Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
El zar y la zarina llegaron en la estela de aquel viento. Todo cambió. Fue como si al vendaval hubiera de disiparlo una nueva salva de aplausos tan sonoros que a duras penas se oía a la banda, aquella inmensa orquesta nacional de metales que tocaban el himno con una exaltación estentórea. El campo Jodinskoe era ya visible a medias en el polvo fresco levantado por los carruajes de los rezagados que llegaban después del tumulto matutino. Enseguida Nicky y Alejandra saludaron al gentío que afluía y, poco después, dejaron el pabellón para subir a su coche y recorrer los centenares de metros hasta el palacio Petrovsky, donde el zar recibiría a unos grupos selectos de ciudadanos escogidos. En la vislumbre que tuve de él aparecía sumamente pálido, y me pregunté si sabría lo que había ocurrido. Sospecho que la información con que contaba era aún muy deficiente, pero en todo caso no se anularon los actos previstos. A menos de cuatrocientos metros de Jodinskoe, Nicky y Alix recibieron a las nuevas delegaciones en las verjas del palacio Petrovsky. En total eran catorce grupos que portaban regalos. Primero entregaron a los monarcas una ofrenda especial de la catedral de Cristo Salvador: una gran fuente para pan y sal ceremoniales. Ocho hombres habían empleado nueve meses en tallar aquella fuente de cristal. Nicky comprimió las nalgas para que en su expresión se pintase una pequeña gratitud y a continuación agradeció a los ocho obreros las espléndidas virtudes de su obra. Después desfiló un regimiento de caballería, los Georgiyevskys. A una delegación de campesinas siguieron distinguidos artistas del teatro imperial de Moscú. Tras ellos, rindió su homenaje una delegación de los cocheros moscovitas. Incluso hubo un obsequio de los Creyentes de Moscú, que ofreció una bandeja de plata en la que unos diamantes incrustados formaban las iniciales de Nicky. Enseguida les reemplazó un ejército de constructores que habían decorado la ciudad con luces y fachadas falsas para la procesión del 9 de mayo. Luego desfilaron representantes de los proveedores, la sociedad de caza y el club hípico moscovita, e incluso (por sus siglos de servicio desde la época de Pedro el Grande) algunos dirigentes de la muy arraigada colonia alemana. Acto seguido, Nicky y Alix entraron en el palacio y presidieron el banquete de los agasajados representantes del pueblo llano. Intercalando sus palabras entre los vítores de los comensales, Nicolás II dirigió la palabra a los ancianos plebeyos: «La emperatriz y yo os agradecemos efusivamente vuestra expresión de amor y entrega. No dudamos de que vuestros convecinos comparten estos sentimientos. Mi corazón se interesa por vuestro bienestar.»
Consulté por casualidad la hora. Para mí esto es sólo una forma de hablar. No necesito un reloj. No hay demonio que no tenga una clara noción de la hora, el minuto y hasta el segundo. Por tanto, puedo afirmar que cuando el zar estaba pronunciando su discurso, en la morgue se produjo un suceso simultáneo: un demonio informó de la hora exacta. Sucedió que dos cadáveres que yacían tendidos en mesas del depósito emergieron de su estado comatoso. Hasta gritaron al unísono. ¡Desde extremoso puestos de la habitación! Habían parecido muertos, pero ahora estaban claramente vivos.
Menciono estas resurrecciones para hacer hincapié en la coincidencia de los dos sucesos. Incluso llegué a enterarme de que Alix sufría su propio apogeo premonitorio en un momento que sin duda fue muy próximo del otro. Había sonreído y hecho una reverencia, todavía con aquel mohín de paloma, a todos los invitados que se le acercaron. Sin embargo, estaba aterrada. La embargaba el pensamiento de que su muerte se avecinaba, así como la de Nicky. ¡En qué peligro se hallaba su marido! Hasta se consintió a sí misma sentir una franca ira contra el pueblo ruso. Se preguntó por qué era tan propenso a amotinarse. Llegó al extremo de decirle a su marido: «Hay poca cortesía entre nuestros mujiks.» Nicky no supo si sentirse ofendido o complacido por el hecho de que ella hablara de
nuestros
mujiks. (Conocí estos pensamientos de segunda mano, a través de un demonio especial ruso que mantenía contactos con una de las damas de honor de Alix.)
