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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (8 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—¿A quién demonios le importa? —rezongaba él, y ella se arrimaba más al placer pecaminoso.

Invariablemente, Klara lloraba cuando habían terminado. Era lo único que acertaba a hacer para no gritarle. En su fuero interno no había pasado del todo la congestión de todo aquello. Tan culpable se sentía.

Ahora le tocaba a Klara ir a misa. Trabajaba para el diablo (¡lo sabía!). Sentía como si sus más nobles impulsos la acercasen al Maligno, incluso la amorosa atención que dedicaba a Alois hijo y a Angela. Cuanto más les adoraba, peor tenía que ser. Su presencia deshonrada podía contaminar su inocencia.

Y además estaba Fanni. Klara no se lo había dicho pero sabía que debía hacerlo. En efecto, si Fanni no lo sabía entonces sin duda lo descubriría tan pronto como su vida terminase, pues podría observar desde el otro lado. Fanni se quedaría con la idea insoportable de que Klara nunca se molestó en decírselo.

Sin embargo, cuando Klara se lo confesó, la última semana de la vida de Fanni, la respuesta fue breve:

—Es mi castigo por haberte tenido alejada cuatro años. Es justo.

—Cuidaré al niño y a la niña como si fueran míos.

—Los cuidarás mejor de lo que yo lo haría —dijo Fanni, y apartó la cara. Dijo—: Está bien, pero no vengas más a verme.

Entonces Klara supo de nuevo que vivía en las garras del Maligno. Pues si al principio se sintió dolida, pronto la enfureció que Fanni hubiera vuelto a despedirla, y la rabia persistía el día en que la enterraron, un día muy largo, ya que Alois no la sepultó en Braunau. Había elegido Ranshofen (Al-borde-de-la-esperanza), el lugar donde se casaron. No fue una decisión sentimental, sino irritada. En Braunau circulaba el rumor de que había comprado el ataúd de Fanni meses antes de que falleciera. La gente decía nada menos que había encontrado antes una auténtica ganga (una caja de caoba confiscada a un contrabandista en el puesto aduanero). En verdad, había comprado la maldita caja sólo diez días antes. No llevaba meses sentado encima de ella. Por tanto, no perdonaba aquellas habladurías. Además, sobreestimaban la tragedia de la muerte. Muy a menudo, era como despedirse de un amigo que ha gastado todas las bienvenidas. En verdad, no tenía intención de visitar con frecuencia el cementerio. Sus ojos se posaron en Klara aquella noche. Después del entierro no paraba de mirarla. Aquellos ojos azules, ¡tan parecidos al diamante del museo!

En la cama, aquella noche calurosa de agosto, la vida de Klara recibió nueva vida. Le había llegado directamente hasta el corazón, o eso sintió. Su alma parecía residir ahora justo debajo del corazón, y a punto estuvo de caer en la oscuridad por causa del placer: salvo que el placer no se terminaba. Ahora no se detenía. Ella pertenecía al demonio. La había excavado con el deleite más maléfico que ella había conocido, y en consecuencia a la mañana siguiente sucumbió a una culpa tan pesada como un árbol empapado de agua. Pasó un momento atroz al comprender que parte de su placer procedía del hecho de que Fanni hubiese muerto. Sí. Todo el amor que profesaba a la amiga postrada tanto tiempo se había transformado en una alegría nefasta, en el júbilo largo tiempo contenido y que por fin podía liberar porque la mujer que la había proscrito durante años había muerto. Por fin Klara podía ser la esposa.

Se quedó embarazada. No era de extrañar.

Nunca declaró su deseo de que él la desposase, pero Alois lo sabía. «Un hombre puede ser un idiota», solía decir, «pero hasta un idiota aprende de la experiencia. Sólo por esto habría que juzgarle.» De modo que sabía que tenía que asumir aquel nuevo deber.

Además, quería casarse. El desagrado de las buenas gentes de Braunau se le había colado debajo de la piel. Literalmente. Le aquejaba un picor inaguantable que a veces duraba incluso una hora. Por primera vez, consideró la posibilidad de que las cartas anónimas escritas acerca de él al servicio de finanzas no necesariamente iban a ser desechadas por los funcionarios que las recibían. Se harían pesquisas. Los asuntos así avanzaban despacio, pero ahora que Klara estaba embarazada, podría resultar una imagen ofensiva que, al cabo de cuatro o cinco meses, no pudiera salir a la calle por culpa de su voluminosa barriga. Aquello no sería miel sobre las hojuelas enviadas a la inspección de finanzas.

También podía decirse a sí mismo que era la primera vez que le gustaba la mujer con la que se casaría. Anna Glassl había satisfecho su sentido de rango —un hecho indiscutible—, pero no le gustaba el olor tenue de su perfume. Y Fanni, por decir lo mínimo, era como una fiera con sus cambios de humor. Sin embargo, Klara era apacible y sabía de dónde procedía. A él tenía que gustarle cómo cuidaba a los niños y, bueno, no era una perspectiva horrible que Klara le diese una familia numerosa. Sellaría la boca a los murmuradores.

