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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (12 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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El príncipe gemía y meneaba las caderas hacia mí. Yo me apresuré a obedecer, con las nalgas oprimidas por el falo y con mi propio pene a punto de reventar. Mi lengua lamió la piel suave y salada levantando los testículos. Luego dejé que se escurrieran de mi boca para después lamerlos deprisa, intentando cubrirlos con mis labios mientras me intoxicaba del sabor a sal y a carne cálida.

El príncipe culebreaba, se retorcía y flexionaba cuanto podía las musculadas piernas en el reducido espacio mientras yo chupaba. Abarqué con mi boca todo el escroto, lamiéndolo y mordisqueándolo. Incapaz de esperar más a llegar al pene, dejé los testículos y rodeé el miembro con mis labios, lanzándome hasta el nido de vello púbico en un furor de lametazos. Continué moviéndome adelante y atrás hasta que caí en la cuenta de que el príncipe impelía su propio ritmo. Así que lo único que hice fue mantener la cabeza quieta, con el falo ardiendo en mi ano, mientras la verga entraba y salía, escurriéndose entre mis labios, rozando mis dientes. Su grosor, humedad y la lisa punta que chocaba contra mi paladar aumentaban el delirio mientras mis caderas se sumaban impúdicamente a la danza, subiendo y bajando mecánicamente al mismo ritmo. Pero cuando el esclavo se vació en mi garganta, no hubo ningún alivio para mi pene, que se agitaba en el aire vacío. Lo único que pude hacer fue tragar el fluido amargo y salado. Inmediatamente me apartaron y me acercaron un plato con vino para que lo lamiera. A continuación me obligaron a pasar al siguiente príncipe situado en la fila de espera, quien ya se debatía penosamente con un ritmo ineludible.

Cuando llegué al final de la hilera la mandíbula me dolía, y también la garganta. Mi verga no podía estar más erecta y ansiosa. En este instante me encontraba a merced del criado, y como mínimo esperaba de él un indicio de que experimentaría algún alivio a la tortura.

Sin embargo, el mozo me ató de inmediato a la viga, me puso los brazos en torno a ésta y las piernas en la misma incómoda y degradante postura agachada bajo la madera. Ningún esclavo me satisfizo. Cuando el criado nos dejó a solas en la cuadra vacía, rompí a lloriquear con gemidos contenidos, mientras mis caderas se estiraban inútilmente hacia delante.

El establo se había quedado en silencio.

Los otros debían de haberse quedado profundamente dormidos. El sol del atardecer se filtraba como la neblina a través de la puerta abierta. Soñé con el ansiado alivio en todas sus formas gloriosas; lord Stefan tendido en la hierba debajo de mí tiempo atrás cuando éramos amigos y amantes, antes de que ninguno de los dos hubiera llegado a este extraño reino; el delicioso sexo de Bella montado sobre mi pene; la delicada mano de mi señor tocando mi cuerpo.

Pero todo esto sólo sirvió para empeorar el tormento.

Luego, el esclavo que tenía junto a mí, empezó a hablarme en voz baja:

—Siempre es así —dijo somnoliento. El príncipe estiró el cuello y meneó la cabeza para que su cabello negro cayera suelto con más libertad. Yo podía ver tan sólo una parte de su rostro que, como el del resto de esclavos, destacaba por su belleza—. Obligan a uno a satisfacer a los demás —continuó—. y cuando hay un esclavo nuevo, siempre le toca a él. A veces hay otros motivos para la elección, pero el escogido siempre debe sufrir.

—Sí, ya veo —respondí desdichadamente. parecía que volvía a quedarse dormido.— ¿Cómo se llama nuestra señora? —inquirí, pensando que tal vez lo supiera, ya que con toda seguridad éste no era su primer día en el establo.

—Se llama señora Julia, pero ella no es mi ama —susurró—. Ahora descansad. Lo necesitáis, pese a la incomodidad, creedme.

—Me llamo Tristán —dije—. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

—Dos años —contestó—. Yo me llamo Jerard. Intenté escaparme del castillo y estuve a punto de llegar a la frontera del reino vecino. Allí me hubiera encontrado a salvo, pero cuando estaba a tan sólo una hora, o menos, una pandilla de campesinos me persiguió y me atrapó. Jamás ayudan a fugarse a un esclavo. y además yo les había robado ropas de su vivienda. Así que me desnudaron a toda prisa, me ataron de pies y manos y me trajeron de regreso. Entonces me sentenciaron a tres años en el pueblo. La reina ni siquiera volvió a mirarme.

Di un respingo. ¡Tres años! ¡Y ya llevaba dos de vasallaje!

—Pero ¿de verdad hubierais estado a salvo si... ?

—Sí, pero la gran dificultad está en llegar a la frontera.

—¿Y no teníais miedo de que vuestros padres...? ¿No os ordenaron que obedecierais cuando os enviaron con la reina?

—La reina me daba demasiado miedo —contestó—. Y, de todos modos, no hubiera vuelto a casa.

—¿Lo habéis intentado de nuevo desde entonces?

