El castillo en el bosque (45 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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En consecuencia, dejó su casa en Hartford, Connecticut, y viajó por Europa dando conferencias populares por honorarios lo bastante abultados para saldar muchas de sus deudas. Cuando se produjo el asesinato de Isabel, Twain estaba descansando en Kaltenleutgeben y al día siguiente escribió a un amigo: «Se hablará y pintarán y relatarán este asesinato dentro de mil años.»

No puedo expresar el júbilo que sentí al leer estas palabras. Un maestro de la prosa confirmaba mi opinión de la importancia del magnicidio. De hecho, Twain estaba tan afectado que pronto compuso un artículo donde fluye su lenguaje incomparable. Si bien, por una infinidad de razones tan laberínticas que escapan a su catálogo, optó por no publicarlo, yo, sin embargo, entré en posesión de estas páginas por medio de un criado suyo.

Cuanto más se piensa en el asesinato, más imponente y tremendo se vuelve... Hay que remontarse unos dos mil años para hallar un suceso que pueda equiparársele... «¡La emperatriz ha sido asesinada!» Cuando estas palabras asombrosas llegaron a mis oídos en aquel pueblo austriaco el pasado sábado, tres horas después del desastre, supe que era ya una noticia obsoleta en Londres, París, Berlín, Nueva York, San Francisco, Japón, China, Melbourne, Ciudad del Cabo, Bombay, Madrás y Calcuta, y que todo el planeta maldecía al unísono al perpetrador del crimen.

... ¿Y quién ha obrado el milagro de brindar este espectáculo al mundo? Todas las ironías se agolpan en la respuesta. Está en el peldaño más bajo de la escala humana, según los baremos aceptados de grado y de valía; un sucio y harapiento joven holgazán, sin dotes, sin talento, sin educación, sin moral sin carácter, sin ningún encanto congénito o adquirido que conquiste, seduzca o atraiga; sin una sola prenda intelectual, sentimental o manual que un vagabundo o una prostituta pudieran envidiar; un recluta desleal en el ejército, un cantero incompetente, un sirviente ineficaz; en una palabra, una sarnosa, ofensiva, vacua, mugrienta, vulgar, zafia, mefítica, tímida, furtiva mofeta humana. ¡Y este sarcasmo sobre nuestra especie tuvo a su alcance los privilegios y facultades para subir, subir, subir y golpear desde su alta cumbre en los cielos sociales el ideal aceptado por el mundo de la gloria, el poder, el esplendor y lo sagrado! Esto nos revela el triste espectáculo que constituimos y las sombras que somos. Sin nuestra ropa y nuestros pedestales somos poca cosa y de un similar tamaño; nuestra dignidad no es real, nuestras pompas son una farsa. Cuando mejores y más majestuosos, no somos soles, tal como fingimos, enseñamos y creemos, sino sólo velas; y cualquier fracaso nos apaga.

Y ahora nos recuerdan una vez más otra cosa que olvidamos a menudo, o intentamos hacerlo: que no hay hombre que posea un cerebro absolutamente cuerdo; que de un modo u otro todos los hombres están locos, y una de las formas más comunes de locura es el deseo de que se fijen en nosotros, el placer de que nos conozcan... Esta locura de ser conocido y de que hablen de uno es la que inventó la realeza y los otros miles de rangos jerárquicos... Es la que ha hecho que los reyes se roben unos a otros los bolsillos, se disputen coronas y feudos, maten a los súbditos ajenos; la que ha impulsado a boxeadores y poetas, a alcaldes de pueblos y a políticos y benefactores grandes y pequeños, a campeones de ciclismo y a jefes de bandoleros, a forajidos del oeste y a Napoleones. Cualquier cosa por adquirir notoriedad; cualquier cosa para que el pueblo o la nación o el planeta griten: «¡Mirad, ahí va, es ése!» Y en cuestión de cinco minutos, sin el menor gasto de cerebelo, de fuerza o de genio, este sarnoso vagabundo italiano los ha derrotado a todos, los ha sobrepasado a todos, porque con el tiempo sus nombres se olvidarán; pero con la amistosa ayuda de los periódicos dementes y de tribunales y reyes e historiadores, ¡el suyo está a salvo y retumbará a lo largo de los siglos mientras el habla humana perdure!¡Oh, si no fuese tan trágico, qué ridículo sería!

