Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Alois mantuvo una sonrisa en los labios, pero sus ventanillas nasales estaban pagando su propio diezmo. «¿Trabajar unos años contigo, viejo chivo maloliente?», era la frase que no enunció. A fin de cuentas, había que hacer un trato con el viejo embaucador.
Yo, por mi parte, estaba horrorizado. No hay profesional que tenga más deseo de competencia que un demonio. Yo había sido incompetente aquí. Por más que Der Alte fuera un pensionista, yo le había desatendido demasiado tiempo. La soledad que revelaban sus últimas observaciones era como el escalofrío de una casa deshabitada. Qué intenso era el deseo del viejo de volver a ver a Adi. No hay iniciativa osada que esté exenta de giros imprevistos. Puede que una diablura calculada sea nuestro dominio, pero no debería haber semejante indulgencia con un cliente. No si podemos evitarlo. Más que corregirlas, procuramos dirigir las costumbres románticas de nuestro redil. Ningún futuro episodio entre el viejo y el chico sería del agrado del Maestro. ¡Excesivos factores indeterminables!
En este punto, Alois dijo:
—Me honra su interés personal por mí, pero debo explicarle que en mi familia todos somos brutos. Todos nosotros. Hasta nos preciamos de serlo. Así que debo trabajar solo. Es mi modo de ser. Por consiguiente, confío en que disfrutemos de una grata relación comercial.
Der Alte asintió. Él también tenía su orgullo. No repetiría su propuesta.
—Sí —dijo—, haremos unos tratos. Le reuniré un par colonias y le suministraré los utensilios y productos de los que aún no disponga. — Se volvió hacia Adi—. Pronto tu padre estará muy ocupado. ¿Sabes contar hasta mil?
—Sí —dijo Adi—. Lo hacemos en el último curso, y he aprendido.
—Bien. Porque esta primavera tu padre será dueño de muchos, muchos miles de abejas. ¿Te darán miedo? ¿Estás preparado?
—Les tengo miedo —dijo Adolf—, pero también estoy preparado.
—Un chico maravilloso —dijo Der Alte, con una expresión llena de amor. Lágrimas afluyeron a los ojos de Adi. Su madre pronto tendría otro bebé, y de nuevo volvería a ser lo mismo que cuando nació Edmund. No encontraría el amor que buscaba en los ojos de Klara cuando ella le miraba. No durante una temporada.
Ahora debo informar al lector de una llamada inesperada del Maestro que me alejó de Alois Hitler y su familia durante cerca de ocho meses. En realidad, me llevó lejos de Austria. Puedo añadir que esta alerta llegó la misma noche, a principios de octubre de 1895, en que Alois concluyó sus negociaciones apícolas. Compró a Der Alte dos colonias de abejas instaladas en sendas cajas Langstroth
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, junto con diversas herramientas y un número suficiente de tarros de polen y miel con que alimentar durante el invierno a las pobladoras recién adquiridas.
Nada más adquirirlas, Alois transportó las mercancías a la granja. Habría de ser un viaje emocionante para Adi, sentado en el pescante del carro con su padre, y que aquella noche no pudo dormir pensando en la mañana en que las cajas estuvieran colocadas sobre un banco, a la sombra de un roble situado a unos veinte pasos de la casa.
Si existe alguna curiosidad respecto al precio de aquellas mercancías, no dispongo de método de cálculo fiable para averiguar cuántos dólares americanos actuales serían los kronen de Alois: algunos productos cuestan cien veces más hoy que hace un siglo; otros incrementos son menores. Haré un cálculo aproximado: la pensión de Alois en 1895 puede haber sido el equivalente de sesenta o setenta mil dólares al año en la época actual, y en consecuencia puedo afirmar que los desembolsos le parecieron caros. Lo que le cobró Der Alte podría ser hoy el equivalente de mil dólares. Alois, previendo perfectamente que pagaría demasiado, estaba cansado de negociar con el viejo y se contentó con la pequeña satisfacción de obtener gratis unos pocos utensilios adicionales.
