Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
No dudó quién era el culpable. Alois había estado cerca del Maligno. Pero ella lo entendía. Un chico en Viena completamente solo y siempre lleno de deseos. ¡Por supuesto! Pero ella no tenía disculpa. Había deseado una familia en la que los hijos no muriesen, sino que llegaran a la mayoría de edad, y sin embargo había sido infiel a Dios Todopoderoso la noche en que Gustav fue concebido, sí, y aún intentaba encontrar aquel placer secreto las noches en que Alois le hacía el amor, por variar la dieta de su idilio con Rosalie, la cocinera nueva, en la fonda Pommer.
Le odiaba por aquellas acciones. Pero ya había aprendido que aquel tipo de odio era traicionero. Parecía acrecentar su deseo. Por el contrario, las noches en que sentía un momento de amor por Alois, toda aquella buena vida se convertía en hielo por debajo. Alois refunfuñaba cuando ya estaba consumado el acto y ella le besaba en un afán de arreglar las cosas.
—Tu boca hace promesas que no cumple —le decía él.
No era como si estuviesen casados. Tenía siempre presentes a Anna Glassl y a Fanni. Klara había empezado siendo una criada, luego pasó a ser la niñera de los hijos de Fanni y después su madrastra, pero sus propios hijos habían muerto. Alois hijo y Angela habían sido enviados a Spital cuando la difteria atacó a los más pequeños, y se salvaron del contagio. Habían vuelto con Klara, pero las tres habitaciones que ocupaban en la fonda seguían apestando a la fumigación posterior a cada muerte, y en la ropa de Klara persistía el olor de los tres días distintos en que había asistido a los entierros en el cementerio. Sabía lo pequeño que podía ser un féretro —lo había aprendido de los fallecimientos en la familia Poelzl—, pero los féretros en miniatura de sus propios hijos fueron como tres cuchilladas en el corazón que le despertaron el amor que no se había atrevido a sentir en vida de ellos. Había estado aterrorizada por el mal que podía causar a aquellas almas recién nacidas. Hasta después de la muerte de Gustav no se percató de que le amaba.
Alois, por su parte, había decidido que no iba a perdonar a Dios. A sus amigos en la taberna vecina de la casa de aduanas, sobre todo a los recién llegados, les hablaba con la autoridad de sus tres decenios de servicio en la oficina.
—Es el emperador el que tiene el poder de guiarnos —les dijo una calurosa noche de verano—. El auténtico poder reside en él. Dios no hace más que matarnos.
—Alois —dijo un viejo amigo—, hablas como si no tuvieras miedo de comparecer arriba.
—Arriba o abajo, la verdadera autoridad para mí es Francisco José.
—Vas demasiado lejos —dijo su amigo.
Por lo general, Alois no llegaba a casa de buen humor. La cerveza se disipaba en una nube agria. Reñía a su hijo Alois, reprendía a Angela y a Klara no le dirigía la palabra. Ahora bien, una vez a la semana, y no más (y le enfurecía cuánta vitalidad le habían arrebatado aquellas tres muertes), volvía a mirar a Klara como lo había hecho la primera noche y trataba de imaginar una manera de instruirla en determinadas
spécialités de la maison.
Alois no hablaba francés pero sabía todo lo que hacía falta saber al respecto de aquellas cuatro palabras. Un funcionario de aduanas había estado en París en su juventud. Contaba que en un burdel de allí había aprendido más en dos noches que durante todo el resto de su vida.
Alois se resistía a dejarse impresionar. Algunos de los detalles no le resultaban desconocidos. A Fanni, para empezar, le gustaba introducir la boca en muchos sitios, y Anna Glassl no se comportaba como una dama cuando entraba en materia. Y una y otra vez Alois recibía una agradable sorpresa húmeda de alguna de las criadas o cocineras.
Por supuesto, aquellos días estaba con una criatura asustada cuyo torso podía abrasarle aunque sus muslos estuvieran tan fríos como un banco de nieve. Ella hacía el amor, sí, cuando él conseguía entrar realmente en ella —no muchas veces—; ella era tan fuerte como el sabueso, sí, muy parecidas a perras a las que él había visto gruñir y lanzar una dentellada contra los genitales de un perro. Klara no gruñía ni mordía, sino que saltaba sobre su altar, sola, siempre sola, y era tan íntima que él quería colocar la boca donde más íntima era Klara, y luego introducir el sabueso dentro de la boca de ella. Él le indicaba el emplazamiento de la devoción.
Spécialités de la maison!
Si, la calurosa noche de verano en que intentó abrirle las piernas cerradas, y en que él empujó más que nunca con la fuerza de sus brazos, hubo un momento en que le superó el aliento. ¡Una punzada sorprendente! Por un instante sintió como si le hubiera fulminado un rayo. ¿Era su corazón? ¿Estaba al borde de la muerte?
—¿Estás bien? —le gritó ella cuando se tumbó a su lado, resollando con un estertor tan horrible como los últimos arrestos de los hijos perdidos.