Corrí a enseñar esto al Maestro. No sé si alguna vez yo me había tomado tan en serio. Sabía que era, por fin, un actor de la historia.

Él se mostró cáustico.

—Puedo apreciar a grandes escritores —dijo—, pero mira cómo Mark Twain exagera el suceso. Se pone histérico. ¡Mil años! Sisí será olvidada dentro de veinte.

No me atreví a preguntar: «¿No sirve el suceso a un amplio designio?»

Oyó mis pensamientos.

—Oh —dijo él—, ayuda un poco. Pero a ti, como a Twain, te impresionan demasiado los nombres de poderosos. Cuentan muy poco cuando ya se han ido. Me gustaría despojarte de esnobismo. No es el nombre. Sólo un cliente excepcional que desarrollamos
ex nihilo
, o prácticamente
ex nihilo
, puede desviar la historia en nuestro beneficio. Pero para ello tenemos que construirle desde el primero hasta el último ladrillo. Matar a Sisí no reportaba tanto. No conducirá a un descontento social continuado. Jodinskoe todavía nos es útil, mientras que eliminar a Sisí... Te digo que si yo fuera un gourmet y arrancara del árbol un melocotón perfecto, disfrutaría de unos minutos de exquisitez gástrica. Sería algo análogo al placer que nos produce tu magnífico trabajo con Luigi Lucheni. Pero no debes perder el sentido de la medida. —Y aquí sonrió—. Hubo un momento bonito —dijo—. Nuestro gran autor recuperó la sensatez en el último párrafo. Twain también había escrito:

Entre las ineptas tentativas de explicar el asesinato, debemos conceder un rango superior a las muchas que lo han atribuido a «órdenes de arriba». Creo que este veredicto no será popular «arriba». Si el acto fue ordenado desde altas esferas, no hay manera racional de hacer responsable, ni siquiera parcialmente, a este detenido, y el tribunal de Ginebra no puede condenarle sin cometer un crimen manifiesto.

—Sí —dijo el Maestro—, a la hora de tenernos en cuenta, el bueno de Mark Twain debe de haber estado muy cerca de decir «órdenes de abajo». ¡Gracias a Dios, no lo hizo!

¡Cómo se reía el Maestro en las raras ocasiones en que estaba alegre!

8

Como he contado, estuve a cierta distancia de Lambach hasta después del magnicidio, y para entonces los Hitler ya no vivían en el molino de grano ni tampoco en Lambach. Se habían trasladado a una ciudad más grande (Leonding, 3.000 habitantes) que al principio satisfizo mucho a Klara, porque era el fruto de la sutileza con que había manipulado a Alois. Era una novedad. Había tardado años en llegar a entender cómo manipular a su marido. Temerosa de Dios, no quería utilizar tácticas calculadas. Hasta que vivieron en el molino nunca se le ocurrió pensar que podría darle celos.

En realidad, Klara nunca se había creído digna de su marido: él era aún, y de un modo tan predominante, su tío. Pero acabó comprendiendo que incluso podría necesitarla. Aunque en gran medida no la amara, al menos la necesitaba.

Armada por fin con esta idea, reconoció que Alois quizás fuera lo bastante viejo para ponerse celoso. Ella, por su parte, siempre que no violara los mandamientos de Dios, pero torciéndolos un poquito, podría, sí, podría inspirarle a Alois tantos celos que quisiera abandonar el molino.