Fue entonces cuando recibí la orden de abandonar a Adi y a los demás miembros de la familia, así como a mis otros clientes en aquella región de Austria. Eran, sin embargo, lo bastante numerosos para que yo tuviera que encargar a tres de mis agentes que me reemplazaran mientras yo viajaba a San Petersburgo con mis mejores ayudantes, todos ellos ansiosos de embarcarse en un nuevo y grandioso proyecto. Asistiríamos a la coronación del zar Nicolás II, prevista para mayo de 1896 en Moscú, una cita para la que aún faltaban muchos meses.
Viaje a San Petersburgo. Por descontado, nada más llegar tuve que ponerme a estudiar el alma rusa de finales del siglo XIX, toda entera: vicios, creencias, armonías y discordancias internas. Una vez en aquel reino eslavo (que está mucho más cerca de Dios y del diablo que ningún otro país por encima del ecuador), permanecí todo el invierno en la capital antes de desplazarme a Moscú una fría mañana de abril, con tiempo suficiente para la coronación de mayo.
Los meses que pasé en San Petersburgo recibí noticias periódicas de Alois, Adi, Klara y Angela. Hubo incluso informes sobre el temperamento del perro, Lutero, y de los caballos, Ulan y Graubart. En todo caso, nada de esto me interesaba mucho, a la vista del acontecimiento ruso que se avecinaba. Obviamente, el Maestro estaba en las primeras fases de organización de una diablura grandiosa e imponente.
Ahora me disculparé, aunque haré lo posible por no repetirlo. (Al fin y al cabo, los buenos lectores no leen ficción para soportar las lamentaciones del autor.) Diré que habiendo leído durante muchos años las mejores y las peores novelas, lo cual, les recuerdo, forma parte de la buena educación de un demonio, sé que ni siquiera un lector leal guarda fidelidad a un autor que abandona su relato para emprender una expedición que manifiestamente no guarda la menor relación con él. Hasta ahora he ahorrado al lector, por consiguiente, toda referencia a otros casos, en especial al mes que pasé en Londres en mayo del 1895, para asistir al juicio de Oscar Wilde, y a que estuve en la sala del tribunal el día en que fue condenado por «sodomía y ultraje a la moral»; desde luego, participé en las deliberaciones del jurado, ya que me habían encomendado que hiciera lo posible para que le condenaran. Es probable que el Maestro quisiera fomentar un virulento sentimiento de martirio entre muchos de los amigos íntimos de Wilde, sobre todo los que eran de buena familia.
Aún no he descrito el desorden que planeábamos causar con motivo de la coronación del zar Nicolás II, pero preferiría extenderme un poco más sobre pequeños sucesos y las aventuras secundarias de la familia Hitler en Hafeld durante el tiempo en que estuve ausente. Sólo entonces me sentiré libre de referir nuestras actividades en San Petersburgo y Moscú. Diré que los ocho meses transcurridos desde nuestra partida, en octubre de 1895, hasta mi regreso a Austria, en junio de 1896, tuvieron una importancia personal para Adolf Hitler, y por tanto me siento obligado a contar lo que sucedió durante mi ausencia.
Sin embargo, hay una dificultad. En aquel ínterin, agentes de bajo rango, los tres a los que encargué que supervisaran mi zona de la provincia de la Alta Austria, me transmitieron informes de las diversas experiencias de Alois, Klara y los niños. Dado el alcance de nuestra misión en Rusia, me llevé conmigo, por supuesto, a mis mejores ayudantes. Así que mi conocimiento de lo que estaba ocurriendo en Hafeld tuvo que verse mermado. Los demonios inferiores, como los humanos inferiores, son insensibles al detalle trascendente.
