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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (11 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Los dramas excretorios también ofrecen ventajas. Un trasero sucio de bebé envía una señal: la madre es una cliente potencial nuestra. Lo contrario es asimismo útil. Klara es un excelente ejemplo a este respecto. Siempre tenía la casa limpia. Su alojamiento en la fonda Pommer estaba entonces tan inmaculado como un hogar atendido por varias buenas sirvientas. Los muebles relucían. Así también brillaba el ano diminuto de Adi, que su madre mantenía impoluto como un ópalo, pequeño y resplandeciente, lo cual yo también aprobaba: un hijo incestuoso tiene que ser siempre consciente de la importancia de sus excrementos, aunque eso se reduzca a un agujerito del culo al que siempre se le está sacando brillo.

2

No mucho después de que naciera Adolf, Alois decidió abandonar la fonda Pommer. La mudanza representaba su duodécimo cambio de dirección en Braunau durante catorce años. Pero tuvo palabras de elogio para la fonda: «Posee
elegancia.
Creo que no emplearía este término para muchas cosas más de esta pequeña ciudad.» Tenía una docena de comentarios parecidos para amenizar cien situaciones de charla trivial. «Las mujeres son como ocas», decía. «Se las reconoce por detrás.» Esto provocaba carcajadas de taberna, aunque ninguno de los circunstantes supiera explicar qué tenía de particular la retaguardia de una oca. O, cuando hablaba con colegas: «Pillar a un contrabandista es fácil. O bien parecen los infelices que son o bien parecen demasiado perfectos para ser auténticos. Se visten y hablan demasiado bien, y los aficionados hacen un gran esfuerzo por mirarte a los ojos.»

Se encogía de hombros, sin embargo, cuando le preguntaban por qué se había marchado de la fonda Pommer después de cuatro años de residir en ella. «Me gusta variar», decía. La verdad era que ya les había exprimido todo el jugo a las camareras, criadas y cocineras de la fonda que no eran ni muy viejas ni muy feas, y habría podido añadir (y lo hizo, hablando con uno o dos amigos): «Cuando una mujer se te vuelve seca, cambia de casa para aceitarla un poco.»

Con todo, el día en que la familia Hitler abandonó la fonda Pommer, Alois tuvo un pensamiento infrecuente. Fue que el destino aún podría depararle una posición encumbrada. Puntualizaré que su idea de una posición así era que le nombraran jefe de aduanas de la capital de la provincia, Linz. El destino, en efecto, le reservaba aquel puesto. Alois, que no era supersticioso (salvo cuando lo era), decidió que el traslado de la fonda a una casa alquilada en Linzerstrasse fue una buena iniciativa. Él y Klara convinieron en que necesitaban más espacio, y ahora lo tenían. Naturalmente, no había féminas en el desván, pero él ya se las apañaría. Tenía fichada a una mujer que vivía en el trayecto a su casa desde la taberna. Tenía que pagar el privilegio comprando de vez en cuando un pequeño regalo, pero el alquiler de Linzerstrasse era bajo. Era una casa tediosa.

Mientras tanto, se resistía a enamorarse de su mujer. Ella le enfurecía. Si las hormigas fueran como las abejas y tuviesen una reina para la que trabajaban, Klara era la reina de las hormigas, porque ordenaba que a Alois se le pusiera la piel de gallina, que le picase la entrepierna y el corazón le aporreara el pecho, todo lo cual a causa únicamente de que Klara no se movía de su mitad de la cama dividida. Él tenía que pensar en lo bonita que le había parecido la noche de bodas. Llevaba un vestido de seda oscuro, de color rosa y con un cuello blanco —tan blanco como se lo permitió la novia—, y sobre la frente blanca se había cardado unos rizos preciosos. Prendida en el pecho lucía la única joya que poseía, un pequeño racimo verde de uvas de cristal tan reales que te inducían a coger una. Y luego estaban sus ojos: ¡inconfundibles! Tuvo que hacer grandes esfuerzos para no enamorarse de una mujer que tenía la casa más limpia de Braunau sólo para él y tres niños —¡dos de los cuales ni siquiera eran suyos!—; una mujer siempre tan educada con él en público como si fuese un emperador, una mujer que nunca se quejaba de lo que poseía o no poseía y que no le fastidiaba por cuestiones de dinero; que seguía teniendo un solo vestido, el que llevaba el día de la boda, y que, no obstante, si él le hubiera puesto un dedo encima, se lo habría arrancado de un mordisco. Se preguntó si el problema radicaba en la diferencia de edad entre ambos. En vez de casarse con ella tendría que haberla metido en un convento. Pero la piel le escocía al pensar en que ella no le dejaba acercarse.

