna que colgaba del bajo techo. Luego me descubrió:

—Tristán —susurró. Se sentó y se agarró a las barras de la jaula.

—¡Chist! —Señalé el techo de madera. En un susurro apresurado le expliqué lo del barco que había abarloado y el hombre que había subido a bordo.

—Estaba segura de que nos alejábamos de la costa —dijo ella.

En la jaula situada debajo de Bella, el príncipe Laurent, el pobre fugitivo, continuaba durmiendo, y en la de arriba dormía el príncipe Dimitri, un esclavo del castillo que habían mandado al pueblo el mismo día que a nosotros.

—Pero ¿quién ha venido a bordo? —preguntó

Bella entre susurros.

—¡No habléis, Bella! —le volví a advertir.

Pero no servía de nada. Yo no conseguía descifrar lo que estaba sucediendo, excepto que pasaba algo que creaba tensión.

La expresión del rostro de Bella era de lo más inocente, la loción coloreada de oro resaltaba seductoramente cada detalle de sus formas. Parecía más menuda, redonda y más próxima a la perfección. Acurrucada en la jaula, semejaba una exótica criatura importada de una tierra lejana cuyo destino fuera embellecer un jardín de placer. De hecho, todos debíamos de parecerlo.

—¡Quizás haya alguna posibilidad de que nos rescaten! —exclamó Bella llena de inquietud.

—No sé —respondí. ¿Por qué no había ningún soldado? ¿Por qué se oía sólo aquella única voz? No podía asustarla diciéndole que entonces éramos cautivos de verdad, en vez de valiosos tributos protegidos por la reina.

Laurent estaba volviendo por fin en sí y se incorporó lentamente a causa de las heridas que cubrían todo su cuerpo. Su aspecto, con el ungüento dorado, era tan espléndido como el de Bella. De hecho, constituía un espectáculo verdaderamente singular: todas aquellas magulladuras y cardenales resaltados por el color dorado hasta convertirlos casi en algo puramente ornamental. Tal vez nuestras propias erupciones y cardenales no habían sido otra cosa que puros ornamentos. El cabello, que cuando estaba en la cruz de castigo se veía tan descuidado, aparecía arreglado y formaba espléndidos rizos castaño oscuro. Parpadeó varias veces al dirigir la vista hacia mí, intentando despertar del sueño narcotizado.

Le puse rápidamente al corriente de lo que estaba sucediendo y señalé el techo. Los tres nos quedamos escuchando aquella voz, aunque no creo que ninguno de ellos la oyera con más claridad que yo.

Laurent sacudió la cabeza y se recostó.

—¡Vaya aventura! —dijo lentamente, casi con indiferencia.

Bella sonrió sin querer al oír sus palabras y lo miró tímidamente. Yo estaba demasiado furioso para hablar. Me sentía impotente.

—Callad —advertí. Me arrodillé y me aferré a los barrotes—. Alguien viene. —A través de la bodega llegaba una vibración sorda.

La puerta se abrió y dos de los muchachos vestidos de seda que se habían ocupado de nosotros entraron en la habitación. Traían unas pequeñas lámparas de cobre con forma de barquitos.

Entre los dos jóvenes se encontraba un noble alto, de cabello gris y edad avanzada, vestido con jubón y polainas, con la espada a un lado y la daga sujeta al grueso cinturón de cuero. Recorrió con la vista la habitación, casi enfurecido.

El más alto de los dos muchachos trasmitió al noble un torrente de palabras extranjeras expresadas en voz baja y él asintió mientras señalaba con expresión de enfado:

—Tristán y Bella —exclamó adelantándose y caminando por la habitación—, y también Laurent.

En ese momento, los muchachos de piel aceitunada mostraron inmediatamente su desconcierto. Apartaron la vista y dejaron al noble a solas. Al salir, los esclavos cerraron la puerta tras ellos.

—Me lo temía —dijo el lord de pelo gris—. y

Elena, Rosalynd y Dimitri. Los mejores esclavos del castillo. Estos ladrones tienen buen ojo. Liberaron a los demás en la costa en cuanto seleccionaron los buenos botines.

—¿Qué va a sucedernos, milord? —quise saber. Estaba claro que su actitud era de exasperación.

—Eso, mi querido Tristán está en manos de vuestro amo, el sultán —respondió el lord.

Bella soltó un grito sofocado.

Sentí que mi rostro se endurecía. La rabia me inundó y me silenció por un momento en que miré fijamente al noble.

—Milord —pregunté con voz temblorosa de furor—, ¿ni siquiera vais a intentar salvarnos ?

—En mi imaginación apareció la figura de mi señor, Nicolás, arrojado sobre las piedras de la plaza, mientras el caballo nos llevaba lejos sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Pero eso no representaba ni la mitad de mis inquietudes. ¿Qué nos deparaba el futuro?