A unos ochocientos metros del palacio Petrovsky, unos soldados extendían en el suelo a las últimas víctimas, y en aquellos confines distantes del campo Jodinskoe otros cientos de campesinos y moscovitas buscaban a familiares perdidos. Entretanto, Nicky recorría las mesas para saludar a los aldeanos que comían
borscht
de Poltava, ternera con verduras frescas, pescado blanco frío, pollo asado, pato, pepinos frescos y en vinagre, postre, fruta, vinos.
Delante de las gradas, malabaristas y bailarines gitanos actuaban para los nobles. Se vendían helados. Y detrás de las casuchas seguían tendiendo hileras de cadáveres mientras parientes compungidos miraban la cara destrozada de los que habían fallecido unas horas antes, pero que quizás, a pesar de toda la desfiguración, conservaran un rasgo reconocible. Algunos decepcionados incluso depositaron una moneda de cobre en el pecho frío de un desconocido. En algunos lugares se hacinaban montones de cuerpos, cincuenta aquí, treinta allí, brazos y piernas en ángulos ultrajantes, las ropas sucias. Unos médicos se arrodillaban en el polvo para comprobar si alguien se movía. De repente, un muerto dejó de ser considerado tal. Se incorporó.
Su mujer, que había estado llorando a su lado, empezó a golpearse el pecho. «¡Dios está aquí!», gritó. «¡Dios está aquí! ¡Dios te ha salvado!» Pero otra familia, a escasos quince metros de distancia, sumida en un falso duelo por el fallecimiento de un longevo patriarca, ahora estaba chillando. Pues el viejo tirano había abierto los ojos. «¡El diablo te ha devuelto, monstruo!», gritó su anciana esposa.
No fui un protagonista de los disturbios recién descritos. El Maestro había sido tajante: yo no tenía la suficiente familiaridad con Moscú para dirigir a los demonios locales. En cambio, debía continuar mi vigilancia sobre Nicky. Tuve que reconocer que no me consideraban lo bastante despiadado para encabezar la revuelta. Esto hirió mi vanidad. Me sentía capaz de cualquier tarea, alta o baja, pero debería haber sabido que mi cometido de estudiar las cartas y los diarios de los Romanov seguiría siendo mi función básica. Este conocimiento, sin embargo, reveló su utilidad en años venideros. Los Romanov no perecieron aquel día en un estercolero sangriento de huesos rotos, pero sin duda sufrirían expolios posteriores.
Un resultado inmediato fue la eficacia reducida de los Cachiporras. Había ahora fisuras en el círculo de protección que formaban alrededor de Nicky. Pude, por ejemplo, acercarme hasta una distancia razonable del zar cuando él y Alix aparecieron al mediodía para sentarse en las gradas de espectadores. Gracias al pasaje hacia sus pensamientos que el Maestro había conseguido mantener abierto, detecté que Nicky no sólo estaba anormalmente pálido al aproximarse al pabellón, sino que su palidez procedía de una pasión desatada. Sentí su intensidad. Algunos se ponían colorados de ira. Él estaba pálido de furor contenido. Al igual que Alix, su desagrado primario se dirigía a los campesinos. ¿Cómo podían haber sido tan ingratos, tan autodestructivos? Pero tenía el deber —pesado como cadenas sobre su corazón— de perdonarles. ¿Cómo experimentar tan noble sentimiento cuando ardía de cólera? En su furia había muchísimos aspectos. En efecto, estaba igualmente enfurecido por la ineptitud de la policía. Y no tardó en enfurecerse consigo mismo. No había prestado atención a las disposiciones de seguridad. Gran parte de aquello podría haberse evitado. ¿Era cierto eso? ¿Había sido algo inevitable? ¿Estaba su destino maldito? No lo sabía. No podía saberlo. Aquella noche escribió en su diario:
Hasta ahora, gracias a Dios, todo había salido perfecto, pero hoy se ha cometido un gran pecado. La multitud que pernoctaba en el prado de Jodynka echó abajo la barrera y se produjo una terrible avalancha, durante la cual, horrible es decirlo, fueron pisoteadas 1.300 personas.
