Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Cuando les dijo que había plantado patatas, parecieron incómodos. Del modo más indirecto, le dieron a entender que podría haber sido más juicioso cultivar remolachas.
—Tenía pensado plantar un acre, pero no el primer año. Demasiado a la vez.
Ellos asintieron. Labranza y trabajo. Sí. El matrimonio más antiguo. Quien mucho abarca poco aprieta.
Estaba claro que no eran parlanchines. Se pasaron una hora mirando a las paredes de madera sin adornos de la taberna, todo el rato preocupados por la punta de una astilla que Alois tenía en el trasero (regalo de la madera reseca del banco del local), hasta que uno de ellos soltó la insinuación apagada de que en la tierra que había dedicado a las patatas tendría que haber plantado remolachas. Era porque la cosecha del año anterior había sido de trigo. Hablaron, pues, de una variedad de trigo que él desconocía, pero que era la que el dueño anterior había plantado los tres últimos años. ¿Quién sabía? El suelo quizás estuviera agotado. No dijeron tanto; se limitaron a aspirar de la boquilla de sus pipas y a beber su cerveza con expresión triste. Lo peor de todo fue para Alois advertir que no se entristecían por él, no, sino por la atrocidad cometida contra la tierra que ahora poseía otro hombre rico, un intruso que pretendía hacerse campesino.
El olor de la taberna se volvió desagradable. No localizaba el mal olor que se mezclaba con la cerveza, pero era impuro: ¿leche cortada? ¿Estiércol viejo? ¿Un montículo de abono delante de la puerta? Lo que más le molestaba de aquel antro silencioso de madera parda era que ni siquiera había rastro de
schnapps
en el aire, ni siquiera un buen borracho de ciudad.
No perdió la velada, sin embargo. Se enteró del nombre de un apicultor que vivía en Hafeld. Y, para más consuelo, el regreso a casa fue agradable. Había despuntado una luna llena y anaranjada de finales de verano. Empezó a sentir cierto bienestar por la cerveza. Aquella noche, la que había ingerido debía de habérsele almacenado en el estómago, para dispensarle algún placer sólo ahora. Efectuó una larga y magnífica micción en la orilla de la carretera.
A la mañana siguiente le invadió de nuevo una melancolía creciente. Tenía que sobrellevar la decepción de tres acres de patatas. Probablemente acabaría vendiendo media cosecha. Sus compañeros tabernarios de la noche anterior (que en el recuerdo olían igual que la tasca de Fischlham) tenían razón. Tres años de trigo habían dañado a la tierra. Lo sabía cada vez que desenterraba una patata temprana. Y de pronto sintió unos tirones en el intestino. ¿Le estaría dando guerra el corazón? A veces sentía como si aquel órgano que tan fiable había sido durante largo tiempo —un camarada tan animoso— se esforzara en subirle hasta el cerebro. Sí, cefaleas.
En vista del trabajo pendiente de desenterrar las patatas y llevarlas en un carro al mercado de Fischlham, terminó contratando a un jornalero durante una semana, un mentecato, pero que, a la postre, seguramente prestaba un servicio tan útil como Alois hijo. ¿Cómo acabaría el chico? ¿Se convertiría en un delincuente? Alois, desde luego, se lo imaginaba yendo a parar a algún sitio como la legión extranjera francesa. Pensamientos sombríos, pero que tenían su atractivo. Cuando era joven, habría sido un buen legionario, dispuesto a cualquier cosa. ¿O era una insensatez? El chico era en algunas cosas más desmedido que el padre. ¿Era por esto por lo que, en aquella época, siempre se hablaban como si estuvieran ambos de puntillas?
El jornalero era un majadero, pero resultó capaz de reservarse algunas de las patatas. Alois ni siquiera tuvo la certeza de que le hubiese robado. Una tarde en que no se encontraba muy bien, había dejado que el peón llevase el producto al mercado, y volvió con menos kronen de los que Alois había calculado. Una pequeña sisa. Sin asomo de duda.