Cuando bebía en la taberna intentaba recobrar algo de orgullo. Su aversión a la Iglesia se había ya convertido en una tema fijo de conversación. En casa espigaba más material en un libro anticlerical que había encontrado en una librería de viejo de Braunau. De hecho, el librero, Lycidias Koerner, muchas noches tomaba con él una cerveza. Aunque Koerner se mantenía en un nivel académico, más elevado que unas charlas prosaicas, y se limitaba a asentir con la cabeza de vez en cuando, su juiciosa presencia, su barbilla y su labio superior afeitados, sus patillas de boca de hacha y sus anteojos, su cabeza medio calva de pujante pelo blanco, ofrecía un ligero pero legitimador parecido con Arthur Schopenhauer, que de este modo respaldaba hasta el menor asentimiento de Herr Koerner, el suficiente para que los demás funcionarios atendieran a los giros más espinosos del argumento de Alois. Aun así, eran funcionarios —la mayoría admitiría que «Ningún buen hombre quiere que le castren»—, a pesar de que difícilmente se les podía considerar practicantes. En suma, no se sentían muy cómodos cuando alguien se burlaba de una institución prestigiosa, y no digamos de la Santa Iglesia de Roma.

No así Alois. No denotaba miedo al declarar que no tenía miedo.

—Si hay una Providencia más grande que la de Francisco José, yo no la he encontrado.

—Alois, no todo va a parar a un hombre con un signo impreso —dijo el oficial de rango más próximo al suyo.

—Todo es un misterio. Misterio, misterio y misterio, la Iglesia tiene las llaves, ella es nuestra guardiana,
ja?

Los demás soltaron una risa incómoda. Pero Alois pensaba en Klara y en la piedra caliente que su piedad le depositaba en el estómago. Haría polvo esa piedra.

—¿Sabéis? —dijo—. En la Edad Media, las prostitutas eran más respetadas que las monjas. Hasta tenían un gremio. ¡Para ellas solas! He leído algo sobre un convento en Franconia tan apestoso que el Papa tuvo que investigar. ¿Por qué? Porque el gremio de prostitutas de Franconia se quejó de la competencia ilegal que les hacían las monjas.

—Venga ya —dijeron al unísono dos bebedores.

—Es cierto. Sí. Absolutamente cierto. Herr Lycidias Koerner puede enseñaros el texto. —Hans Lycidias asintió lenta, pensativamente. Estaba un poco borracho para saber con certeza a quién debía favorecer su autoridad—. Sí —dijo Alois—, el Papa dice: «Mandad un monseñor a averiguarlo.» Os pregunto: ¿Qué dice el informe del monseñor? Que la mitad de las monjas están encintas. Éste es el hecho escueto. Así que el Papa investiga a fondo en sus monasterios. Orgías. Orgías de homosexuales.

Dijo esto con tal fuerza que tuvo tiempo de dar un largo trago de su jarra.

—Lo cual no debe sorprendernos —dijo Alois, después de haber ingerido también una bocanada de aire fresco—. Hasta el día de hoy, la mitad de los curas están enmadrados. Lo sabemos.

—No es verdad —rezongó uno de los funcionarios más jóvenes—. Mi hermano es cura.

—En tal caso, le saludo —dijo Alois—. Si tu hermano es distinto. Pero así era entonces. Y os aseguro: los curas que eran hombres de verdad eran los peores. ¿No lo dijo el Papa? ¿El propio Papa? Dijo: «Los curas no necesitan casarse mientras el campesino tenga una esposa.»

La tácita exigencia de su voz era que los funcionarios más jóvenes se rieran. Por tanto, así lo hicieron.

—Era exactamente así —dijo Alois—. El comerciante pobre tenía una mujer, el cura tenía diez y el obispo no podía entrar en el cielo. Llevaba consigo demasiadas esposas.

—¿Qué obispo?

—El obispo de Linz, ¿no lo sabes?

Alois no había olvidado al obispo que seis años antes había rechazado su solicitud para casarse con Klara. Se acordaba, desde luego, de que había tenido que declararse insolvente para que le sufragaran los gastos de la traducción al latín de la carta. Aquello aún le dolía.

Sin embargo, camino de casa llegó a una conclusión desdichada: quizás tuvieran que cesar sus diatribas contra la Iglesia. Tenía cincuenta y cuatro años y durante muchos no se había preocupado de su posición en la vida. Sabía que ascendería en los rangos que le eran accesibles, pero no más arriba.

Pero ahora un amigo bien situado en la inspección de finanzas le había dicho que se hablaba de ascender a Alois Hitler a jefe de aduanas en Passau. Habida cuenta que carecía de estudios formales, aquello supondría un verdadero ascenso en la jerarquía.

—Pero ándate con ojo, Alois —le dijo el amigo—. Esto no será hasta el año que viene. Conserva una buena reputación si quieres que te trasladen a Passau.

Él siempre se había considerado extraordinario, un hombre que no temía a nadie (salvo a determinados superiores de uniforme) y dotado de un auténtico magnetismo para las mujeres. (¿Cuántos hombres podrían decir lo mismo?) Además, nunca le había asustado la opinión pública. Nadie que él conociese podía afirmar lo mismo. En aquel capítulo no era un cobarde.

Pero ahora aquel amigo respetado (por medio de su confidente en los consejos superiores de la inspección de finanzas) le estaba diciendo: «Cuidado con la gente de Braunau.»