Esta posibilidad la encarnaba el hombre grande y cubierto de hollín de la planta baja, el herrero Preisinger. Fascinado por él, Adi se pasaba horas seguidas mirándole trabajar y escuchándole hablar. Ella oía sus voces incluso cuando estaba en la cocina del piso de arriba, y era curioso la forma en que engranaban los sonidos procedentes de abajo con los que ella hacía: a la salpicadura de un cubo de agua vertido en una palangana parecía responderle el repiqueteo de un martillo sobre un yunque.

Klara sabía por qué Adi buscaba con tanta ansia la compañía del herrero. El hombre trabajaba con fuego. Era emocionante, aun cuando Klara no quería reflexionar por qué a ella le gustaba tanto el fuego. Si desde la infancia había sabido que Dios estaba en todas tardes, pues bueno, también el diablo. Siempre que uno no se obligara a seguir cada pensamiento, el demonio no tenía acceso. Dios estaría allí para proteger tu inocencia.

Así que para ella era suficiente entender que Adi se sintiera embargado por una sensación de misterio cuando observaba al herrero calentar una pieza de hierro hasta que se pusiera al rojo blanco y en ese momento fundirla con otra pieza también incandescente. Tras aquella fusión vendrían otras soldaduras más complejas que se convertirían en herramientas útiles para cualquier cosa, desde forjar ejes de carruajes hasta remendar arados rotos.

Pronto tuvo ocasión de hacer una visita abajo. Necesitaba una reparación el cilindro de la bomba de agua de la cocina. La grieta quedó cerrada enseguida, pero, para su propia sorpresa, se quedó un ratito más a charlar con el herrero. Él, a su vez, la invitó a que volviera siempre que le apeteciese una taza de té.

A Klara le asombró que Preisinger, aquel hombre grande como un toro, tuviese buenos modales. No sólo la había tratado con el mayor respeto, sino que además sabía conversar, teniendo tan pocos estudios como ella. No alardeaba, pero le dejó la impresión, que a ella le pareció muy agradable (aunque en otro tiempo había sentido exactamente lo mismo por Alois), de que poseía una importancia natural. Apenas daba crédito a lo placentero que le resultaba escucharle sentada en una buena silla del taller mientras Adi, sentado a su lado, parecía casi petrificado.

Los clientes de Preisinger no sólo eran granjeros de la comarca, y de vez en cuando viajeros cuyos caballos tenían problemas con una herradura, sino, según explicó, muchos comerciantes de las inmediaciones que necesitaban reparaciones sueltas. Además, sabía diagnosticar muchas dolencias equinas.

—He tenido ocasión de hacer de veterinario,
Frau
Hitler. Sí, se lo aseguro. Porque a veces tengo que saber más que ellos.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Klara, y su propia franqueza la ruborizó.


Frau
Hitler —contestó Preisinger—. He visto renquear a animales valiosos hasta el punto de no poder casi andar. Y por una simple razón. El veterinario, por bueno que fuera para otras enfermedades animales, no sabía todo lo necesario sobre los cascos de un caballo.

—Supongo que eso es verdad —dijo Klara—. Tiene usted mucha experiencia.

—Se lo dirá el joven Adolf. Hay días de mercado en que hierro no menos de veinte caballos, uno tras otro. Sin parar.

—Sí —dijo Klara—, debe de tener un montón de trabajo cuando hay hielo en el suelo.

A lo cual él respondió:

—Veo que usted entiende de estas cosas.

Klara no pudo evitar sonrojarse.

—Deme un mejor asidero para el hielo —dijo ahora Preisinger—. Cada invierno oigo esto. Una y otra vez. Un día de helada tuve que herrar a veinticinco caballos, y cada uno de los granjeros me pedía que me diera prisa.

—Sí, pero Herr Preisinger no les hizo caso —dijo Adolf—. Me dijo: «La rapidez es la rapidez, pero si un clavo se tuerce ese caballo no volverá a fiarse de ti.»