—He hecho todo lo que está en mis manos —respondió el noble acercándose a mi jaula—.

He exigido una enorme compensación por cada uno de vosotros, pero el sultán está dispuesto a pagar lo que sea por esclavos de la reina con buenas curvas, piel suave y que estén bien adiestrados; aunque también es cierto que le gusta su oro como a cualquiera. En el plazo de dos años os devolverá bien alimentados, en buen estado de salud y sin mancillar, o perderá para siempre de vista su oro. Creedme, príncipe, se ha hecho cientos de veces anteriormente. Si no hubiera interceptado su embarcación, sus emisarios y los. nuestros también se hubieran entrevistado. No quiere enfrentamientos con su majestad. No corréis peligro.

—¡Peligro! —protesté—. Vamos de camino a una tierra extranjera donde...

—Silencio, Tristán —ordenó el noble con firmeza—. Fue el sultán quien inspiró en nuestra reina la pasión por las víctimas del placer. Fue él quien envió los primeros esclavos a la reina y le explicó los cuidados con que había que tratarlos.

No sufriréis ningún daño grave. Aunque, naturalmente... naturalmente...

—Naturalmente, ¿qué? —exigí saber.

—Seréis más abyecto —prosiguió el lord con un leve encogimiento de hombros que denotaba inquietud, como si no pudiera explicarlo del todo—. En el palacio del sultán ocuparéis una posición muy inferior. Por supuesto, seréis los juguetes de vuestros amos, pero juguetes muy preciados. A partir de ahora no os tratarán como seres inteligentes sino que os adiestrarán como si fueseis valiosos animales. Por Dios, jamás habléis ni mostréis otra cosa que el más simple de los entendimientos.

—Milord —interrumpí.

—Como veis —continuó él— los ayudantes ni siquiera permanecen en la habitación si alguien os habla como seres racionales. Les parece demasiado incongruente e impropio. Se retiran por no presenciar la desagradable visión de un esclavo al que se trata como... como a un ser humano —susurró Bella.

Le temblaba el labio inferior y apretaba con fuerza sus pequeños puños en torno a las barras, pero no lloraba.

—Sí, exactamente, princesa.

—Milord —entonces yo ya estaba furioso—.

Vuestro deber es rescatarnos, estamos bajo la protección de su majestad! ¡Esto vulnera todo pacto!

—Inaceptable, querido príncipe. En la complejidad de los intercambios entre grandes potencias deben sacrificarse ciertas cosas. Os enviaron a servir, y es lo que haréis en el palacio del sultán.

No dudéis en ningún momento de que vuestros nuevos señores os guardarán como un tesoro.

Aunque el sultán tenga muchos esclavos de su propia tierra, los príncipes y princesas cautivos son para él una especie de lujo especial, una gran curiosidad.

Me sentía demasiado indignado y frustrado para seguir hablando. Era inútil. Nada de lo que dijera iba a cambiar la situación. Estaba preso como una criatura salvaje y mi mente se quedó bloqueada en un miserable silencio.

—He hecho cuanto he podido —dijo el lord retrocediendo unos pasos para dirigirse también a los demás esclavos.

Dimitri se había despertado y permanecía apoyado en el codo, escuchando atentamente.

—Me ordenaron que obtuviera una disculpa por el ataque —continuó el lord— y una elevada compensación. He conseguido más oro del que esperaba. —Se acercó a la puerta y apoyó la mano en el picaporte—. Dos años, príncipe, no es tanto.

Cuando regreséis, vuestro conocimiento y experiencia tendrá un valor incalculable en el castillo.

—¡Mi amo! —exclamé de pronto—. Nicolás, el cronista de la reina, decidme al menos si sufrió algún daño durante el ataque.

—Está vivo y, con toda probabilidad, enfrascado en su trabajo, preparando para su majestad el relato escrito del ataque. Se lamenta amargamente por vos. Pero no se puede hacer nada. Ahora debo dejaros. Sed valientes y listos, listos sobre todo para fingir que no sois listos, que no sois más que un abyecto montón de pasión siempre dispuesto a manifestarla.

Salió a toda prisa.

Nos quedamos en silencio, oyendo los distantes gritos de los marineros en cubierta. Luego sentimos el perezoso oleaje mientras la otra embarcación se alejaba de nosotros.

Al instante, el gigantesco barco volvió a moverse, cada vez más deprisa, como si navegara a toda vela, y yo volví a repantigarme contra los fríos barrotes dorados, con la mirada fija y perdida.

