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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (10 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Pero veo que poco se entenderá de esta exposición si no explico las condiciones, limitaciones y potestades del mundo donde resido.

3

Trataré, pues, de explicar estos dos reinos, el divino y el satánico. Podría denominarlos dos antagonismos, dos dominios, dos visiones de la existencia contrapuestas, pero a lo largo de incontables siglos se ha empleado el término «dos reinos». Huelga añadir que los demonios nos enfrentamos todos los días con un formidable despliegue de ángeles. (Los llamamos Cachiporras.)

Aunque estas huestes guerreras no serán desconocidas para quien haya leído
El paraíso perdido,
quiero señalar que muchos de nosotros somos muy versados en clásicos literarios. No puedo hablar por los ángeles, pero los demonios tenemos la obligación de admirar la buena prosa. Milton, por lo tanto, ocupa un lugar alto en nuestros arcanos de esos pocos artistas literarios a los que no tenemos que considerar como de una imperdonable segunda fila (debido a sus inexactitudes sentimentales). Milton, en suma, proporcionó su comprensión intuitiva de la contienda entre los dos reinos. Por impreciso que fuera en los detalles, hizo una descripción pionera del modo en que los dos ejércitos pudieron haberse enfrentado al comienzo de aquella gran separación que aconteció cuando los primeros escuadrones de ángeles se dividieron en dos bandos contrarios, y cada uno estuvo convencido de que eran los que habrían de dirigir el futuro de los seres humanos.

Así que podemos rendir homenaje a aquel gran hombre ciego, aunque sus relatos estén trasnochados. Los demonios que sirven al Maestro ya no forman falanges para guerrear contra ángeles. En cambio, estamos astutamente infiltrados en cada rincón de la existencia humana.

Para dar una primera explicación, por ende, de las sinuosidades, prominencias, impasses y recovecos de nuestra guerra, tengo que hacer un bosquejo de las fuerzas que procuramos ejercer actualmente sobre la sociedad humana. Empezaría señalando que hay tres aspectos de la realidad: la divina, la satánica y la humana; en efecto, tres ejércitos distintos y no dos, sino tres reinos. Dios y Su cohorte angélica actúan sobre los hombres, mujeres y niños para someterlos a Su influencia. Nuestro Maestro y nosotros, sus representantes, queremos poseer el alma de muchos de esos mismos humanos. Hasta la Edad Media, las personas no pudieron desempeñar un papel muy activo en la lucha. Con frecuencia eran peones. De ahí el concepto de dos reinos. Ahora, sin embargo, no tenemos más remedio que tener en cuenta al hombre o la mujer individuales. Diré incluso que muchos, si no la mayoría, de los humanos hacen hoy todo lo posible para que no los contemplen ni Dios ni el Maestro. Quieren ser libres. Muchas veces manifiestan (muy sentenciosamente): «Quiero descubrir quién soy.» Entretanto, los demonios guiamos a la gente a la que hemos atraído (los llamamos clientes), los Cachiporras nos combaten y muchos individuos hacen lo que pueden por repeler a ambos bandos. Los humanos se han vuelto tan engreídos (con la tecnología) que más de uno confía en emanciparse de Dios y del diablo.

Cabe reiterar que todo esto no es sino un primer atisbo de las corrupciones arraigadas en la existencia, un boceto de la verdadera complejidad de los sucesos.

Por ejemplo, puedo recuperar, si es necesario, los recuerdos ocultos, incluso largo tiempo sepultados, de un cliente. Esta facultad, no obstante, exige tiempo. (Tiempo es una palabra que escribo con mayúscula porque para nosotros, y también para los ángeles, es un recurso comparable al poder del dinero sobre los humanos.) Siempre estamos calculando el Tiempo que podemos permitirnos conceder a cada cliente. Mi necesidad de adquirir más información en una situación determinada tengo que contrapesarla siempre con el esfuerzo que requiere ejercer nuestra voluntad sobre una persona concreta. Por esta razón, el humano normal ni suele interesarnos. Sus facultades de penetración, memoria y mala intención son limitadas. En cambio, tratamos de encontrar hombres y mujeres que estén dispuestos a transgredir unas pocas leyes importantes, ya sean sociales o divinas.

Me temo que esos hombres y mujeres ya no son corrientes. A menudo tenemos que conformarnos con mediocridades. En nuestra empresa, siempre que tengamos la suficiente paciencia, podemos mejorarlos. Gracias a lo cual llegamos a conseguir ascensos. He tenido clientes a los que pude desarrollar hasta el extremo de que fueron útiles en uno u otro de nuestros proyectos más amplios, y mi situación prosperó gracias a ellos. El cliente medio, sin embargo, atrapado en el tira y afloja de un ángel de la guarda y un demonio director como yo, muchas veces acaba siendo de poco provecho para cualquiera de los reinos, y desde luego recuerdo algunos casos infaustos en los que el ángel de la guarda que era mi rival se llevó los despojos.