Después vino el fin desgraciado de la cerda. Murió. Angela estaba inconsolable. A Alois le asombró el largo tiempo y el desconsuelo con que podía llorar una fémina de doce años.
Empezó cuando el animal grande y bonito se puso de mal genio. Día tras día, la cosa empeoró. Angela estaba tan afligida que Alois echó mano de sus propios depósitos de orgullo y pidió consejo a sus tres vecinos más cercanos. Entonces tuvo que reconocer que había olvidado una de las leyes que en su infancia, antes incluso de cumplir diez años, le había enseñado Johann Nepomuk. En materias agrícolas, no había normas a las que atenerse, no si tenías la mala suerte de topar con un problema inesperado. Hasta tus amigos más juiciosos discrepaban acerca de la solución. Por supuesto. Ahora aprendió que cada granjero tenía su propia idea de cómo curar a un cerdo enfermo. Por supuesto.
Los tres vecinos, respectivamente, recomendaron un emético, un astringente y un diurético. Los tres se equivocaron. La cerda dejó de respirar, sufrió una hemorragia y se murió. Los tres habían supuesto que el mal sólo podía estar en el estómago o en los intestinos. ¿Dónde, si no, en un gorrino? ¿Quién había oído hablar de tisis en un cerdo tan grande? ¿Quizás fuese otra cosa? Tampoco el veterinario al que llamaron después del fallecimiento estaba seguro. Seguramente los pulmones, pero no se atrevería a jurarlo.
Nada podía haber agravado más el estado de Alois. ¡Pagar dinero después de muerto el animal! ¿Por qué? Porque tenía que conocer la causa. ¡Qué estupidez! No pensaba criar más cerdos de momento, pero aun así tenía que conocerla. Y he aquí que descubría que el veterinario —si merecía tal nombre— no estaba más seguro del motivo que los tres vecinos. Le dijo a Alois que habría que pagar las pruebas de laboratorio que le harían en Linz. ¡Al infierno con la idea! Semejante dispendio sería inmoral. Para colmo, tenía que enterrar al animal entero. Estuvo tentado, pero no osó clavarle el cuchillo en busca de buena carne. Si hubiera estado solo, habría buscado algunos cortes selectos: al fin y al cabo, los jamones ¿cuánto tenían que ver con los pulmones? Pero no, el veterinario fue categórico.
—No se arriesgue a tocar ninguna parte de este animal, Herr Hitler.
¡Sí, fue lo que le dijo el hombre, pero sólo después de haber cobrado! Y encima estaba Angela con sus hipos y sollozos: «¡Ay, ay, ay!» Por no hablar de la tarea de cavar el propio Alois un hoyo para el cadáver.
Sí, eran pérdidas que tener en cuenta. ¿Qué clase de ganancias cabía esperar de la mediocre cosecha de patatas? Cuando añadió el coste de las patatas de siembra y el abono comprado para los tres acres, y luego restó el sueldo del bracero que había contratado, la pérdida de la cerda y los honorarios del veterinario, ¿cómo afirmar que había ganado una suma respetable? De no ser por las nueces, que habían sido, como prometían, dinero fácil levantado del suelo, no habría tenido ningún beneficio.
Logró tranquilizarse. Por fortuna no se hallaba en un aprieto económico. Su pensión era seis veces el salario de cualquier jornalero como el pobre que había contratado. De todos modos, aquello no le extraía la auténtica espina que llevaba clavada en la barriga. Uno de sus puntos fuertes siempre había sido la certeza de saber cuándo la gente pretendía engañarle. Y ahora había descubierto que la tierra adquirida no era para jactarse. Hubo un tiempo en que podría haber sido campesino. Ahora, como mucho, podía considerarse un incauto de ciudad, embaucado en una compra de terreno. ¿Se sentiría peor si Klara se liaba con un mozo de labranza? Esto era imposible, pero ¿cómo había sido posible que a él, Alois Hitler, le timaran en aquel negocio?