—Muy bien. Sí. No —dijo. Después, Klara se le echó encima. No sabía si así le resucitaría o le remataría, pero le embargó el mismo desprecio, afilado como una aguja, que le había sobrevenido después de la muerte de Fanni. Ésta le había dicho una vez lo que debía hacer. Así que Klara se colocó al revés y puso su cosa más innombrable encima de la nariz y la boca resollantes de Alois, y tomó entre los labios el ariete viril. El tío Alois estaba entonces tan blando como una voluta de excremento. Le succionó, no obstante, con una avidez que estaba segura de que sólo podía proceder del Maligno. De él había surgido el impulso. De modo que ahora los dos tenían la cabeza en el extremo que no era y el Maligno estaba presente. Él nunca había estado tan cerca.
El sabueso empezó a cobrar vida. Justo dentro de la boca de Klara. La sorprendió. Antes, Alois estaba muy fláccido. ¡Pero ahora volvía a ser un hombre! Lubricada su boca por la savia femenina, se volvió y abrazó su cara con toda la pasión de la boca y el rostro, por fin preparado para penetrarla con el sabueso e introducirlo en la piedad de Klara, sí, maldita piedad toda, pensó Alois —¡maldita consorte meapilas, maldita iglesia!—; acababa de volver de entre los muertos, por algún milagro había retornado, con su orgullo igual que una espada. ¡Aquello era mejor que una tempestad en el mar! Y después fue más allá de aquel momento, pues ella —la mujer más angelical de Braunau— sabía que se estaba entregando al demonio, sí, sabía que estaba allí presente, con Alois y con ella, los tres libertinos en el géiser que manaba de Alois, después de ella y ahora juntos, y yo estaba allí con ellos, era la tercera presencia y me vi arrastrado hacia los maullidos del trío que se despeñaba por la catarata, Alois y yo llenando el útero de Klara Poelzl Hitler, y en efecto supe en qué momento la creación se produjo. Así como el ángel Gabriel sirvió a Jehová una noche trascendental en Nazaret, así también yo estaba allí con el Maligno en la concepción de aquella noche de julio, nueve meses y diez días antes de que Adolf Hitler naciera el 20 de abril de 1889. Si, yo estuve allí, un oficial de rango en el mejor servicio de inteligencia que jamás ha existido.
Sí, yo soy el instrumento. Soy un oficial del Maligno. Y este instrumento de confianza acaba de cometer un acto de traición: no es aceptable revelar quiénes somos.
El autor de un manuscrito inédito y sin firma puede intentar el anonimato, pero el margen de seguridad no es grande. Si desde el principio he hablado de mi temor a asumir esta tarea es porque sabía que tarde o temprano tendría que darme a conocer. Ahora, sin embargo, que he ofrecido esta revelación, hay un cambio de dato. Ya no se me puede considerar un oficial nazi. Aunque en 1938 pude afirmar que era un ayuda de confianza de Heinrich Himmler (por el medio, sí, de habitar un cuerpo auténtico de oficial de las SS), fue algo temporal. Cuando nos lo ordenan, siempre estamos dispuestos a asumir estas funciones, estas moradas humanas.
No obstante, reconozco que estas observaciones son apenas accesibles a la mayoría de mis lectores. Teniendo en cuenta la autoridad actual del mundo científico, casi todas las personas instruidas tuercen el gesto ante la idea de un ser como el diablo. Son aún más reacios a aceptar el drama cósmico de un conflicto en curso entre Satanás y Dios. La tendencia moderna consiste en creer que tal elucubración es un disparate medieval felizmente extirpado por la Ilustración hace siglos. La existencia de Dios quizás sea aceptable para una minoría de intelectuales, pero no la creencia de que existe un ser opuesto e igual a Dios o casi. ¡Un misterio es tolerable, pero nunca dos! Eso es pasto para los ignorantes.
No hay que sorprenderse, pues, de que el mundo tenga una comprensión empobrecida de la personalidad de Adolf Hitler. Le detestan, sí, pero no le comprenden: al fin y al cabo, es el ser humano más misterioso del siglo. Con todo, yo diría que comprendo su psique. Fue mi cliente. Seguí su vida desde la infancia a lo largo de su evolución como la bestia salvaje de su época, aquel político de apariencia tan inofensiva con su bigotito.
Puedo decir que de recién nacido era el producto más típico de Klara Poelzl. No era saludable. Ciertamente, Klara se aterraba cada vez que de su nariz rezumaba una gota de mucosidad o que la burbuja de un esputo asomaba por sus labios de bebé.
Probablemente es verdad que ella se habría muerto si él no hubiera vivido. La atención que prestó a los primeros días de Adolf habrían parecido histeria en cualquier mujer con menos motivos de preocupación, pero Klara vivía al borde del abismo. Ahora impregnaba sus recuerdos de las noches con Alois el penetrante olor corrupto de la enfermería cuando Gustav, Ida y Otto fueron muriendo uno tras otro con pocos meses de diferencia en el mismo año. Había rezado devotamente a Dios para que salvara a sus tres pequeños, pero los rezos fueron infructuosos. A su modo de ver, la reprobación divina sólo confirmaba la situación de pecado en que ella vivía.