Mi posición empeoró, de resultas de estas pérdidas, en un desdichado período pasado. Durante una temporada me asignaron clientes de origen vulgar o de rendimiento escaso. Por ejemplo, alenté a soldados rasos a minar la moral de su regimiento desertando, animé a trabajadores y campesinos que pretendían desatar revoluciones, pero que se corrompieron. Conocí a unos curas de ciudades pequeñas que se metieron en líos con niños y a más de un administrador de bienes que se incautó de fondos. Consentí a barones y condes de la baja nobleza que dilapidaran en el juego el remanente de antiguas propiedades, y también podría enumerar en mi lista a rateros, patanes borrachos y maridos y mujeres infieles de la peor ralea. Tenía una multitud de clientes, pero sólo unos pocos estimulaban mis desarrolladas aptitudes. Muchísimas veces tuve que actuar como supervisor de clientes nacidos con poco y que enseguida tuvieron aún menos. Aunque raramente sabía si el Maestro estaba salvaguardando mis talentos para alguna empresa futura o continuaba relegándome a rincones remotos, concebí esperanzas en una ocasión en que comentó que quizás pudieran confiarme un puesto comparable por su desafío a algunas de las confrontaciones épicas de nuestro reino durante los tres primeros siglos de la Iglesia de Roma. Si, aquello quizás siguiera estando a mi alcance, siempre que prestara una atención infatigable a desventurados, matones y borrachos. Así lo hice y al final fui seleccionado para supervisar el trabajo de una serie de demonios menores que vigilaban a una familia austriaca cuyo potencial desarrollado aún podría resultar asombroso. De momento aquel embrión, así como sus padres, era insignificante, pero tenía deficiencias ancestrales, llenas de la pestilencia embriagadora de nuestro viejo amigo: el escándalo de sangre. Así que yo habría de mantenerme a su lado desde su nacimiento.

No me atrevía a preguntar, pero en aquel punto el Maestro decidió satisfacer directamente mi curiosidad. Dijo:

—¿Por qué me he interesado tanto por esta criatura que todavía no ha nacido? Será porque llegará a poseer una poderosa ambición? Puede que te proponga que te ocupes de ella continuamente. Por ahora, sin embargo, no es más que un proyecto. Podría fracasar, desde luego. Con el tiempo, si desarrolla la mayor parte de su promesa, podría, como digo, ser tu único cliente. ¿Necesito decir más?

El Maestro profirió todo esto con su característica ironía. Nunca sabemos su grado de seriedad cuando nos habla al intelecto. (Su voz es una cornucopia de humores.)

En todo caso, no me atreví a preguntar: ¿Y si fracaso? Muchos proyectos lo hacen. Por otra parte, pronto supe cómo fue concebido mi cliente.

Algunos lectores quizás adviertan que la primera vez hablé de aquel suceso extraordinario como si yo hubiera estado en el lecho conyugal. No, declaro que no estuve. No obstante, cuando menciono mi participación, sigo diciendo la verdad. En efecto, así como los científicos asumen actualmente su confusión científica de que la luz es tanto una partícula como una onda, así también los demonios vivimos en la verdad y en la mentira, codo con codo, y las dos existen con igual fuerza.

La explicación —siempre que uno se proponga seguirla— es notablemente menos dificultosa que, pongamos, la teoría especial de la relatividad de Einstein.

4

Los espíritus como yo pueden asistir a acontecimientos en los que no están presentes. Por consiguiente, yo estaba en otro lugar la noche en que Adolf fue concebido. Aun así, ingerí la ex
periencia exacta
recurriendo al demonio (de rango inferior) que había estado en la cama de Alois la noche original. Debo decir que siempre disponemos de esa opción de compartir un acto carnal con posterioridad. Por otro lado, un demonio menor puede implorar al Maligno, en las ocasiones más cruciales, que esté presente a su lado durante el clímax. (El Maestro nos exhorta a llamarle el Maligno cuando decide participar en actos sexuales, y aquella vez no cabe duda de que estuvo allí.)

Más adelante, en cuanto comencé a hacerme cargo del joven Adolf Hitler, el demonio que había asistido al momento de la fecundación lo revivió para mí. Mis sentidos percibieron con tal perfección el olor e impacto físico que cabe calificarla de absoluta. Así pues, me sucedió a mí. Entre nosotros, la transmisión de un recuerdo exacto es lo mismo que haberlo vivido. Del mismo modo, gracias a la intensidad incomparable del instante, supe que el Maestro se había sumado por un momento al demonio asistente (de igual manera que Jehová ofreció Su inmanencia a Gabriel durante otro acontecimiento excepcional).

Si bien estuve varios años sin que me asignaran exclusivamente a Adolf Hitler, siempre lo tuve en mi perspectiva general. Por tanto, estoy en condiciones de escribir sobre su infancia con una confianza que no poseería ningún biógrafo convencional. En realidad, debe de ser evidente a estas alturas que no hay una clasificación clara para este libro. Es más que unas memorias y sin duda debe ser muy curioso como biografía, puesto que es tan privilegiado como una novela. Poseo la libertad de entrar en muchas mentes. Hasta podría decir que especificar el género carece de verdadera importancia, porque mi preocupación mayor no es la forma literaria, sino mi miedo a las consecuencias. Tengo que realizar esta tarea sin llamar la atención del Maestro. Y esto sólo es posible porque en la Norteamérica actual está más acostumbrado a la electrónica que a la imprenta. El Maestro ha seguido el progreso humano en las cibertecnologías mucho más de cerca que el Señor.