En todo caso, con la muerte frecuente de los niños, una familia numerosa era una forma más de seguro. Perdías unos cuantos y aún tenías otros.

Por otra parte, técnicamente, él y Klara eran primos. Cuando Alois hizo sus primeras investigaciones en la parroquia de Braunau, descubrió que tendría que rellenar una solicitud.

Ahora bien, debía preocuparse de la mentira que había sido certificada casi nueve años antes, cuando había viajado a Strones con Johann Nepomuk y los tres testigos. ¿Se interpondría aquello en su proyecto de una boda rápida? En el documento oficial él era hijo de Johann Georg Hiedler y por consiguiente primo segundo de Klara. ¿Sería un parentesco demasiado cercano? Si afirmaba ahora que Johann Georg no era en absoluto su padre, tendría que volver a ser Alois Schicklgruber. ¡Ni hablar! Así que él y Klara tendrían que dar el paso de pedir una decisión eclesiástica.

El párroco de Braunau, el padre Koestler, procedió a estudiar el problema. Al cabo de un mes emitió un dictamen desalentador: no estaba facultado para otorgar dispensas como la que solicitaba Herr Hitler. Klara y Alois tendrían que dirigirse al obispo de Linz. El padre Koestler ayudaría a Alois a escribir la carta.

3

Reverendísimo obispo:

Los que con la más humilde devoción han suscrito lo que sigue desean casarse. Pero según el árbol genealógico adjunto se lo prohíbe el impedimento canónico de una afinidad colateral. Por consiguiente solicitan humildemente de su Ilustrísima les conceda una dispensa basada en los motivos siguientes:

El contrayente es viudo desde el 10 de agosto del presente año y es padre de dos menores, un niño de dos años y medio (Alois) y una niña de un año y dos meses (Angela), y los dos necesitan los cuidados de una niñera, tanto más porque el padre es un funcionario de aduanas que pasa el día y en ocasiones la noche fuera de casa y no se encuentra, por tanto, en condiciones de supervisar la educación y la crianza de sus hijos. La novia se ha ocupado de ellos desde la muerte de su madre y la quieren mucho. De ahí que haya motivos para deducir que los niños serán bien educados y que el matrimonio será feliz. Además, la contrayente carece de recursos y es improbable que vuelva a tener otra oportunidad de hacer una buena boda.

Por las razones expuestas, los abajo firmantes reiteran su humilde petición de la misericordiosa concesión de una dispensa del impedimento de parentesco.

Braunau am Inn, 27 de octubre de 1884

Alois Hitler, novio

Klara Poelzl, novia

Alois se había hecho amigo del ama de llaves del padre Koestler, una mujer madura y regordeta con luz en los ojos.

Como él a su vez poseía esa misma luz, le enseñó la carta y dijo:

—No se menciona una razón importante para el casamiento. La novia está embarazada.

—Oh, eso ya lo sabemos —dijo ella—, pero no es buena idea dejar una piedra en el sobre.

Tras una pausa para digerirlo, Alois dijo:

—Es un buen consejo. Está muy en su sitio. —Y le puso la mano en el trasero, como para comprobar el centro de su sabiduría. Ella le cruzó la cara.

—¿Cómo ha podido hacer esto? —preguntó Alois.

—Herr Hitler, ¿acaso no le abofetean muchas veces?

—Sí, pero también recibo sorpresas agradables. De buenas mujeres que no son tan altivas y poderosas como usted.

Ella se rio. No pudo evitarlo. Los carrillos de su cara debían de estar tan rojos como el lugar en que él había depositado su cumplido.

—Buena suerte con el obispo de Linz —dijo ella—. Es un hombre tímido.

No hubo noticias de Linz hasta un mes después. El obispo no les concedía la dispensa.

Si Alois había sentido poco afecto por la Iglesia, ahora la despreciaba.

Los clérigos llevan sotanas negras, se dijo, para taparse sus culos blancos como el lirio.

Al padre Koestler le preguntó, con respeto:

—¿Y cuál es ahora el paso siguiente?

—Ahora los eruditos diocesanos tiene que traducir al latín la carta que contiene su petición. De este modo podremos enviarla a Roma. Creo que la curia papal será más receptiva. Suele serlo.

Sí, pensó Alois, estarán lo bastante lejos para no preocuparse de una pareja de austriacos. Al cura le dijo:

—Gracias por sus conocimientos. Aprendo mucho de usted, padre. Creo que en Roma verán que el acto de proporcionar una madre decente a mis dos hijos constituye una buena virtud católica. Es la que yo quiero adquirir.

Sus insinuaciones no fueron pequeñas. Era un pecador que quizás decidiera volver al redil materno.

El padre Koestler estaba tan complacido que le ofreció un buen consejo económico. Como la traducción al latín era onerosa, podría ser sensato firmar una
Testimonium pauperatis.

—¿Es decir, una «declaración de pobreza»?

Alois sabía traducir este latín sin ayuda.

—Suprimirá la obligación, Herr Hitler, de pagar la traducción.

