El castillo en el bosque (3 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Así que Johann Nepomuk se perfilaba como una posibilidad admisible. ¿No podría ser el padre? Desde luego, era posible. Pero aún teníamos que encontrar más pruebas que descartasen al judío.

Himmler me envió a Graz y me tomé el penoso trabajo de examinar los registros centenarios. En los libros municipales no había constancia de ningún hombre llamado Frankenberger. Estudié minuciosamente el
Israelitische Kultursgemeinde
del registro judío de Graz y el hecho quedó confirmado. En 1496, los judíos habían sido expulsados de la región. Ni siquiera trescientos cuarenta y un años más tarde, en 1837, cuando Alois nació, se les había permitido regresar. ¿Habría mentido Hans Frank?

Después de ver estos resultados Himmler declaró: «¡Frank es un intrépido!» Como Heini me aclaró, había que remontarse desde 1938 a 1930. En este último año, cuando llegó la misiva de William Patrick Hitler, Hans Frank era uno más entre los abogados dispuestos a rondar a nuestra gente en Múnich, pero lo que había hecho era ahora bastante evidente. Había inventado la carta comprometedora con el fin de fomentar una relación más estrecha con su
Führer
. Habida cuenta de la ausencia del documento, Hitler no podía saber si Frank se lo había inventado, decía la verdad o, lo peor de todo, poseía realmente semejante prueba. Si Hitler hubiera enviado un investigador a Graz, podría haber significado el fin de Hans Frank, pero el abogado debió de apostar a la carta de que Hitler no quería saber.

Como Himmler me estaba instruyendo para ser su ayudante principal, también confiaba en no utilizar mi investigación de 1938 para decirle a Hitler que no había judíos en Graz en 1837. En cambio, se lo dijo a Hans Frank. Nos reímos al unísono, porque comprendí al instante. ¿Podía haber un solo oficial dentro de nuestro grupo dominante que no estuviera buscando un asidero fiable en todos y en cada uno de los demás miembros del grupo? Ahora Himmler tenía a Frank en sus manos. Dado aquel entendimiento mutuo, sirvió bien a Himmler. En 1942 (época en la que Frank era conocido como «el carnicero de Polonia»), Hitler se puso nervioso de nuevo por lo de su abuelo judío y nos pidió que mandáramos a un buen agente a Graz. Para proteger a Frank, Himmler le dijo al
Führer
que ya había enviado a uno y que no había encontrado pruebas materiales. Como todo el mundo estaba preocupado por la guerra, el asunto podía quedar más o menos pospuesto. Fue lo que le aconsejó Himmler a Hitler.

LIBRO II
El padre de Adolf
1

El año 1942, sin embargo, es más de un siglo después de 1837. A los efectos, también 1938. Menciono esta última fecha debido a un episodio menor que ocurrió en Austria durante el Anschluss. Proporciona una imagen de Himmler. Aunque, a sus espaldas, le seguían ridiculizando como Heini —sus andares patosos, su pedantería, su culo gordo y plano, un hombre de una mediocridad tan santurrona como la de cualquiera que haya subido demasiado alto—, sus detractores sólo estaban describiendo la cáscara. Nadie, ni siquiera Hitler, creía tan profundamente en los principios filosóficos del nazismo.

Recuerdo que la primera mañana después de la irrupción de los camisas pardas en Viena, una cuadrilla de ellos —gente de cervecería, con grandes barrigas— juntó a un grupo de judíos ancianos y de mediana edad, profesionales y con sus quevedos perfectamente en su sitio, y los puso a trabajar restregando la acera con cepillos de dientes. Las tropas de asalto se reían observando la escena. Aparecieron fotografías del hecho en las portadas de muchos periódicos de Europa y Estados Unidos.

Al día siguiente, Himmler nos habló a unos pocos.

