Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Había llegado a la conclusión de que las mujeres elegantes eran demasiado difíciles —sin duda alguna—, mientras que las camareras y cocineras agradecían la atención que él les prestaba y no armaban un escándalo cuando él se marchaba.
En 1873 se casó con una viuda. Tras haber desarrollado un buen ojo para la estatura social inherente a toda mujer que pretendiese pasar por una dama —su profesión, en definitiva, exigía cierta competencia en este sentido—, no estaba descontento con su elección. La respetaba, aunque él quizás tuviera treinta y seis años y ella cincuenta cumplidos. Procedía de una familia respetable. Puede que no fuera guapa, pero era hija de un funcionario en el monopolio de tabaco de los Habsburgo que producía una parte de los ingresos de la corona, y su dote era cuantiosa. Vivían bien, tenían una criada personal. Por entonces, el sueldo de Alois era considerable: no ganaba más que él el director del principal colegio de Braunau. A medida que subía en la jerarquía, aumentaban en su uniforme los ribetes dorados y los botones chapados en oro, y su sombrero de tres picos tenía derecho a lucir elegantes bordados oficiales. Su bigote era ya digno de un noble húngaro y de su cara sobresalía la mandíbula. Sus subordinados en el servicio de aduanas tenían instrucciones de utilizar siempre su título correcto cuando hablaban con Alois. A raíz de todo esto, estaba engordando. Poco después de su matrimonio, y a instancia de su mujer, se afeitó el bigote y se dejó patillas en ambos lados del rostro. Gracias a los cuidados que les dispensaba, pronto se volvieron tan formidables como los portalones de un castillo. ¡Ahora no sólo parecía un funcionario de aduanas al servicio de los Habsburgo, sino que incluso se parecía al propio Francisco José! Era nada menos que un facsímil del emperador, con una expresión plena de deber, trabajo duro y una cara imperial.
Sin embargo, su mujer, Anna Glassl-Hoerer, había perdido su atractivo para él. Esta pérdida se produjo unos dos años después de la boda, cuando él descubrió que ella también era huérfana y había sido adoptada. A su vez, ella asimismo perdió el respeto por su presencia cuando Alois (cansado de inventar historias sobre un imaginario y algo fabuloso Herr Schicklgruber, su padre) confesó que no existía tal hombre en el lado paterno de su partida de nacimiento, sino sólo un espacio en blanco.
Anna comenzó su campaña. Alois tenía que legitimarse. A fin de cuentas, su madre se había casado. ¿Por qué no se podía deducir de este hecho que el padre era Johann Georg Hiedler? Alois sabía que era improbable, pero no se oponía, en vista de la importancia que tenía para Anna Glassl. Después de todo, él nunca había disfrutado de su apellido y Anna no se equivocaba necesariamente cuando juzgaba que la carrera de Alois, a pesar de su éxito, se había visto obligada a aceptar cada día el sonido de Schicklgruber.
Alois viajó de Braunau a Spital, a través de Weitra, con objeto de ver si Johann Nepomuk le ayudaría. El viejo, que ya tenía setenta años, no le entendió. Cuando Alois le dijo que quería cambiar su apellido por el que debía ser —¡Hiedler!— el corazón de Nepomuk sufrió un tremendo bochorno. Pensó que le estaban designando como el padre. Inmediatamente se apresuró a argumentar que en aquella fecha tardía, con las dos hijas casadas que le quedaban y en las que tenía que pensar (¡por no hablar de su mujer Eva!), ¿cómo iba a declararse padre de Alois? Estas excusas, no obstante, no llegaron a sus labios. Y en el último instante comprendió que Alois sólo estaba pidiendo que se nombrara su progenitor a Johann Georg. Con lo cual —los viejos son tan propensos como las muchachas a pasar en un instante de un extremo de emoción a otro—, se enfureció con Alois. Su propio hijo no quería que a él, Nepomuk, le considerasen su padre. Tardó otro momento en advertir que Georg, al haberse casado con Maria Anna, era el único al que se podía recurrir legalmente para aquel propósito.
En un carro de granja tirado por dos caballos, recorrió con Alois, Romeder y los dos vecinos que se habían brindado a actuar de testigos los kilómetros que separaban Spital de Strones, y desde aquí algunos más hasta Doellersheim, lo que en total representó un trayecto de cerca de cuatro horas por un camino de carruajes estrecho y serpenteante, obstruido por numerosos ramajes caídos y unos cuantos árboles arrancados de raíz, pero todavía razonablemente libre de barro aquel día de octubre. (Con barro, el viaje podría haber durado ocho horas.) Al llegar, Johann Nepomuk se encontró cara a cara con aquel cura concreto del que no quería acordarse. Allí estaba, un cura muy viejo ahora, menguado de talla, pero aún el mismo sacerdote que le había reprendido por mantener tratos con la vulva de una yegua.