Seguí estudiando la frase: «se ha cometido un gran pecado». ¿Se refería a los alborotadores o a él mismo? Porque la tarde del 18 de mayo, el conde Witte, que era el estadista en particular al que Nicky más escuchaba, impartió la consigna: «Por respeto a los muertos, habría que cancelar de inmediato todos los festejos.» A continuación, Witte añadía: «Muy especialmente el baile del embajador francés.» Iba a celebrarse aquella misma noche, y lo habían planeado como la velada más grandiosa de la coronación.
Rápidamente surgió la discrepancia con el conde Witte. El tío de Nicky, el gobernador general de Moscú, el gran duque Serguéi Alexándrovich, casado con la hermana mayor de Alix, Ella, había asumido, entre otros cargos, el puesto de director de la feria campesina. Serguéi Alexándrovich despachó un mensajero con la respuesta a Witte: «El zar considera Jodynka un gran desastre, pero le informaría de que no es tan grande como para ensombrecer la fiesta de la coronación.»
Los grandes duques mayores, hermanos de este gobernador, se mostraron de acuerdo. Sin embargo, sus sentimientos repugnaban a los primos de Nicky, la generación más joven de grandes duques. De hecho, el amigo más querido de Nicky —su primo carnal Sandro, que estaba casado con Xenia, hermana de Nicky— declaró que la actitud de sus tíos, los Romanov más viejos, sólo podía calificarse de «monstruosa». Y los hermanos de Sandro, los hijos del gran duque Mijail, suscribían esta opinión con vehemencia. Bajo ninguna circunstancia debía Nicky asistir al baile francés de aquella noche. ¡Qué abominable injuria para los muertos! ¿Dónde estaba el honor ruso? El zar, a cuatro días de la coronación, estaba de acuerdo con Sandro, pero justo entonces entró en la habitación el tío Alexéi, el gran duque que era el hermano de más edad que quedaba de su difunto padre.
—Nicky —dijo el tío Alexéi—, sin duda eres consciente de que tus primos, esos Mijailovich, y muy en particular Sandro, no son gente a las que puedas permitirte escuchar. Son jóvenes e inexpertos. Son radicales. Son tontos. Son peores que tontos. Te digo algo que ellos nunca reconocerán, pero se están aliando con fuerzas nefastas. Quieren deponer a Serguéi Alexándrovich para que lo sustituya uno de los suyos como gobernador general de Moscú. Piensa en lo que les harán a Serguéi y a Ella. A tu esposa la dejará consternada que su bella hermana Ella tenga que sufrir esta vergüenza.
Yo estaba lo suficientemente cerca para oír estas opiniones. Tampoco esta vez estaban los Cachiporras. Un contingente de almas recién fenecidas debían de necesitar socorro, y quizás el Dummkopf había enviado a sus ángeles a la morgue. Fuera como fuese, por una vez no era nada difícil aproximarse a Nicky.
Por eso oí al hermano de Sandro, Nikolái Alexándrovich. En cuanto se marchó el tío Alexéi, Nikolái intervino:
—Nicky, te lo ruego, no vayas esta noche al baile de los franceses. Presta atención a lo que te digo. Nos guste o no, seguimos viviendo a la sombra de Versalles. Luis XVI y María Antonieta bailaban toda la noche porque eran ingenuos. No presentían la tormenta inminente. Nosotros sí. ¡La sentimos!