—Fue una licencia onerosa y me complace que ninguno de nuestros SS tuviera nada que ver con semejante grosería. Todos sabemos que esta clase de acciones baja la moral a muchísimos de nuestros mejores hombres. Seguro que esto fomentará los desmanes en Viena. No obstante, hacemos bien en no rechazar de plano el instinto primitivo que revela el acto. Tras mucha reflexión, puedo decir que fue una burla lograda. —Hizo una pausa. Le escuchábamos muy atentos—. Hay un curioso, y hasta diría que escondido sentimiento de inferioridad entre muchos de los nuestros. Piensan que los judíos son más capaces de concentrarse en una tarea que la mayoría de nosotros; los judíos saben estudiar y es la razón por la que tantos de ellos han triunfado burdamente. En esa gente está arraigada la idea de que a la larga lo conseguirán todo trabajando con más ahínco que la raza anfitriona de cualquier país en el que vivan.

»Por tanto, yo diría que este acto brota de la tosca pero instintiva comprensión de nuestro pueblo alemán. Les dice a los judíos que el trabajo, si no se consagra a un propósito noble, carece de sentido. «Restriega con estos cepillos de dientes», les están diciendo nuestros chicos, «porque vosotros, judíos, lo sepáis o no, hacéis exactamente esto mismo todos los días. Vuestra eficiente erudición sólo conduce a contradicciones interminables.» Por consiguiente, pensándolo mejor —concluyó Himmler—, no condenaré de plano los hechos de esos nazis de bajo rango.

Este episodio es útil para quien quiera comprender a Himmler, pero interrumpe mi relato de cómo llegué a conocer la verdad sobre quién fue, en realidad, el padre de Alois. Si bien estoy dispuesto a dar su nombre y describir la ocasión, reconozco que a algunos lectores les disgustará que estas revelaciones se hagan sin mencionar mis fuentes. Un hecho no es un hecho, dirán algunos, si no se pueden exponer los medios por los que se ha averiguado.

Lo suscribo. Sin embargo, no voy a revelar mis verdaderos medios, no todavía. Utilizar los recursos de la Sección IV-2a resultó insuficiente en esta ocasión, pero confeccioné una respuesta para Heini; sabía que el producto final respaldaría su tesis, que la aceptaría.

Por ahora contentémonos con las conclusiones expuestas por Himmler en 1938. En cuanto transmití la información de que el judío de Graz no existía, sugerí que nuestra investigación se trasladase a las acciones del único hermano de Maria Anna Shicklgruber que en realidad había sido lo bastante emprendedor para abandonar el barro de Strones y ganar algún dinero como viajante comercial. Lo mejor de sus hermanos era que pasaban periódicamente por Graz y, en consecuencia, decidí basar nuestra búsqueda en él y pasar por alto a la auténtica familia para la que Maria Anna había trabajado: una viuda y dos hijas. Examinando sus cuentas bancarias, era evidente que ella no recibió nunca dinero de aquellas mujeres y que, en efecto, despidieron a Maria Anna cuando descubrieron que había cometido pequeños robos. ¡El embarazo de una soltera podía tolerarse, pero no la pérdida de unas pocas monedas! Decidió entonces que Maria Anna quizás pretendió proteger a su hermano diciendo a sus padres que el dinero procedía de un judío. Esto les desviaría de la pista.

Sin embargo, antes de comunicar esta conjetura a Himmler, fabriqué —o eso creí— una alternativa más prometedora. ¿Porqué no elegir como nuestro agente principal a Johann Nepomuk Hiedler, el muy diligente hermano menor? Aunque el viajante de comercio, el hermano de Maria Anna, ofrecería a primera vista un caso de incesto, seguiría distando un paso del objetivo real de Himmler, ya que plantearía que el padre, Alois, era el fruto incestuoso en lugar de Adolf.