Los dos hombres evocaron este recuerdo, aun cuando no hubo ni el más ínfimo cambio de expresión en ellos. Estaban todos allí por el asunto en cuestión, Alois, Nepomuk, Romeder y los dos testigos que habían sido transportados desde Strones. Puesto que Alois era el único de todos ellos que sabía escribir, todos firmaron el documento con tres X. Dijeron que habían conocido a Georg Hiedler y que «en su presencia y repetidas veces» había admitido que era el padre del chico. La madre había declarado lo mismo. Todos lo juraron.
El cura veía que, jurídicamente hablando, muy poco del procedimiento era correcto. Todas las manos de los testigos habían temblado con un poco de temor de Dios al rubricar la triple X. Uno, Romeder, el yerno, tal vez no tuviera ni cinco años cuando murió Maria Anna. ¡Por supuesto, ella se lo había contado todo al niño de cinco años! Además, Johann Georg llevaba mucho tiempo muerto. En vista de un caso tan dudoso, habría sido oportuno un proceder más meticuloso.
El cura hizo lo que había hecho durante años: certificó el documento, a pesar de que se siguió riendo con su boca vieja y desdentada. Sabía que todos estaban mintiendo.
Sin embargo, no quiso insertar la fecha. En la página amarilla del viejo registro parroquial de 1 de junio de 1837, tachó «ilegítimo», puso el nombre de Johann Georg donde anteriormente había un espacio en blanco y sonrió de nuevo. Jurídicamente hablando, el documento era endeble, pero no importaba. ¿Qué autoridad eclesiástica en Viena impugnaría una modificación así? La consigna era alentar la paternidad certificada por muy tarde en la vida que llegara. En algunos barrios de Viena, la cifra de hijos ilegítimos ascendía a cuarenta de cada cien nacimientos. De estos cuarenta, ¿siquiera la mitad estaba exenta de uno u otro asunto familiar innombrable? Así que el cura, desaprobando aquellos métodos pero forzado a aceptarlos, optó por no inscribir su propio nombre. Si algo salía mal, podría renegar del documento.
Después escribió como le vino en gana los nombres de los testigos, pues no había acuerdo sobre la ortografía de una provincia a otra: uno de los motivos por los que Hiedler se transformó finalmente en Hitler.
Una vez en posesión de su nuevo apellido, Alois decidió hacer un alto de una hora en Spital, en vez de continuar derecho en el carro de Nepomuk hasta la estación de tren de Weitra. El cambio de Schicklgruber por Hiedler le resultaba lo suficientemente grato como para sentir un renacimiento en la feliz región debajo del ombligo. Sabía por larga experiencia que aquello era uno de los dones que Dios le había dado. Era tan rápido como un sabueso para olfatear si andaba cerca una compañía femenina.
¿Fue Johanna quien le puso alerta? Vivía en la casa contigua a la de su padre y en aquel momento Alois vio a una mujer que se asomaba a la ventana. Pero no, no podía ser Johanna. Aquella mujer parecía más vieja que la suya propia. Ahora no tenía prisa en visitarla.
Pero sus pasos le llevaron a la puerta. Una vez más, el sabueso no le había fallado, pues allí en la entrada estaba Johanna, adentrada en la madurez antes de tiempo, y a su lado una chica de dieciséis años. Era de la misma estatura que Alois, recatada y bien hecha, tenía unas facciones muy bonitas y agradables, el pelo moreno y abundante y los ojos más azules que él había visto nunca: tan azules como la luz que una vez se reflejaba en un diamante grande que vio en una vitrina de exposición en un museo.
De modo que tan pronto como se separó del abrazo poderoso y la serie completa de besos tórridos que Johanna le depositó con su honesta saliva en la boca, Alois se quitó el sombrero de tres picos e hizo una reverencia.
—Te presento a tu tío Alois —dijo Johanna a su hija—. Es un hombre maravilloso. —Se volvió hacia él y añadió—: Tienes mejor aspecto que nunca; ahora incluso hay más cosas en el uniforme, ¿no? —Y empujó hacia ella a su hija—. Ésta es Klara.
Johanna se echó a llorar. Klara era su séptimo hijo. De los demás, cuatro habían muerto, uno era jorobado y el mayor de los que vivían, de diecinueve años, tenía tuberculosis.
—Dios nunca deja de castigarnos por nuestros pecados —dijo, y Klara asintió.
Alois no tenía ganas de oír hablar de Dios. Si pasaba un ratito con Él, el sabueso gemiría de vergüenza. Prefirió disfrutar de la idea de que pronto vería más a su sobrina.
Dio un paseo fuera del pueblo con la madre y la hija. Fueron a la zona de los campos de Nepomuk que ahora pertenecían al marido, Johann Poelzl, quien —lo cual no sorprendió a Alois— no se parecía en nada a la Klara de ojos azules tan insólitos. Poelzl los tenía grises y empañados y una cara llena de arrugas que desfallecían en consorcio con una triste nariz. Era obvio que había renunciado a la esperanza, antaño tenaz, de que tarde o temprano prosperaría sin duda porque era un labrador honrado. Alois tampoco se entretuvo. Poelzl tenía la expresión de un hombre al que todavía le quedan muchas labores por hacer. Aquel día, desperdigadas por las filas de rastrojos, había espigas de maíz aún no demasiado podridas para alimentar a los puercos, y Poelzl se desplazaba de un pie al otro (como si por hablar otros dos minutos se echaran a perder las espigas). Aunque le incomodase la prosperidad implícita en el uniforme de Alois, el ánimo no se le levantó una pizca cuando Alois explicó que su mujer no estaba bien de salud y necesitaba una criada piadosa y de una familia de confianza. ¿No sería Klara, quizás —¡sin acelerar las cosas!—, la persona adecuada?
