El castillo en el bosque (21 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Pero ningún vecino tenía prisa en atacar el amor propio de Der Alte. En realidad, su atuendo, su olor, su voz resonante y hasta retumbante y su conocimiento compendiado sobre las abejas sugerían que era un mago. De esta forma podía poner a salvo su orgullo. Por otra parte, Der Alte poco podía hacer para oponerse al uso ocasional que hacíamos de él.

No es de extrañar, pues, que a Adi, tras el sueño grabado, le marcase la visita. Su expectativa de que muchas veces se imaginaría de antemano a gente que aún no había conocido representaba una baza para nosotros.

Pondríamos en práctica este mecanismo con frecuencia durante los más de dos años en que Adolf Hitler fue un mensajero del ejército, que llevaba mensajes a las trincheras y después regresaba al cuartel general del regimiento. Como esta misión entrañaba un peligro real, su convicción de que adivinaba el futuro fue de gran ayuda para su valor. Sin embargo, es demasiado pronto para hablar de esto. Sus experiencias de soldado —una amalgama de lo más compleja entre nuestra magia y su desesperación y entrega— datan de hace dieciocho años. De momento dejaré el tema de los sueños insertados hasta que sea necesario volver a comentar esta práctica.

Seguiré, en cambio, la conversación que mantuvo con su padre en el trayecto para ver a
Der alte Zauberer
. Alois, por supuesto, fue el que más habló, y veía el encuentro sin gran confianza. Nunca le resultaba normal conocer a un hombre que supiese más que él sobre un tema.

3

Mientras avanzaban a paso ligero, Alois empezó a suministrar a Adi tal cantidad de nombres y pensamientos nuevos que el chico no tardó en quedarse sin aliento. No se atrevía a rezagarse un paso ni una palabra. Por su parte, Alois, poco habituado a gastar tiempo o cerebro en el pequeño Adolf, estaba también un poco sin resuello. Con los años había acumulado el suficiente reumatismo en las rodillas y humo en los pulmones para moverse, en general, más despacio. Pero descubrir que podía hablar con su hijo le estimuló las piernas. No tenía por costumbre albergar muchos sentimientos hacia sus hijos más pequeños, y en realidad la paternidad nunca le había interesado gran cosa hasta que Alois hijo y Angela trabajaron con él en la granja. Ahora notaba que de aquel pequeño le llegaba una sensación sumamente inesperada y nada ordinaria.

Adi, a su vez, estaba excitadísimo. ¡Estar en
compañía
de su padre! Apenas sabía leer, pero Alois representaba para sus ojos MEIN VATER. Hasta tal punto reconocía la inmanencia del hombre pesado que tenía al lado. Alois le despertaba el mismo tipo de temor reverencial que aparecía en la expresión de su madre cuando hablaba de
der gute Gott.

¡Cómo quería agradar a su padre! Al principio del camino, habían observado un silencio formidable, que persistió hasta que Adi encontró las palabras.

—¿Siempre ha habido abejas? —preguntó por fin. Era una pregunta sencilla, pero casual.

—Sí. Siempre. Las abejas —se corrigió Alois— llevan largo tiempo en nuestra hermosa tierra.

—¿Muchísimo tiempo, padre?

Alois le dio una palmada de ánimo en la nuca. El deseo evidente del chico de mantener fluida la conversación sirvió para activar los recursos expositivos del padre.

—Sí, muchísimo. Quizás incluso más que nosotros. Y no ha habido un solo día en que no hayamos intentado robarles la miel. —Se rio—. Sí, ya en la Edad de Bronce tomábamos miel, y puedo afirmar que he visto dibujos antiguos en vitrinas de cristal en el viejo museo de Linz que se remontan a la Edad Media y muestran que la apicultura ya se había convertido en una actividad seria. Aunque primitiva, muy primitiva entonces.