Por otra parte, si Maria Anna concibió a Alois con Johann Nepomuk, la tesis de Himmler quedaba fortalecida. De forma considerable, pues Klara Poelzl, la joven que sería la tercera mujer de Alois y habría de ser la madre de Adolf Hitler, era también nieta de Johann Nepomuk. ¡Si Alois era hijo de Nepomuk, Klara tenía que ser la sobrina de Alois! Un tío y su sobrina, Alois y Klara, habían engendrado a nuestro
Führer
. Esto sería una demostración sólida. Además, yo sabía cómo embellecérsela a Heini. Mi guión definitivo tenía un sabor carnal: declaré que Maria Anna Schicklgruber y Johann Nepomuk Hiedler habían concebido a Alois el día en que ella volvió de Graz para una visita. Dio la casualidad de que Nepomuk, que vivía en Spital, estaba visitando Strones y se acostó en la paja durante la hora que pasó con Maria Anna. Ella se quedó embarazada al momento. Nepomuk no pudo cuestionar la noticia, porque el acto había sido excepcional. En efecto, ella le dijo, en cuanto recobró la respiración: «Me has dado un hijo. Te lo juro. ¡Lo noto!»

Como mi libreto también explicaba, Johann Nepomuk amaba a su mujer, amaba a sus tres hijas y nunca trastornaría su hogar. No obstante, estaba dispuesto a considerar el asunto desde el punto de vista de Maria Anna. Era un hombre decente. De modo que la instó a que dijera a sus padres que recibía dinero de Graz, pero que él, Johann Nepomuk, sería el que enviaría sumas regulares para el hijo en camino. Y ella dijo a su familia que el dinero llegaba todos los meses de Graz, aunque nadie vio nunca los sobres.

Maria Anna aceptó la situación, pero ¿cómo iba a estar satisfecha? Transcurridos cinco años, le dijo a Nepomuk que tendría que confesar la verdadera historia. Le dijo que era humillante afrontar a las mujeres de Strones cada vez que salía de su casa con un niño de cinco años cogido de la mano.

Johann Nepomuk propuso que su hermano mayor, Georg, ocupase el lugar de consorte. A Nepomuk no le gustaba su hermano y a Georg no le gustaba Nepomuk, pero una nueva fuente de dinero es vital para un borracho. Exagero, pero no mucho. Georg se casó con Maria Anna por su estipendio y disfrutó del conocimiento de que procedía de Nepomuk, que trabajaba aún más duro labrando sus campos para reunir unos kronen adicionales. Para Georg constituía un placer especial servirse del sudor de un hermano más joven que financiaba sus derroches. Poseía un fondo de fea entraña. Un furor perfecto, lleno de fracaso.

Maria Anna, por fin casada, quería un marido dispuesto a decir que era el padre de Alois, pero Georg se apresuró a decirle que estaba inmiscuyéndose en un asunto que implicaba su honor personal. Si en el curso de numerosas parrandas se las había ingeniado para informar a unos pocos de sus camaradas beodos la razón exacta de que se hubiese casado —¡por el dinero, imbécil!—, con mayor motivo se negaba a ponerse en ridículo legitimando a aquel mocoso que todo el mundo sabía que no era suyo. Tal vez fuera un borrachín y un inútil, pero desde luego no era un cornudo. ¡Que este bastardo lo siga siendo!

Tal fue la leyenda que le expuse a Himmler. La respaldaban entrevistas que hice a los pocos habitantes de Strones tan viejos que habían nacido antes que nuestro alcohólico, Johann Georg Hiedler, muerto en 1857. Los eslabones, examinados de cerca, eran demasiado herrumbrosos para sostener la historia, pero aguantaron porque a Himmler le gustaron estas conclusiones. Yo había presentado una historia familiar en la que no había judíos en el torrente sanguíneo del
Führer
, y su padre y su madre eran tío y sobrina carnales. Por consiguiente, había logrado hacer de Adolf Hitler un fruto del incesto en primer grado y en segundo de consanguinidad.

Himmler tuvo una revelación.

—Esto —dijo— muestra más que cualquier otra cosa el valor y la fortaleza increíbles del
Führer
. Como he señalado a menudo, una muerte temprana o una malformación grave suelen ser el pronóstico más probable para los frutos de incesto en primer grado, pero una vez el
Führer
nos ha demostrado su incomparable perseverancia. Genio y voluntad, las singulares cualidades de carácter, derivadas de la rara agudización que se halla en los vástagos de incesto en primer grado, aunque sean en segundo de consanguinidad. Nos ha tocado en suerte el resultado triunfante. Los genes agrarios de nuestro
Führer
, fortificados a lo largo de generaciones, han encontrado una metamorfosis triunfal en sus virtudes trascendentes.