Si bien recabo una buena noción de lo que les está ocurriendo a mis clientes, incluso cuando tengo que confiar en lo que me comunican agentes mediocres, el trabajo pierde tono. No obstante, mi relato no se resentirá gravemente. Mucho antes de partir, logré elevar la percepción de todos mis ayudantes hasta un grado razonable. Lo digo con orgullo. Tenían muy poco que ofrecer la primera vez que comparecieron ante mí. Sin embargo, no tengo un gran afán de explicar nuestro método de reclutamiento. Nos llevaría de inmediato a una cuestión más sacrosanta: ¿cómo llegan a ser demonios? ¿Está ojo avizor el Maligno para humanos superiores predispuestos a trabajar con nosotros o, como sucede más a menudo, se presentan como una prole de humanos rechazados? Como ya he indicado, sobrepasa mi conocimiento el modo en que el D. K. y el Maestro negociaron este arreglo. No puedo decir por qué ni cuándo sucedió, pero yo supondría, según mi experiencia, que el Maestro, en su intento de acceder a un plano de igualdad con el D. K., tuvo que aceptar un buen número de desechos: todas aquellas humanas posibilidades frustradas. A lo largo de los siglos, y hasta quizás de milenios, el Maestro tuvo que asignar una parte muy grande de sus recursos al Tiempo necesario para adiestrar al material averiado que recibimos. Es una dificultad similar a la de formar una orquesta sinfónica con candidatos que todavía tienen que aprender a tocar un instrumento.
No seguiré hablando aquí de estos problemas. Sólo diré que los agentes que dejé en Hafeld hicieron lo que pudieron para informar de los esfuerzos de Alois en la apicultura, pero como no poseían un sentido muy claro de sus contratiempos no siempre pudieron satisfacer mi comprensión de lo que le aconteció a él, a sus abejas, a su mujer y a sus hijos desde el final de 1895 hasta el verano siguiente.
A finales de octubre, si yo lo hubiera consentido, mis agentes me habrían abrumado con detalles. Sin que me sorprendiera en absoluto, Alois tenía obsesiones referentes a su nueva empresa.
No tuve tiempo de ocuparme de su caso mientras estuve en Rusia. Como no habían forzado una entrada directa en los pensamientos diurnos de Alois, cosa que, como el lector recordará, se hace muy pocas veces con hombres y mujeres que no son clientes nuestros, mis agentes tuvieron que trabajar por medio de correos rutinarios. En lo que nuestro Maestro llama «el mercado del sueño», la mayoría de los sueños humanos son razonablemente accesibles tanto a los demonios como a los Cachiporras, y de este modo se pueden conocer, en un grado superficial, sus pensamientos despiertos por el sencillo medio de atravesar el aposento nocturno.
También aprendemos mucho gracias al simple recurso de escuchar las charlas de una familia. Llegó, claro está, una abundante información superficial, más que suficiente para ser molesta, porque constituía un retrato parcial. Mis agentes captaron un Alois tan débil como agobiado, pero les faltaba sagacidad para tratar con personas que poseen fuerza pero están siendo observadas durante una época de inquietud. Es fácil comprender a gente más débil que nosotros, pero no lo es tanto captar los auténticos sentimientos de quienes son más fuertes. Se requiere respeto, justamente lo que les faltaba a mis agentes locales.
Como en su vida anterior no habían sido personas de gran talla, tendían a espigar todo lo que en Alois era de segundo orden. En consecuencia, tuve que proceder a descartar materiales muy incorrectamente sopesados. Exhortaría al lector a no olvidar que el chico que más adelante sería Adolf Hitler salió de la infancia con tal padre y madre. De manera que es obvió que haríamos bien en medir la fuerza de Klara y Alois así como, huelga decirlo, sus importantes flaquezas.
Muy bien. He aquí mi crónica depurada, aunque de segunda mano, de las tribulaciones de Alois cuando se estaba convirtiendo en un apicultor.