No obstante el reumatismo, Alois caminaba realmente deprisa. La respiración de Adi le oprimía los pulmones con una mezcla singular de fervor feliz por la conversación en sí, y de desesperación ante la idea de no poder seguir caminando (medio corriendo) al paso de su padre. En su cabeza entraban a la vez multitud de palabras desconocidas. El mes de agosto anterior, cuando estaba debajo del nogal más próximo a la granja, llegó un vendaval como el restallido de un látigo y tres nogales duros como piedras le habían aporreado la cabeza con tal autoridad que ni siquiera se atrevió a llorar, como si los árboles le hubieran ordenado que guardara silencio. Ahora le zarandeó «la Edad de Bronce» y, a continuación, «la Edad Media»: quizás esto último lo hubiese oído antes. Sintió como si lo conociera. Carlomagno, quizás. Ni se le ocurrió pararse a preguntar: avanzaba lo más rápido posible, con el aire ardiendo en sus pulmones.

—No había colmenas en la Edad Media —dijo Alois—. Tenían que salir a buscar dónde había un enjambre reunido. ¿Dónde? En árboles huecos. ¿Dónde más? Una vez encontrado un árbol hueco, se apoderaban de la miel antes de que las abejas les acribillasen a picaduras. Así los hombres debieron de hacerlo entonces. Aunque no bastaba. También tenían que recoger la cera. Era una sustancia igual de importante. Con cera de abeja podían iluminar su choza. Todas las noches. ¡Velas! Pero, oh, tenían que pagarlo. Con innumerables picaduras. Entonces se presentaba el duque o el barón local. Si se enteraba de que tenían miel, debían pagarla. El señor se llevaba una buena porción. Figúrate. ¿Qué crees que te daba a cambio? Un arco, una bonita y fuerte ballesta. ¿Por qué? Porque los osos del bosque también andaban buscando miel. Imagínate lo furiosas que se pondrían las abejas cuando un oso metía la nariz en la colmena para zamparse la miel a lengüetazos. ¡Un oso, con su piel gruesa! Tenían que atacarle a los ojos. Daba lo mismo. El oso seguía buscando. Así que un hombre necesitaba una ballesta... para matar al oso. No era tan fácil acercarse a la miel si el oso llegaba antes, pero había una compensación. A veces conseguías carne de oso. Alguna que otra vez, carne de oso y miel.

A estas alturas, el aliento de Adi ardía. El camino atravesaba un bosquecillo y estaba al acecho por si aparecían osos. Otro miedo que añadir al tumulto en sus pulmones.

—A veces —dijo Alois—, en un día frío de esta estación del año, un hombre encontraba un árbol a punto de caer, un árbol muerto con un gran agujero y un enjambre congregado dentro para guarecerse del frío. Bueno, un tipo emprendedor quizás se atreviese a derribar el árbol. Tendría que hacerlo con cuidado. ¡Sin menearse mucho! Tendría que hacerlo por la noche, cuando las abejas están más tranquilas, sobre todo si hace frío, y él y su hijo, y quizás su hermano, llevarían el árbol hasta cerca de la choza para extraer allí lo que quedara de miel.

—¿Y los osos? ¿Vendrían?

—Sí. La clase de hombre de la que estamos hablando tendría que estar dispuesto a matar el primer oso y a colgarlo cerca de la abejas. Eso alejaría a los demás osos. Así empezaría exactamente la cosa. Pero ¿qué pasa ahora? ¿En qué se ha convertido? ¡En una afición! Algo peligrosa, quizás, pero rentable.

—Afición —repitió el chico; otra palabra nueva.

—Pronto será un negocio —dijo Alois.

Caminaron en silencio.
Das Steckenpferd
, lo definió Alois: un caballo sobre un palo, un juguete, una afición. Pronto sería un negocio, había dicho. El chico estaba confuso. El paso rápido le estaba sofocando hasta el punto de que no pudo hacer ninguna otra pregunta.

Alois se detuvo en seco. Por fin se había percatado del apuro de su hijo.