Aquí, Himmler cerró los ojos, se recostó y exhaló aire lentamente. Fue como si tuviera que expulsar todos los espíritus errantes que había en sus pulmones.

—No volveré a hablaros de esto —continuó, en voz baja—, pero las ocasiones de incesto cercano son realmente peligrosas. Es necesario que la Voluntad del
Führer
salga airosa en una situación así. —(Pongo voluntad con mayúscula porque empleó la palabra con reverencia)—. Tengo la convicción de que en el mundo de espíritus sobrenaturales que nos rodean, hay muchos elementos que con razón llamamos malignos. Es incluso posible que el peor de esos espíritus congregue una presencia a la que en otro tiempo nombrábamos Satanás. Esta encarnación, si existiera, sin duda prestaría una gran atención a los hijos del incesto de un grado muy próximo. Pues, en verdad, ¿cómo un maligno semejante podría no afanarse en deformar las posibilidades excepcionales resultantes de la duplicación de genes divinos? Tanto más poder para Herr Hitler, entonces. Yo afirmaría que ha sido realmente capaz de mantenerse firme con la Visión frente al propio diablo.

Poco sabía Himmler que sus observaciones podían multiplicarse por orden de magnitud. Yo no había estado divulgando una falsa leyenda, sino una ironía. En efecto, la versión que yo había fabricado tan sólo con pruebas escasamente verosímiles resultó ser cierta. Era Johann Nepomuk Hiedler el que facilitaba el dinero y Alois Schicklgruber era su hijo secreto. Pero la ironía dentro de esta ironía era que el hijo de Alois, Adolf Hitler, no era sólo un hijo del incesto en primer grado y en segundo de consanguinidad, sino que había sido concebido en el centro mismo de incesto. La sobrina, Klara Poelzl, que habría de ser la tercera esposa de Alois y la madre de Adolf Hitler, no sólo era la mujer de Alois sino también su hija biológica. De esta relación ofreceré pronto muchos detalles.

2

Para cumplir esta promesa, ahora debo ampliar estas memorias y comenzar una historia familiar en gran parte como si fuese un novelista convencional de la vieja escuela. Entraré en los pensamientos de Johann Nepomuk, así como en numerosas percepciones de su hijo ilegítimo, Alois Hitler, e incluiré asimismo los sentimientos de las tres mujeres de Alois y de sus hijos.

Sin embargo, hemos terminado con Maria Anna Schicklgruber. Aquella madre infeliz falleció en 1847, a la edad de cincuenta y dos años, diez después del nacimiento de Alois. Se estableció que la causa fue «tisis derivada de hidropesía del pecho», una tuberculosis galopante que contrajo durmiendo en el pesebre durante sus dos últimos inviernos. La causa colateral fue la furia. Hacia el final, pensó muchas veces en lo sana que había sido a los diecinueve años, en su cuerpo veloz y en su voz cantarina, alabada por su belleza cuando fue solista del coro parroquial de Doellersheim. Pero ahora, tras haber sufrido la maldición de tres decenios de expectativas fallidas, la embargaba la cólera añadida que Georg aportaba a sus ayuntamientos esporádicos. Él, sin embargo, como muchos borrachos predecesores, logró sobrevivir a la suposición de todo el mundo de que la muerte le llegaría pronto. Tras la de Maria Anna, Georg fue tirando durante diez años más. La bebida no sólo había sido su perdición, sino su querida medicina y, sólo al final, su verdugo. Murió en un día. Lo atribuyeron a una apoplejía. Como nunca se molestaba en visitar a Nepomuk ni a Alois, no notaron su falta, pero por entonces Alois tenía veinte años y trabajaba en Viena.

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