Poelzl no pudo decir que no cuando supo la suma que su hija podría mandar a sus padres. El dinero en metálico, no dependiente de una cosecha, era la mejor de las cosechas y, como siempre, él necesitaba dinero. La alternativa de pedir más préstamos a su cuñado Romeder o a su suegro Nepomuk era desagradable. Oía la diatriba que le lanzaría su familia política. El temperamento de Johanna se había agriado tanto que Poelzl pensaba a menudo (para su coleto) que su sangre debía de tener gusto a vinagre. Tampoco le apetecía escuchar el fuerte suspiro de su cuñado Romeder cuando le entregase algunos kronen. Por descontado, no quería oír los consejos que le impartiría Nepomuk. Serían un insulto a su sensatez. Un labriego podía tener un fino instinto para la agricultura y, no obstante, sufrir la persecución de la mala suerte: ¿significaba esto que debía pagar tributo dos veces, escuchando a otros cuando ya había pagado una vez viviendo con un rendimiento insuficiente de sus campos? En suma, aceptó el hecho de que Klara se fuese a trabajar para el tío Alois, pero por dentro le alborotó los sentimientos la cólera más vacua de todas: la que ha perdido su brasa. Una semana después del regreso de Alois a su puesto en Braunau, Klara le siguió con un pequeño arcón lleno de un ajuar modesto y unas pocas pertenencias.
Alois y Anna Grassl tenían alquiladas tres habitaciones en la segunda mejor posada de Braunau: la Gasthaus Streif. Había también un cuartito para Klara en el piso más alto, donde dormían otras criadas y sirvientes.
Por un tiempo, Alois acarició la feliz idea de que podría pasar un rato allí arriba con Klara, pero ella no le dispensó una acogida muy calurosa. Era evidente para todo el mundo, incluida Anna, que Klara sentía el máximo respeto por su excepcional tío, pero esto no parecía causa de preocupación para Anna: ¡no todavía! La chica era beata hasta un extremo que habría resultado incomprensible si no se supiera que la muerte era su pariente más próximo. En aquellos ojos azul claro había luces que hablaban de ángeles, ángeles divinos y caídos. Tenía una cara tan inocente que cabría preguntarse qué sabría ella de ángeles caídos, de no ser por ese segundo sentido que nos dice que los demonios gravitan como polillas en las puertas que clausuran la vida. Ni siquiera a los inocentes les gusta siempre soñar con los fallecidos.
Alois preveía otros portales dudosos: las puertas a la castidad de Klara quizás condujesen a un recinto de hielo. Por tanto, era encantador con su sobrina, pero se impuso la norma de no tocarla nunca. Su mujer, ahora tan infeliz como un cuervo con un ala rota, había soportado antes su avidez de cocineras y criadas, pero después, por la época en que comenzó su campaña para eliminar el apellido Schickigruber, permitió que su recelo hacia Alois cobrase renovada fuerza. Él nunca había conocido unos celos tan fervientes, de tan largo alcance y tan certeros. Pero tenía arrestos para encararlos.
Aunque consideraba que su primera cualidad de hombre era su dedicación al trabajo, a la limpieza de su apariencia y a su atuendo puntilloso en todas y cada una de sus horas laborales, no había estado años en un puesto fronterizo, tratando de frustrar las tentativas de viajeros y mercaderes de engañar en los aranceles a la corona de los Habsburgo, para no aprender muchísimo sobre una presentación fraudulenta y una falsedad descarada. Ahora tenía que ejercitar tales habilidades para distraer la atención de Anna de otra chica a la que se había aficionado a visitar en el piso más alto de la fonda.
Un viejo chiste vienés decía que para tener una sociedad floreciente, tanto los policías como los ladrones tenían que mejorar continuamente en su respectivo oficio. Pensaba muchas veces en este proverbio. Era cierto en el caso de Anna y de él.
Cuanto más aguda se volvía la intuición que ella tenía de lo que él andaba tramando, tanto más astutas eran sus mentiras.
Anna tenía motivos para desconfiar. Había días en que él hacía el amor con las tres mujeres a las que consideraba asiduas. Por la mañana, pletórico por el largo sueño, se ocupaba de su esposa y por la tarde, cuando Anna Grassl echaba la siesta y el tiempo libre de Alois coincidía con una hora en que la camarera limpiaba los suelos, solía disfrutar de la coquetería de sus caderas mientras ella, a gatas, pasaba de un lado a otro un paño mojado: bien es verdad que él rara vez le veía la cara en tales ocasiones. Y por la noche, cuando Anna Grassl se había acostado, estaba Fanni.