Después de haber concebido a Adolf, contrajo el hábito de lavarse la boca todas las mañanas con jabón de lavadero. (Alois sentía una ferviente predilección ahora —sobre todo al final del embarazo— por obligar a la boca de Klara a tomar el sabueso y guardarlo dentro, mientras él le sujetaba con una manaza el cuello.)
No era de extrañar, por tanto, que su amor lo ofrendase al bebé. Tan pronto como Adolf dio algún indicio real de vida —pronto sonreiría encantado cuando ella le acercaba la cara—, empezó a creer que Dios quizás fuese clemente esta vez, que incluso estuviera dispuesto a perdonarla. ¿Le respetaría aquel hijo? Así es la naturaleza de la esperanza piadosa. Luego tuvo un sueño que le dijo que no tuviera trato alguno con su marido. Así es la naturaleza de la obligación piadosa.
Alois no tardó en afrontar la posibilidad de que una voluntad de hierro, cuando la oración la forja, puede ser tan poderosa en una cónyuge como unos bíceps muy desarrollados en su compañero. Al principio, Alois no creía que la negativa de Klara a que la tocase fuese algo más que un capricho, una nueva clase de incentivo. «Las mujeres dais vueltas y más vueltas como un gatito que persigue su rabo», le dijo. Después, decidiendo que una rebelión semejante había que aplastarla sin misericordia, le agarró las nalgas con una mano y el pecho con la otra.
Ella le mordió en la muñeca con fuerza suficiente para hacerle sangrar. Él, en respuesta, le dio una bofetada que le dejó a Klara un ojo a la virulé.
Gott im Himmel! A
la mañana siguiente, Alois no tuvo más remedio que suplicarle que no saliera a la calle hasta que el ojo recobrara su color natural. Durante una semana, con la mano vendada, hizo las compras después del trabajo: fueron noches sin taberna. Después, ya borrada por fin la moradura de Klara, Alois tuvo que renunciar a derechos que consideraba irrevocables y tuvo que dormir acurrucado en su lado de la cama.
Como aquella situación se mantendría durante una buena temporada, opté por quedarme de momento más cerca de Klara. La intensidad emocional atrae siempre a diablos y demonios, del mismo modo que los campesinos sueñan con tierra negra para futuras cosechas.
Apenas necesito subrayar que la muerte de Otto, Gustav e Ida nos fueron de utilidad, aun cuando la muerte siga siendo jurisdicción de Dios, no nuestra. La pérdida de estos hijos intensificó la adoración de Klara por Adolf hasta superar la medida habitual de amplio amor maternal. Como él se echaba a llorar cada vez que ella le besaba en los labios, llegó a percatarse de que era por el olor a lejía en su boca. Pero puesto que Alois había sido desterrado a su lado de la cama, ya no hacía falta utilizar el desinfectante todas las mañanas. Así que pudo volver a besar a Adolf mientras él gorjeaba de gusto.
Confiábamos en que esto fuera provechoso. Un amor maternal excesivo es casi tan prometedor para nosotros como una falta de amor materno. Estamos programados para detectar excesos de todo tipo, buenos o malos, amorosos u odiosos, demasiado de algo o demasiado poco. Cada exageración de un sentimiento sincero sirve a nuestros propósitos.
Sin embargo, esperaríamos. Para convertir en cliente a un niño, seguimos una norma fiable. Nos movemos despacio. Aunque una procreación incestuosa, a la que siguen torrentes de amor materno, ofrece grandes posibilidades, sobre todo cuando el suceso se ha visto fortificado por nuestra presencia en la concepción, y tenemos, en consecuencia, motivos sobrados para esperar que existan oportunidades excepcionales para nosotros, aun así aguardamos, observamos. Puede que el niño no sobreviva. Perdemos muchísimos. Con excesiva frecuencia, Dios conoce nuestra elección y, cruelmente —diré esto de Él—, sí, Dios puede eliminar
cruelmente
a determinados niños, por alto que sea el precio para Él. ¿El precio para Él? Existe un curioso cálculo. El Señor no es insensible a las esperanzas de los que rodean al pequeño. La muerte prematura de un bebé excepcional puede desmoralizar a una familia. Dios titubea, incluso cuando sabe, por consiguiente, que en buena medida hemos capturado a un individuo concreto. A veces no quiere asumir el daño colateral para la familia. Además, Sus ángeles siempre pueden intentar arrebatarnos al niño.
De modo que el Señor respeta el amor materno incluso cuando es absorbente. Así pues, no es extraño que muchos artistas, monstruos, genios, asesinos y algún que otro salvador haya llegado hasta la madurez porque Dios decide no eliminarlos. El primer elemento de reconocimiento mutuo entre el D. K. (como en lo sucesivo Le llamaremos a menudo) y nuestro jefe —el Maestro— es su entendimiento mutuo de que ninguna espléndida calidad humana individual tiene probabilidades de imponerse sin que le afecten las potestades de Dios o las nuestras. Hasta la más noble, abnegada y generosa madre puede producir un monstruo. Siempre que estemos presentes. De todos modos, esto no es juego del que podamos conocer el desenlace. Por eso apostar por el recién nacido es correr un albur tanto para el Maestro como para el Señor.