—No —se rió en voz baja—. Soy uno de los mejores corceles del pueblo. Me vendieron directamente a los establos públicos. Los acaudalados señores y señoras me alquilan a diario, aunque el amo Nicolás y la señora Julia son los que requieren mis servicios con más frecuencia. Aún espero la clemencia de su majestad, que me autoricen pronto a regresar al castillo pero, si no sucede así, no voy a llorar. Si no me obligaran cada día a correr sin descanso, probablemente estaría terriblemente angustiado. De vez en cuando me siento displicente y pataleo o forcejeo, pero una buena zurra hace maravillas. Mi amo sabe perfectamente cuándo me hace falta; aunque me porte muy bien, él lo sabe. Me complace formar parte del tiro de un hermoso carruaje como el de vuestro dueño. Me gustan los arneses y riendas nuevos y relucientes. y además, vuestro señor, el cronista de la reina, sabe blandir la correa con fuerza. Ya os habréis percatado de que lo hace en serio. De vez en cuando se detiene y me frota el pelo, o me da un pellizco, y yo casi me corro allí mismo. Demuestra su autoridad sobre mi verga, la azota y luego se ríe de ello. Lo adoro. En una ocasión me hizo tirar a mí solo de un pequeño carro de dos ruedas con un cesto mientras él caminaba a mi lado. Detesto los carros pequeños, pero con vuestro amo, os lo digo en serio, casi pierdo la cabeza de orgullo. Fue fantástico.

—¿Por qué fue fantástico? —pregunté, atónito. Intentaba imaginarme al príncipe cautivo, con su larga cabellera negra, el pelo de la cola de caballo y la delgada y elegante figura de mi dueño caminando a su lado. Todo aquel precioso pelo blanco al sol, el rostro enjuto y meditativo, aquellos ojos azules oscuros.

—No sé —respondió—. No me expreso bien con palabras. Siempre me enorgullece ir al trote. Pero en aquella ocasión estaba a solas con él. Salimos del pueblo para dar un paseo por el campo al anochecer. Todas las mujeres estaban fuera de las casas y le daban las buenas noches. También nos cruzamos con caballeros que regresaban tras la jornada de inspección de sus granjas para volver a sus viviendas en el pueblo.

»De vez en cuando, vuestro señor me cogía el pelo de la nuca y lo alisaba. Me había amarrado bien la rienda, muy arriba, para que mi cabeza quedara muy atrasada, y me propinaba frecuentes azotes en las pantorrillas sin que vinieran a cuento, sólo por gusto. Era una sensación sumamente estimulante, trotar por la calzada y oír el crujido de sus botas a mi lado. No me importaba si volvía a ver otra vez el castillo o no. O si alguna vez abandonaría el reino. Siempre solicita mis servicios, vuestro amo. A los otros corceles les aterroriza. Vuelven a las cuadras con las nalgas en carne viva y dicen que los azota el doble que cualquier otro señor, pero yo lo venero. Lo que hace lo hace bien. Y yo también. E igual pasará con vos ahora que es vuestro amo.

No sabía qué responder.

No añadió nada más después de aquello. Se quedó dormido enseguida y yo continué en la misma postura, muy quieto, con los muslos doloridos y el pene sometido al mismo padecimiento de antes, mientras pensaba en el breve relato de Jerard. Sus palabras me habían provocado escalofríos en todo el cuerpo, pero lo más grave era que entendía lo que decía.

Me atemorizaba, pero lo entendía.

Cuando nos liberaron y nos llevaron hasta el carruaje casi era de noche. Percibí la fascinación que me causaban el arnés, las abrazaderas para los pezones, las riendas, las ataduras y el falo mientras volvían a ajustármelos. Naturalmente, me hacían daño y me inspiraban miedo. Pero estaba pensando en las palabras de Jerard. Lo veía enjaezado delante de mí. Observé atentamente la manera en que sacudía la cabeza y golpeaba el suelo con los pies embutidos en sus botas, como si quisiera ajustarlas mejor. Luego miré fijamente hacia delante con los ojos abiertos, desconcertado, mientras me introducían el falo y apretaban las correas a conciencia, levantándome del suelo. Con una fuerte sacudida iniciamos un trote ligero por el camino que se alejaba de la casa solariega.

Cuando tomamos la calzada principal y ante nosotros aparecieron las oscuras almenas del pueblo, las lágrimas ya surcaban mi rostro. En los torreones norte y sur ardían antorchas. Debía de ser la hora del anochecer descrita por Jerard, ya que transitaban pocos carruajes por la calzada y, en las entradas a las granjas, las mujeres se inclinaban y saludaban con la mano a nuestro paso. De vez en cuando nos cruzaba algún hombre caminando solitario. Yo marchaba con todo el brío que podía, con la mandíbula dolorosamente erguida y el grueso y pesado falo latiendo ardientemente en mi interior.