En octubre estaba ya empozado en la tristeza. Hasta el sabueso era un cachorro compungido. ¿Cómo iba a mirarse así mismo: como a un hombre maduro con un cachorro marchito colgado entre las piernas?
Klara, encinta de siete meses y medio, intentó explicárselo. Una vez recogida la cosecha de patatas y terminado tanto trabajo rudo, era normal sentirse un poco desdichado. Podía asegurarle que las mujeres se sentían así al día siguiente de haber dado a luz. Habían depositado en el útero muchísima esperanza y esfuerzo, pero después volvía a estar vacío. El bebé estaba allí, hermoso, pero por un tiempo la parturienta se sentía vacía. Por un tiempo. Era natural.
Ella nunca se había puesto tan filosófica, pero él tuvo ganas de cortarle la cabeza. «¿Qué soy yo, una mujer?», quiso gritarle.
No obstante, vinieron cambios. Disminuyó la depresión de Alois. Alois hijo ya no estaba en la granja. Klara se había encargado de proponer que le enviaran a Spital a trabajar con el padre de ella, Johann Poelzl, que a buen seguro estaba ya tan viejo que necesitaba la ayuda de un pariente. Vieron que el chico también aprobaba la idea. La depresión de su padre, con toda la amenaza muda que representaba de aún más despotismo, era como un puño en medio de los pensamientos del hijo.
Así que quedó acordado. El carro de Alois, conducido por el jornalero, llevaría a Linz al chico de catorce años. Desde allí viajaría en tren a Weitra, donde tomaría otro carro que atravesaba Spital. El hijo se había ido y se disipó una nube de aciagos presentimientos.
En septiembre, Adi y Angela empezaron la escuela en Fischlham, Angela en cuarto curso, el más avanzado para niños de doce años, y Adi, que tenía seis, en primer año.
Sus primeros días escolares transcurrieron a lo largo de un septiembre apacible y luminoso, un hermoso paseo con su hermana por colinas y prados. Sólo había un peligro: un toro adulto que pastaba en un cercado. Según el humor del toro, optaban por rodearlo o se atrevían a cruzar el campo. La mayoría de los días no osaban hacerlo.
Adi no tardó en aprender que era insensato culpar a Angela de que él tuviese miedo. Ella sabía vengarse. Siempre podía informarle de que olía mal. A veces era el aliento y muchas veces era olor corporal.
Era probable que ella no supiese hasta dónde calaban estas acusaciones en el pecho acelerado de Adi, pero calaban muy hondo, y con razón. Eran verdad. Despedía un mal olor —un toque de azufre y un tufo inconfundible de algo podrido— del cual puede que pronto les hable. Este hedor es uno de los problemas constantes que asedian a nuestros clientes; los Cachiporras son rápidos en captar esta pista.
Para Angela era algo sencillo. Cada vez que Adi la chinchaba, ella le decía que olía mal. En realidad, a ella le daba igual. Los malos olores no la molestaban. Estaba acostumbrada al de la leche cortada y el estiércol de
caballo. Un soplo de viento que apestaba a pocilga de una granja vecina incluso le causaba una auténtica tristeza: ¡pobre
Rosig
muerta!
—¿Por qué lloras? —preguntó Adi—. Me has dicho lo mal que huelo y soy yo el que debería llorar.
—Oh, cállate. No lloro por ti.
Lo cual significaba que pensaba en
Rosig
y Adi se entristeció por su hermana. No era porque la cerda le hubiera gustado mucho (de hecho, tenía celos del afecto que Angela mostraba por el animal), sino porque le gustaba su hermana mayor. Casi siempre era buena con él. Además, era la chica más espabilada dentro de las cuatro paredes de la escuela que constaba de una sola aula, así como él era el chico más listo.