Su primera preocupación (que me parece cómica, pues se había pasado la vida de uniforme) es que tiene que recordarse continuamente que debe ponerse guantes de un color claro, un amplio sombrero y un velo de apicultor, siempre de una tela blanquísima. Puesto que debe evitar las chaquetas o los pantalones oscuros, como es su atuendo habitual, los primeros días tiene que ocuparse siempre de cambiarse de ropa antes de ir a las colmenas. Sabe demasiado bien que los colores intensos y sombríos irritan a las abejas. Lo sabe por experiencia. Años atrás, en aquella ocasión en que sufrió picaduras graves mientras trabajaba con la pequeña colonia que tenía por entonces en Braunau, cometió el error de invitar a una mujer atractiva a salir con él una tarde de domingo. A manera de ingrediente en su plan de seducción, pensó que demostraría no sólo su competencia con la colmena, sino también su elegancia. Por lo tanto, vestía de arriba abajo un uniforme azul oscuro. Aquel atardecer le picaron tan ferozmente que el recuerdo aún le bulle en la boca del estómago. Sus esperanzas de fornicar quedaron insatisfechas aquel domingo, pues la dama también sufrió picaduras, y nada menos que en la piel al descubierto de su opulento pecho. Sólo se perdió un idilio pasajero, pero el incidente hirió la alta opinión que tenía de sí mismo. Como vemos, sigue pagando ese precio. Vestido de blanco, experimenta ramalazos de miedo. Vivos como cohetes, se le disparan en el estómago cuando se acerca a las colmenas.
En cierta medida, sin embargo, Alois sigue siendo un buen campesino. No ha olvidado que uno debe mantenerse alerta después de cualquier pequeño desastre. De un infortunio inesperado se puede extraer a veces un beneficio imprevisto. Por ejemplo, sus interesantes tesis médicas se vieron estimuladas por el alivio de su reumatismo al día siguiente: las picaduras de abeja parecían ser buenas para las rodillas. Recordaremos que cuando se entrevistaron, Der Alte estuvo de acuerdo.
Esta confirmación pudo haber influido en la decisión de Alois de aceptar el criterio de Der Alte respecto a que las abejas italianas eran superiores a la variedad austriaca. Aun cuando Alois abrigó la sospecha de que Der Alte quizás le estuviera vendiendo una mercancía de la que quería deshacerse, el punto convincente fue que era más fácil manejar a las abejas italianas. Der Alte le aseguró que eran más mansas. Además, aquel precioso tono amarillo, no muy distinto al brillo tenue del mejor calzado de piel, las hacía más hermosas. Alois no pudo por menos de admirar los tres segmentos dorados de su cuerpo, todos ellos realzados por el más vivo reborde negro. ¡Chic! Era la palabra que se te ocurría. La abeja austriaca, en cambio, era gris y peluda. No brillaba como las doradas italianas. Más tarde, Alois sintió como si hubiera sido desleal. Debería haber elegido las «Francisco José», las ancianas.
Agravó su desasosiego que seguía preguntándose si no habría sido mejor esperar a la primavera. Ahora tenía que mantener caliente a la colonia para que no pereciera de frío.
A lo largo del invierno, en consecuencia, tuvo que medir todos los días la temperatura en el interior de la colmena. Pero no podía abrirla más que algunos segundos.
—Por mucha curiosidad que tenga —le había aleccionado Der Alte—, no se le ocurra extraer ninguno de los bastidores móviles para examinar los panales. La corriente fría que podría formarse al levantar la gran tapadera de la caja quizás bajase tanto la temperatura que sus abejas necesitarían horas para volver a calentar la colmena. Un frío así podría diezmar a la población. No corra riesgos, Herr Hitler. Por lo que me ha dicho, hasta ahora sólo ha tenido abejas en junio y julio. Eso está al alcance de cualquier turista. Pero ser el capitán de sus pequeñas huestes a través del aire helado de los meses de invierno que se avecina exige carácter, amigo mío. —Y añadió, como para enriquecer la suposición—: Mi nuevo amigo.