La correa me azuzaba una y otra vez, pero no recibí ni una sola reprimenda. Justo antes de llegar a la casa de mi señor, recordé con un sobresalto lo que había mencionado Jerard acerca de que estuvo a punto de alcanzar el reino vecino. Quizá se equivocaba en lo referente a estar a salvo una vez allí. ¿y qué sucedería con su padre? El mío me había ordenado que obedeciera, me había dicho que la reina era todopoderosa y que mi vasallaje me compensaría en sumo grado, que mejoraría enormemente en sabiduría. Intenté apartar aquellos pensamientos de mi mente. Yo nunca había pensado realmente en escapar. Era una idea demasiado complicada, demasiado espinosa en una situación a la que ya era duro adaptarse.

Estaba oscuro cuando nos detuvimos ante la puerta de la casa de mi amo. Me quitaron las botas y los arneses, todo menos el falo. A los demás corceles se los llevaron a latigazos hasta las cuadras públicas, tirando del carruaje vacío.

Permanecí quieto pensando en las demás palabras de Jerard. Me intrigó también el extraño y ardiente escalofrío que recorrió todo mi cuerpo cuando la señora salió, me alzó el rostro y me pasó la mano por el cabello para retirármelo de la cara.

—Tranquilo, tranquilo —repitió con aquella tierna voz. Me secó la frente y las mejillas sudorosas con un suave pañuelo de lino blanco. La miré fijamente a los ojos y entonces ella me besó los labios; mi verga casi se puso a brincar con aquel beso que me dejó sin aliento.

La señora me extrajo el falo con tal rapidez que perdí el equilibrio. Volví a mirarla lleno de espanto. Entonces ella desapareció por el interior de la preciosa casita y yo me quedé temblando. Levanté la vista al encumbrado tejado y luego a la bella salpicadura de estrellas que cubría el firmamento, y me percaté de que me había quedado a solas con mi amo que, como siempre, tenía la gruesa correa en la mano.

Me dio media vuelta y me hizo marchar otra vez por la amplia calzada pavimentada en dirección al mercado.

VELADA PARA SOLDADOS EN LA POSADA

Bella estuvo durmiendo varias horas. Se enteró vagamente de que el capitán tiraba de la cuerda de la campana. Él se había levantado y estaba vestido, pero aún no le había dado orden alguna.

Cuando por fin la princesa abrió los ojos, la figura del capitán se recortó sobre ella contra la luz mortecina de un fuego recién encendido en el hogar.

Aún no se había atado el cinturón y, con un rápido movimiento, se lo quitó de la cintura y lo hizo chasquear a su costado. Bella no podía descifrar su expresión. Parecía cruel y distante pero aun así sus labios esbozaban una sonrisa. En cambio, las caderas de la muchacha le reconocieron de inmediato. Una suave descarga de fluidos avivó la profunda pasión que volvía a sentir en su interior.

Sin embargo, antes de que pudiera despabilar su languidez, el capitán la había puesto a cuatro patas sobre el suelo. La empujaba hacia abajo por el cuello obligándola a separar mucho las piernas.

El rostro de Bella ya estaba encendido cuando la azotó entre las piernas y la correa le alcanzó el prominente pubis. De nuevo un fuerte trallazo en los labios púbicos obligó a Bella a besar las maderas del suelo, meneando las caderas arriba y abajo, en un gesto de sumisión. Los azotes se repitieron, más sutiles, castigando casi en una caricia los labios hinchados. La princesa derramó más lágrimas, soltó un grito sofocado que la dejó boquiabierta, y no dejaba de levantar las caderas, cada vez más arriba.

El capitán dio un paso adelante y con su gran mano desnuda cubrió las nalgas escocidas de Bella, haciéndolas girar lentamente.

Le cortó la respiración. Bella sintió cómo le alzaba las caderas, balanceándolas y bajándolas de nuevo. Un suave ruido rítmico surgía del pecho de la muchacha. Aún recordaba cuando el príncipe Alexi le contaba en el castillo que le habían obligado a menear las caderas de este modo atroz e ignominioso.

Los dedos del capitán seguían apretando fuertemente la carne de Bella, estrujándole las nalgas para juntarlas.

—¡Moved esas caderas! —ordenó en voz baja.

La mano impulsó el trasero de Bella tan arriba que su frente chocó contra el suelo, los pechos palpitantes se aplastaron sobre la madera y soltó un gemido vibrante que surgió entre sofocos.

En este instante no importaba lo que hubiera pensado y temido tiempo atrás en el castillo. Agitó el trasero en el aire y entonces el capitán retiró la mano. De nuevo, la correa le azuzó el sexo y, en una orgía violenta de movimiento, la princesa meneó las nalgas sin descanso como le habían ordenado.

Su cuerpo se relajó, casi alargándose. Si alguna vez había conocido otra postura diferente a ésta, lo cierto era que no podía recordarlo con claridad.

«Dueño y señor», suspiró ella, y la correa azotó el pequeño monte púbico, rozando con el cuero el cada vez más grueso clítoris. Bella meneaba su trasero con frenesí formando un círculo. Cuanto más fuerte la azotaba, más jugos fluían en ella, hasta que los casi irreconocibles gritos que surgían desde lo más profundo de su garganta le impidieron oír el sonido de la correa que se estrellaba contra sus lustrosos labios.

La zurra cesó por fin. Bella vio los zapatos del capitán y su mano que señalaba una escoba de mango corto que estaba apoyada junto a la chimenea de la habitación.

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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