Así que he decidido escribir en papel: lo cual ofrece una pequeña protección. Mis palabras no pueden asimilarse tan deprisa. (Hasta el papel procesado contiene un atisbo ineluctable de la ternura que Dios puso en Sus árboles.)

Aunque el Maestro no tiene intención de agotar ninguno de sus recursos controlando hasta el último de nuestros actos —hay demasiados demonios y diablos para eso—, tampoco es muy partidario de dejarnos acometer empresas que él no haya escogido. Hace años yo no habría osado embarcarme en esta crónica escrita. Habría tenido un temor inmenso. Pero ahora, en las inundaciones y confinamientos de la tecnología, se puede tratar de obtener un poco de secreto, una zona privada para uno mismo.

Ergo, me siento con ánimo de continuar. Presupongo que conseguiré ocultar mi producción al Maestro. Cabe entender la labor de inteligencia como una lucha entre el código y la confusión del código. Puesto que el Maestro está muy atareado, y su existencia actual es más ardua que nunca —creo que se considera más cerca de una victoria final—, me siento libre de aventurarme. Tengo mayor seguridad en que podré ocultar la existencia de este manuscrito hasta que esté terminado, como mínimo. Después me veré obligado a imprimirlo o... destruirlo. La segunda alternativa siempre ha sido la solución más segura (excepto por el golpe casi mortal a mi vanidad).

Claro está que si lo publico tendré que huir de la cólera del Maestro. Hay varias posibilidades. Podría optar por acogerme al equivalente, en nuestra vida de espíritus, del programa federal de protección de testigos. Es decir, los Cachiporras me esconderían. Por supuesto, tendría que colaborar con ellos. Su especialidad son las conversiones.

Ergo, tengo que elegir: traición o extinción.

Pero tengo menos miedo. Al revelar nuestros procedimientos, disfruto del placer insólito (para un demonio) de no sólo describir, sino explorar la naturaleza esquiva de mi propia existencia. Y si logro terminar mi obra, todavía tendré la posibilidad de destruirla o pasarme al otro bando. Diré que esta última opción empieza a atraerme.

Como soy desleal con el Maestro, no debo dar pistas. Cumplo de una forma impecable mis modestos deberes en Estados Unidos, aunque facilite estos detalles adicionales de la obra que realicé en la educación temprana de mi cliente más importante.

LIBRO V
La familia
1

Cuando cumplió un año, Klara llamaba al niño Adi, en vez de Adolf o Dolfi. (Dolfi estaba demasiado cerca de
Teufel
[1]
)

—Mirad —les decía a sus hijastros—; mira, Alois, mira, Angela, ¿verdad que Adi es un ángel, no os parece un angelito?

Como el bebé tenía una cara redonda, grandes ojos redondos, tan azules como los de su madre, y una boca pequeña, y por lo tanto a ellos les parecía como cualquier otro bebé, asentían con dócil obediencia. Klara era una buena madrastra y Alois y Angela no tenían problemas, sobre todo desde que su padre les había dicho que Fanni se había vuelto loca.

Klara no tenía pensado hablar del recién nacido a sus hijastros con un entusiasmo tan abierto, pero no podía evitarlo. Sus ojos emanaban beatitud. Adi daba todos los signos de que seguiría vivo al día siguiente.

La lactancia alimentaba esta certeza. Klara le estaba inoculando su fuerza, su pezón disponible nunca estaba muy lejos de la boca de Adi. Algunos de nuestros demonios menores, que pasaron por Braunau de noche, informaron de que las oraciones de Klara eran más sentidas que las de cualquier otra joven madre de las cercanías. Los demonios, obviamente, no sienten el menor afecto por algo sentimental, y no digamos por algo sentido, pero a uno o dos les impresionó. La plegaria de Klara era tan pura: «Oh, Señor, toma mi vida si sirve para salvar la suya.» Otras mujeres, más prácticas, se quejaban a Dios de las cosas que les faltaban. Las más codiciosas siempre estaban pidiendo una casa mejor. Las estúpidas anhelaban un amante sorprendentemente bueno, «sí, Señor, si lo permites». Rara era la golosina por la que no suspirasen. Las oraciones de Klara, en cambio, ansiaban para su hijo una larga vida.

Si bien el Maestro no muchas veces se mostraba comprensivo con el amamantamiento, ya que su ausencia podía estimular feas energías que más adelante utilizaríamos, era más tolerante con los casos de incesto en primer grado. Entonces quería que la madre estuviese cerca del niño. ¡Tanto mejor para nosotros! (Un monstruo es mucho más efectivo cuando puede apelar al amor materno para seducir a nuevas relaciones.)

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