—Vamos —le dijo—. Siéntate.

Señaló una roca y él se sentó en otra. Sólo entonces sintió el dolor en las rodillas.

—Tienes que comprender —dijo— que la apicultura no será un cuento de hadas para nosotros. La miel es dulce, pero las abejas no siempre lo son tanto. A veces son crueles entre ellas. ¿Sabes por qué?

—No —dijo Adi. Tenía, sin embargo, los ojos ardiendo—. Por favor, dime por qué, padre.

—Porque obedecen a una ley. Para ellas es algo clarísimo. Esta ley dice: «Nuestra colonia debe sobrevivir. Por tanto, que nadie se atreva a holgazanear. No dentro de esta colmena.» —Hizo una pausa— . Nadie, excepto los zánganos. Ellos tienen que cumplir un buen propósito. Pero después todo se les acaba. Desaparecen. Adiós.

—¿Los matan?

El chico ya conocía la respuesta.

—Por supuesto. A todos los zánganos. Una vez al año, por esta misma época; justo después del verano se deshacen de ellos. Sin misericordia. —Se echó a reír de nuevo—. En el hogar de las abejas no hay buenos cristianos. Ninguna misericordia. En ninguna colmena encontrarás una sola abeja demasiado débil para trabajar. Eso es porque eliminan a las lisiadas enseguida. Obedecen a una ley que está por encima de todo.

Pero mientras descansaban, Alois retornó al silencio. Sentía cierto temor. Los campesinos de las inmediaciones habían alabado a Der Alte, se hacían lenguas del vasto conocimiento que poseía sobre el tema de las abejas. Pero Alois no había oído a nadie un testimonio favorable al hombre. Tenía miedo de que Der Alte le engañase.

Era un simple atisbo de su miedo. Si el atractivo emplazamiento de la granja, más que el terreno, había sido el motivo de que la comprase, no quería que volvieran a timarle a medias. De hecho, había ido posponiendo la decisión de hacerse apicultor. Agosto era un mes perdido. Hasta podría ser tarde para crear una colonia de invierno. Tenía que comprar, y apresurarse a hacerlo. Quizás incluso tuviera que pagar un precio excesivo. Desde luego, no le hacía gracia la idea de que aquellos campesinos se burlaran, pero esto no era su inquietud primordial. No se lo admitía del todo a sí mismo, pero la última vez que había emprendido una actividad apícola, lo había hecho como si fuera un pasatiempo, una sola colmena de paja que tenía en una localidad pequeña, a tiro de piedra de Braunau, y a la que podía ir de noche, como un respiro de la taberna y sus colegas funcionarios, o visitar el domingo para no tener que ver a toda la gente que iba a la iglesia. Pero rozó el desastre. Un domingo en que él no recordaba haber cometido algún error, un gran número de abejas le picaron tan rápida y repetidamente que posteriormente llegó a la conclusión de que debía de haber estado hurgando en las dependencias de la reina. ¿Quién sabría decirlo, en una colmena de paja? ¡Tenían tan poca forma! Comprendió su ignorancia en la materia. Mientras trabajaba en la colmena de paja, le habían tendido una emboscada.

Pero lo sabía. Lo entendía. Se estaba preparando de antemano para contarle a aquel hombre, Der Alte, que en una ocasión había recibido tantas picaduras en las manos y las rodillas que el incidente había resultado incluso beneficioso para la rigidez de sus articulaciones. Sin duda, se disponía a impresionarle con su conocimiento del veneno de abeja. Le hablaría de hasta qué punto algunas enfermedades habían sido tratadas de aquella manera en el antiguo Egipto y Grecia. Le hablaría de los romanos y de los griegos, de Plinio y de Galeno. Sabían preparar ungüentos con miel y veneno de abeja. También podría citar a Carlomagno y a Iván el Terrible. Le hablaría de las articulaciones doloridas de aquellos monarcas y de que las picaduras de abejas les habían curado el dolor, o así era fama.