Herr Hitler se abstuvo de comentar que como funcionario de la corona se consideraba pudiente, gracias. Y aceptó el consejo. No estaba tan alejado de la sabiduría natural para querer pagar un diezmo que podía ahorrarse.

Tres semanas más tarde, cerca de la Navidad de 1884, Roma concedió la dispensa. Pero Alois y Klara aún tuvieron que esperar. No se celebraban bodas hasta dos semanas después del aniversario del santo nacimiento. Este nuevo retraso resultó aciago para Klara; cuando llegara el momento su barriga de cuatro meses sería visible.

—Tenemos aquí un chico grande —dijo Alois.

—Espero que sí —dijo ella. ¿Qué podía salir de una madre como ella, que se había sentido tan próxima del Maligno en una noche tan crucial? E incluso si el niño vivía, ¿podría estar marcado? La idea rondaba su boda.

Al igual que en muchos casamientos de funcionarios de aduanas, el día se dividió en dos partes. Como diría Klara: «Estábamos en el altar antes de las seis de la mañana, pero a las siete el tío Alois estaba de servicio en su puesto. Estaba oscuro todavía cuando volvía nuestro alojamiento.»

Por la noche hubo una recepción en la fonda Pommer y Johann Nepomuk, a la sazón ya viudo, hizo el viaje desde Spital a Braunau acompañado de la hermana de Klara, Johanna, que se llamaba como su madre, Johanna Poelzl, quien envió sus «más sentidas disculpas». Tanto mejor, pensó Alois.

La hija de Johanna, que la representaba (y también se llamaba Johanna), era jorobada. Esto dio pie a unas burlas a escondidas de dos funcionarios.

—Sí —dijo uno—, la cuestión es saber si Alois pensará que trae suerte frotarle la joroba.

—No hables tan alto —dijo el otro—. He oído decir que esta cheposa tiene un genio endiablado.

Hubo música. Tocaron un acordeón y Alois y Klara bailaron como pudieron, pero Alois tenía las piernas rígidas. Tantas horas de pie en el servicio no te convertían en un artista del baile.

Otros les siguieron: funcionarios aduaneros y sus mujeres. Una de ellas tenía un hijo lo bastante mayor para bailar una polka vigorosa con la criada recién contratada por los recién casados, una chica de mejillas coloradas y ojos alegres que se llamaba Rosalie, y que también había preparado una pierna de ternera y un lechón asados para colocarlos en el centro del banquete nupcial.

Asimismo había arrojado demasiados leños al fuego. Los demás bailarines pronto desistieron. En la habitación hacía un calor excesivo. A medias enfadado y a medias eufórico, Alois no cesaba de pinchar a Rosalie:

—Oh, ni eres la que tiene prisa en quemar los bienes de un hombre, ¿eh?

Y Rosalie se tapaba las mejillas con las manos y soltaba una risita. Abría los ojos de par en par cuando la provocaban. No era su menor encanto lo pechugona que era, y sus pechos palpitaban después de la polka. Ni siquiera necesitaba esto para convencer a Klara. Alois se preparaba para su diversión siguiente. Ella recordaría aquella noche durante todos los años venideros, aquellos de tristeza en que el niño Gustav que estaba gestando y los dos que vendrían después, Ida y Otto, morirían el mismo año, Gustav con dos, Ida con uno y Otto con sólo unos meses de vida.

Johann Nepomuk también advirtió el calor que hacía en la habitación y la expresión en los ojos de Rosalie.

—Despide a esa criada —le susurró a Klara, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

—La siguiente podría ser peor —le cuchicheó ella en respuesta.

Nepomuk tuvo una pesadilla horrible después de la boda. Le pareció que el corazón le estallaba. Podría haber muerto aquella noche en la cama, pero vivió tres años más. No hay nada más resistente a la rotura que el corazón de un viejo y rudo campesino. Sin embargo, nunca volvió a ser el mismo, un castigo cruel para un viudo anciano que intentaba aferrarse a lo que le quedaba. La muerte le llegó a los ochenta y un años, con la misma epidemia que se llevó a los niños.

4

La difteria había irrumpido en la familia como la peste negra.

Manaba mucosidad de la garganta del niño de dos años y la niña de un año, una erupción de flema verde, más espesa y pesada que el barro de Strones. El niño y la niña emitían ruidos ásperos, sonidos emitidos con la autoridad torturada de un anciano y una anciana que esforzaban los pulmones como galeotes para despejar una salida estrecha como una paja. Gustav murió el primero, siempre enfermizo, un niño de dos años y medio que parecía el espectro de los hermanos y hermanas de Klara fallecidos, y tres semanas después de Gustav murió Ida, de quince meses, que con sus ojos azules era la viva imagen de Klara. Las dos muertes volvieron a la madre en el golpe que siguió pronto. Fue la muerte de Otto —¡que sólo tenía tres semanas!—, fallecido a causa de un cólico galopante que le vació entero. El hedor de un bebé nacido para morir en sus tres primeras semanas de vida se asentó en la nariz de Klara como si sus orificios nasales fueran otro miembro del recuerdo.

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