Adi tenía las mejillas coloradas. No podía contarle a Klara qué otras cosas le había confesado el herrero. «Muchacho», había dicho Preisinger, «había noches en que no podía sentarme porque tenía el nombre del caballo en el trasero.»

—¿El nombre del caballo? —había preguntado Adi.

—El casco. Reconozco a los caballos por los cascos.

—¿Sí?

—Pie Deforme. Casco Torcido. ¿Qué nombre quieres? Te lo encontraré en mis posaderas.

Se había reído, pero luego, al ver la perplejidad de Adi, Preisinger se apresuró a añadir:

—Es broma. Sólo es una broma. Pero un buen herrero sabe que te pueden pagar el trabajo con una coz.

—¿Cuántas veces ocurre eso? —preguntó el chico. Era tan evidente que veía la escena que Preisinger decidió arrancarle de la cabeza estas imágenes.

—Ya no ocurre —dijo—. Ahora ni siquiera pasa una vez al año. Para durar en este oficio tienes que ser muy bueno.

Con Klara, Preisinger prefería hablar de cómo pondría a punto su calafateado especial para el agujero que dejaban los clavos viejos; se preciaba de los diversos tipos de problemas que sabía resolver. Mientras él hablaba, ella miraba las huellas de herraduras sobre el suelo de tierra, en el polvo oscuro de la planta baja. Ciertamente aquel hombre le gustaba. Compartía su orgullo por el ancla que estaba fabricando para un rico: no, un ancla no era pan comido: había que cerciorarse de que no había debilidades entre el arganeo, la caña, la cruz, los brazos, el mapa y la pota. A ella le gustó el sonido de aquellos vocablos. «El mapa y la pota», repitió.

Después de su tercera visita en dos semanas, Preisinger insistió en subir con ella al piso superior una mañana para recoger todos sus cuchillos y afilarlos en su forja. Se negó a cobrarle. Lo que más impresionó a Klara fue que aun teniendo manchado de hollín el mono de trabajo se movía con tal conciencia de dónde estaba que no dejó ningún rastro en la cocina limpia.

Por fin, una noche de sábado en que debía de saber que Herr Hitler se había ido a la Gasthaus a tomar una cerveza, Preisinger se presentó a visitarla vestido con la camisa y el traje de domingo. La visita causó no poca perturbación a Klara (y a Angela), pero él también estaba incómodo y se sentó en el borde del sofá.

Pero Klara recordaría aquella visita con satisfacción, porque cuando volvió Alois, se quedó aún más desconcertado que su mujer al ver a Preisinger sentado en el sofá, con sus manazas unidas sobre las rodillas. Aunque el herrero se marchó poco después, hizo una reverencia a Klara y alcanzó a decir:

—Gracias por su invitación.

Alois aguardó hasta que ella y Klara se quedaron a solas en la habitación.

Ella estaba contrita.

—No, yo no le he invitado —dijo, y movió la cabeza como para reponer en su sitio algunos fragmentos de recuerdo—. Bueno, sí —dijo—, supongo que sí.

Había sido cortés, nada más que cortés. Adolf pasaba tanto tiempo abajo con Herr Preisinger que ella pensó que era de buena educación sugerir al herrero, simplemente sugerirle, que les visitara para tomar un trozo de
strudel.
Pero sólo un día de éstos. Ella no lo había especificado. No había sido una verdadera invitación.

—¿Y le has servido tarta?

—No he tenido más remedio. ¿No se le ofrece nada a un invitado?

—¿Un invitado?

—Bueno, un vecino.

Y así siguieron. Posteriormente, ella nunca supo cuánto de todo aquello pudo haber sido planeado. Ella negaba una posibilidad semejante. Pero menos de dos días después, Alois le informó de que había enviado una carta a un amigo de las aduanas en Linz preguntando si se vendían bienes inmuebles en la ciudad o cercanías.

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