Esta advertencia le trastornó la digestión. Pues Alois no sabía si confiar o no en su amigo. El hombre gastaba bromas pesadas. De hecho, era el mismo que en una ocasión le había dicho: «La gente de Braunau no es nada. Puedes dejarla con un palmo de narices.» Alois, en efecto, había observado muchas buenas costumbres después de aquella observación, pero lo cierto era que, si tenía algún fundamento el rumor acerca de Passau, sin duda había hablado demasiado aquella noche. De repente se estaba percatando de la gran ambición que tenía, una ambición auténtica que nunca se había confesado a sí mismo. No podía. Habría sido como un río que rompe un dique. Pero ahora sabía al menos esto: tenía que dejar de despotricar contra la Iglesia.

Sí, su mujer quizás fuera una teta fría para él y un jarro de leche caliente para el bebé: ¡vaya un chupón! No se despegaba de la teta. Pero Alois tenía que apechugar con todo aquello: era una esposa útil. Buena para los niños, buena cocinera, muy buena con la Iglesia.

Ahora bien, a él, personalmente, no iban a pillarle en una misa mayor, salvo en días festivos y ceremonias oficiales. No quería sufrir un nuevo acceso de picor, no, no se veía en el confesonario. Le escocía la piel. Un funcionario serio de la corona como él no debía desnudar su alma ante un sacerdote.

Las mujeres, sin embargo, debían ser vistas en la iglesia. De modo que sí, se dijo, Klara era una baza para sus nuevos objetivos profesionales.

3

En nuestras filas, consideramos que una ambición excesiva es una fuerza a nuestra disposición. Nos adherimos a cualquier impulso que se descontrole. De ninguna pasión esto es más cierto que de la ambición desmedida. Pero la ambición también está relacionada con los designios de Dios. En definitiva, Él la concibió para los humanos. (Quería que se esforzaran en alcanzar Su visión.)

Por descontado, la suposición divina era una locura. Como el Maestro nunca se abstiene de decirnos, un ser humano que sufre una ambición excesiva sólo está ejemplificando la falta de previsión del Creador. El D. K., al desear que Su visión fuera innovadora, había creado la voluntad humana como un instinto casi liberado de Él. Una vez más, Dios se había equivocado en sus cálculos. La ambición no sólo es la más poderosa de las emociones, sino la más inestable. Son legión los ambiciosos que culpan a Dios de una racha de mala suerte.

En consecuencia, un gran apetito de éxito despierta forzosamente nuestro interés. Dios, un optimista prodigioso, no había previsto la conveniencia de que los hombres y las mujeres que se proponían promulgar Su visión tuvieran las ambiciones abnegadas de los santos. En cambio, el Maestro siempre había estado atento a los filones de maldad que había en los hombres.

Examinemos el caso de Alois. Muchas personas esconden su ambición en lo más recóndito de su intimidad (escondida hasta para ellas mismas). Pues en cuanto la ambición se desmanda, está dispuesta, de ser necesario, a triturar no pocas convicciones arraigadas sobre la naturaleza inviolable del honor personal. O sobre la lealtad a los amigos. Con demasiada frecuencia, la ambición puede ser tan ciega como una guadaña.

No es de extrañar, pues, que Alois no fuese el único miembro de la familia de Hitler en padecer este trastorno. Por ser un auténtico germen, la ambición es infecciosa. Como Klara tenía ya un hijo que daba todos los indicios de sobrevivir, sus pechos, en consecuencia, estaban henchidos de alegría, la más generosa que nunca había conocido, y lo quería todo para Adi. Hasta tal punto, en realidad, que estaba dispuesta a consentir que su marido traspasara la mitad de la cama.

Empezó un segundo cortejo. Ella todavía amamantaba a Adolf. No había, por tanto, temor a un embarazo. Lo que inspiró el retorno de un cierto interés sexual fue su creciente aprecio de Alois. Después de todo, había edificado cimientos fuertes para el buen futuro de Adolf. Así como su marido se había elevado desde el barro de Strones y de Spital hasta el honor de servir como funcionario a Francisco José, ella, a su vez, se aprestaba a soñar con las alturas a las que Adolf ascendería si demostraba poseer una capacidad equiparable al vigor de su padre.

Para lo cual, sin embargo, necesitaba que aquel mismo padre le amara. Una vez, con su voz más suave, Klara le dijo a Alois:

—A veces me pregunto por qué nunca coges en brazos a Adi.

—Los otros dos se pondrán celosos —respondió él—. A unos niños celosos no se les puede confiar bebés.

—Alois y Angela lo cogen a todas horas —dijo ella—. No tienen celos. Adi les gusta. A veces parece que le quieren.

—Dejemos las cosas como están. Quizás están contentos porque no lo cojo.

—Algunas veces temo que no sea muy importante para ti —osó decir ella.

Había dado un paso más allá de lo que ella pensaba. ¿No tenía él bastante con disponer sólo de una mitad de la cama para que encima ella le regañase?

—¿Importante para mí? —dijo—. A
eso
sí voy a responder. No lo es. No todavía. Quiero ver si sobrevive.

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