»Nicky, busca en tu corazón. Lo que ha ocurrido ha ocurrido. La sangre de esos hombres, mujeres y niños manchará para siempre tu reinado. Es injusto, porque tú eres bueno, eres amable. Sé que si pudieras resucitarías a los muertos. Pero no puedes. Por tanto, Nicky, tienes que mostrar tu compasión a sus familias. Tu lealtad hacia ellas. Tu respeto. ¿Cómo vas a tolerar que los enemigos de este régimen puedan decir que nuestro joven emperador estuvo bailando toda la noche mientras sus súbditos masacrados aún estaban insepultos?
Su elocuencia triunfó. Nicky supo que no quería asistir al baile. Pero su primo no consiguió mantener el alto nivel de su argumento. Pronto sucumbió a la cólera.
—¿Por qué, preguntaría yo, Serguéi Alexándrovich no previó la gran necesidad de policía? —continuó—. Cualquier idiota se lo habría dicho.
No tardó en sugerir que se habían perpetrado canalladas. ¿Habría prestado oído a los rumores sembrados por nosotros? En Moscú se habían divulgado. Circuló que el gobernador general había desviado fondos de la coronación para pagar las deudas de juego del zar. No era cierto. Serguéi Alexándrovich no era culpable. El responsable resultó ser su ayudante. (Este individuo no sólo tenía deudas de juego, sino con nosotros: con uno de nuestros agentes rusos. En realidad, fue este ayudante de Serguéi el que esparció el rumor de que el gobernador general era un corrupto.)
Pobre Nicky. Si alguna debilidad tenía, era la de no retener en su cabeza dos ideas opuestas el tiempo suficiente para decidir cuál de las dos era más sustanciosa. Justo cuando estaba prestando su real atención al alegato de su primo Nikolái, dos de sus tíos volvieron a entrar en la habitación. Empezaron a explicar, y en los términos más ásperos, que sería un insulto internacional que Nicky no asistiera al baile. La embajada francesa había hecho preparativos onerosos. La ausencia del zar y la zarina afectaría a las relaciones entre los dos países.
—Nicky, dependemos de la alianza francesa. Sólo por eso debes asistir. Los franceses se precian de medirse por la cordura que muestran en las crisis. Detestan el sentimentalismo. Se enorgullecen de su
froideur
. Si no asistes, te verán como una figura femenina, influida por la compasión, precisamente cuando necesitamos una diplomacia sólida. Los accidentes no deben afectar a la política exterior.
Nicky fue al baile. Su pareja en el primero de la noche fue la condesa Montebello, que era la esposa del embajador francés, y Alix bailó con el conde. Nicky escribió en su diario esta observación:
El baile de Montebello fue espléndido, pero el calor era insoportable. Nos fuimos a las dos, después de la cena.
Entretanto, el gobernador general sonreía. Disfrutaba del baile. La máxima favorita del gran duque Serguéi Alexándrovich era: «Da igual lo espantoso que haya sido el día. Hay que poseer la entereza y el ingenio de gozar plenamente una velada cuando hay música alegre y bebidas que entonan. Es también nuestro deber.»
Sandro y sus hermanos conocían desde antaño las convicciones de Serguéi. Por eso su presencia aquella noche les resultaba doblemente intolerable. Se empeñaron en marcharse en cuanto se abriese el baile. El tío Alexéi dijo en voz alta:
—Ahí van los cuatro seguidores imperiales de Robespierre.
Yo estaba satisfecho. El Maestro estaría contento. Yo estaba seguro de que también le divertiría saber que había conseguido infiltrarme aquella noche en la cámara real. Si, llegué al dormitorio. Jamás había visto tanto descontrol entre los Cachiporras.