—No estéis triste, querido mío —dijo Bella, que me observaba. La larga melena le cubría los pechos y la luz se reflejaba en los mórbidos miembros—. Continuamos en el mismo torbellino.

Me volví y me tumbé boca abajo, pese al incómodo metal que tenía entre las piernas, hundí la cabeza en mis brazos y, durante largo rato, lloré en silencio.

Finalmente, cuando mis lágrimas se secaron, oí de nuevo la voz de Bella.

—Ya sé que estáis pensando en vuestro amo —me dijo con cariño—. Pero, Tristán, recordad vuestras propias palabras.

Suspiré contra mi brazo.

—Recordádmelas, Bella —le requerí con mucha calma.

—Que toda vuestra existencia no era más que una súplica por disolveros en la voluntad de los demás. y así sigue siendo, Tristán. Estamos profundizando cada vez más, todos nosotros, en esa disolución.

—Sí, Bella —asentí quedamente.

—No es más que otra vuelta de tuerca —continuó—. Ahora entendemos más sutilmente lo que hemos sabido desde que nos hicieron prisioneros.

—Sí, Bella, que pertenecemos a otros.

Volví la cabeza para mirarla. Si intentáramos tocarnos, la posición de las jaulas únicamente nos permitiría rozarnos las puntas de los dedos, así que era mejor mirar simplemente su encantador rostro y sus sensuales brazos mientras permanecía allí, agarrada tranquilamente a los barrotes.

—Es cierto —añadí yo——. Tenéis razón. —Sentí cómo se me comprimía el pecho y de nuevo aquel familiar reconocimiento de mi impotencia, no como príncipe, sino como esclavo, totalmente dependiente de los caprichos de nuevos y desconocidos amos. ,

Al observar el rostro de Bella, aprecié el despertar de la curiosidad que ardía en sus ojos. No sabíamos qué tormentos o qué éxtasis nos aguardaban.

Dimitri se había dado media vuelta y estaba profundamente dormido, al igual que Laurent, tumbado en la jaula de abajo.

Bella se estiró otra vez como un gato y allí se quedó, tendida sobre el colchón de seda.

La puerta se abrió y entraron los jóvenes asistentes vestidos de seda; eran seis, al parecer uno para cada esclavo. Se aproximaron a las jaulas y, tras abrir los cerrojos, nos ofrecieron una bebida caliente y aromática que, con toda seguridad, contendría otra placentera sustancia narcótica.

CAUTIVERIO SENSUAL

Cuando Bella se despertó ya era de noche. Se volvió hacia abajo y vio las estrellas a través de un diminuto ventanuco enrejado. La gran embarcación rechinaba y zumbaba surcando las olas.

Pero, antes de que sus sueños se disiparan, notó que la levantaban, la sacaban de la jaula y la colocaban otra vez sobre un almohadón gigante, esta vez encima de una larga mesa.

Varias velas estaban ardiendo, Bella olió el perfume a incienso y, a lo lejos, oyó una música vibrante e intensa.

Los encantadores jóvenes se habían colocado alrededor de la princesa y le frotaban la piel con el dorado ungüento, sonriéndola mientras trabajaban. Le estiraron los brazos hacia arriba y guiaron sus dedos para que se agarrara otra vez al borde del cojín. Con un pincel y el destellante pigmento dorado colorearon cuidadosamente los pezones.

Bella estaba demasiado consternada para emitir el menor sonido. Permaneció inmóvil para que le pintaran los labios y luego, los suaves pelos del pincel perfilaron diestramente sus ojos con el polvo dorado que los asistentes esparcieron a continuación por las pestañas. Le mostraron unos grandes pendientes enjoyados y soltó un gritito sofocado al sentir que le perforaban los lóbulos, pero sus sonrientes y silenciosos secuestradores se apresuraron a acallarla y consolarla. Los pendientes se quedaron colgando de las pequeñas y abrasadoras heridas pero el dolor se desvaneció al sentir que le apartaban las piernas y sostenían por encima de ella un cuenco con relucientes y apetitosas frutas. Le quitaron la diminuta malla del pubis y unos tiernos dedos le dieron unas palmaditas y le acariciaron el sexo hasta que despertó. Luego, Bella se quedó mirando el mismo rostro encantador de piel aceitunada que la había saludado la primera vez. El que debía de ser su asistente cogió la fruta del cuenco —dátiles, trozos de melón y melocotón, pequeñas peras, bayas rojas— para mojar cada pieza en una taza de plata con miel.

Cuando le separaron las piernas, Bella se percató de que iban a introducir la fruta con miel dentro de su cuerpo. Su sexo bien adiestrado presionó irresistiblemente mientras los dedos sedosos metían profundamente el melón, luego la siguiente pieza y la otra, provocando ardores y suspiros cada vez más intensos.

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