Pero ¿estaba realmente dispuesto a entablar una conversación semejante con Der Alte? Puestos a ello, quizás no fuese el paso correcto. ¿Y si Der Alte demostraba ser más entendido que él en la materia?

4

Como ya he mencionado, Der Alte había sido de los nuestros. He dicho que era pensionista, lo cual también es cierto. En los últimos años apenas lo habíamos utilizado y de nosotros había obtenido un escaso provecho. De vez en cuando, conferíamos una nueva penetración a alguna de sus antiguas ideas, una especie de concesión de dones practicada tanto por ángeles como demonios para reavivar la confianza menguada del cerebro del cliente. A cambio, esperábamos obediencia. Desde luego, el viejo doctor acató con prontitud la instrucción de que ofreciese una cucharada de miel exquisita a la lengua de Adi en cuanto éste y su padre cruzaron la puerta.

En adelante es posible que algunas veces aluda a Der Alte como Herr Doktor, aunque yo consideraba que esta vanidad suya era una de las más indecorosas. Él insistía en que era un docto licenciado con honores. En distintas ocasiones le oí hablar de sus años en Heidelberg, Leipzig, Göttingen, Viena, Salzburgo y Berlín, en ninguna de cuyas universidades eminentes había estudiado. La verdad era que sólo había estado en Heidelberg y Göttingen, y sólo durante una breve visita. Nuestro viejo y docto Doktor era un farsante, un polaco mitad judío, sin una educación superior constatable y que, sin embargo, en gran parte mediante su propio esfuerzo, había adquirido algunas de las habilidades verbales y el porte instruido de un acreditado doctor en filosofía. Aunque en la vejez había optado por parecer un borracho empedernido, una extraña elección, ya que era abstemio, le atraían muchas de las desidias de los viejos borrachines. Llevaba la ropa sucia. Hasta su largo gorro de lana estaba lleno de manchas de sopa (pues se limpiaba la boca con la punta del gorro), y tenía la barba blanca descolorida por la nicotina. No sólo olía a los tristes aromas que procuramos reducir en nuestra clientela, sino que, hablando en plata, era incontinente. Hasta sus muebles, y no digamos la ropa, conservaban la cruda impronta de la orina rancia.

Aun así, imponía. Aquel gorro tan largo como una media que, incluso en verano, se ponía dentro de su casa, satisfacía cierta imagen devota de sí mismo como bufón de corte. Y de hecho había una antigua capa de brillantes colores desvaídos, una policromía bufonesca. Costaba tomarle por un personaje imponente, pero lo era. Sin lugar a dudas. Tenía unos ojos extraordinarios, tan azules como los más fríos cielos septentrionales, pero llenos de luces que daban una pista de muchos de los trucos que había aprendido.

Durante cuarenta años, Alois había visto a cientos de personas cada día, y era difícil que le sorprendiese una apariencia heterodoxa. Además, había desarrollado la capacidad de captar el primer momento en cada contacto pasajero. Los viajeros no estaban preparados para el fenómeno de topar con un aduanero que poseía tal grado de autoridad, y pocos eran capaces de afrontar la inteligencia que expresaba su mirada inmediata. «¡Intenta engañarme! ¡No podrás!», era la inconfundible advertencia que se leía en sus ojos.

Ésta fue una razón primordial para que yo ordenara a Der Alte que recibiese al padre y al hijo en la puerta de entrada con una cucharada de miel, y que la introdujera sin pedir permiso en la boca del chico. Seguro que Alois no se esperaba esto. Algo tan grosero. Tan gentil. ¡Las dos cosas a la vez! A Alois no le ofreció nada más que una sonrisa de superioridad, como si la guarida empapada de pis de Der Alte, peor que un domicilio de quince gatos, fuera su reino y estuviese a gusto en él y, podría añadir yo, diabólicamente desinhibido.

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