Según el clima y las necesidades inmediatas de trabajo adicional en las granjas próximas, había en ocasiones menos de cuarenta chicos y chicas, y a veces llegaban a treinta y hasta veinticinco, pero el aula contenía divisiones de asientos para los cuatro cursos; y cada alumno, del primero al cuarto, desde seis hasta doce años, podía oír todo lo que sucedía en las demás clases. Era un hecho rutinario, ya que sólo había una maestra, una mujer de mediana edad,
Fräulein
Werner, que tenía una narizota y usaba gafas.
Adi pronto pudo seguir las lecciones de los cuatro cursos. Su introducción a la historia de Alemania vino de la mano del curso superior, el cuarto, donde Angela y los demás estaban estudiando los hechos extraordinarios de Carlomagno. Una hora después, en primer año, a Adi y a los otros párvulos les pidieron que decidieran qué dibujos de animales había que relacionar con las palabras impresas en una cartulina grande que
Fräulein
Werner sostenía en alto. Al principio era un prodigio: todas aquellas letras retorcidas que formaban una palabra. Al principio las letras le vibraban en los ojos, pero poco después se transformaron en nada menos que un rompecabezas. Cuando lo hubo reducido a un problema soluble, procuró no volver a cometer el mismo error. En efecto, enseguida se aburrió de aguardar a que sus condiscípulos asimilaran la lección. Más tarde, a duras penas contenía la impaciencia con que esperaba las clases de tercero, que estaban estudiando la geografía del dominio Habsburgo, el gran imperio Habsburgo, como la señorita Werner decía siempre. Si se lo hubieran permitido, habría recriminado a aquellos simplones que no encontrasen en el mapa ninguno de los lugares que él ya había localizado, Braunau y Linz los primeros. Además de Passau, en la otra ribera del Danubio.
De modo que a los seis años estaba aprendiendo las lecciones de los niños de diez y doce, y le complacía que Angela fuera la mejor alumna de su clase. Adi veía la aprobación en los ojos de
Fräulein
Werner cada vez que ellos entraban en el aula, pero además eran los hermanos más aseados de la escuela. Esto, que era obra de Klara, había contribuido a que la maestra tuviera un alto concepto de los dos alumnos.
Sin embargo, su pulcro atuendo obligaba a Adi a mantenerse aparte de los otros chicos durante el recreo. Enseguida tuvo que encararse con un matón empeñado en que lucharan.
—Estás loco? —le decía Adi—. Llevo mis mejores ropas. Mi madre me matará si las mancho.
Las guerras cotidianas de Passau le habían enriquecido la voz con el aplomo necesario para que el otro desistiera. Claro que aquel chico no era peligroso. Si Adi se las apañaba para vivir con Alois hijo, cómo iba a temer a un idiota como aquél, que también se llamaba Klaus? La que le molestaba con sus pullas era su hermana mayor.
Por entonces Angela tuvo su primera regla y Klara hizo lo que pudo para mitigar la aflicción de la chica. Vio que Angela la relacionaba con
Rosig
, que había sufrido una hemorragia por todos sus jamones antes de morir.
Para sosegar ideas tan angustiosas, Klara le habló por primera vez de asuntos íntimos. Adoraba a su hijastra. La chica de doce años era ya una amiga muy cercana y por tanto Klara no sólo le habló de su nueva situación, sino que continuó hablando por un largo espacio del olor en general y de sus singulares sutilezas. El olor formaba parte de la naturaleza. Buscando ejemplos certeros, le dio una información que Alois le había facilitado de pasada. Una vez, Klara le había preguntado cómo podía estar seguro de que sus abejas (cuando ya tuvo colmenas) sabrían encontrar el camino a casa. Ella tenía entendido que él proyectaba comprar un par de colmenas que constituían colonias completas. Y allí estaban los dos sentados a la sombra del roble grande cerca de la casa.