Read El castillo en el bosque Online

Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (14 page)

BOOK: El castillo en el bosque
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es tan pequeño — decía— que los necesita más que tú.

De resultas del parto, estaba a menudo tan fatigada que no podía cocinar. La criada temporal hacía pastelillos de nata que sabían a leche cortada. Klara, a su vez, estaba amamantando continuamente a Edmund. O eso le parecía a Adolf. Experimentaba una nueva tristeza que se mezclaba con el triste tono de las campanas de la iglesia de Passau, que eran muchas y frecuentes.

Cuando ahora él intentaba preguntar si era la mujer más guapa del mundo, ella se reía, afligida.

—Oh, soy una chica ajada —decía—. No soy guapa, Dolfchen. Pero tu hermana Angela lo será.

Adi no estaba de acuerdo. Angela no era de fiar. Angela siempre quería pellizcarle. A veces era amable, pero pérfida.

—No, tú eres más guapa que Angela — decía Adi, y su madre negaba con la cabeza.

Entretanto, su padre pasaba en Linz la mayor parte del tiempo. Una semana después del nacimiento de Edmund tomó posesión plena de su puesto allí. Como Linz estaba a ochenta kilómetros de Passau, Alois no descargaba el peso de su fuerte voz más de dos veces al mes. Ahora, cuando Angela y Alois hijo estaban en la escuela, Adi se quedaba solo con su madre y el bebé, pero Klara seguía sin dedicarle tiempo. Y por la noche ya no sabía con certeza dónde iba a dormir. Alois hijo le usurpaba muchas veces el catre y Adi tenía que meterse en la cama de Angela. A veces ella le decía que no olía bien.

—Te apesta el aliento, Adi —decía. A menudo él ponía una manta en el suelo para no dormir con ella.

También tenía miedo de salir a la calle. Había niños de su edad y mayores jugando en el campo de detrás de la casa y sus gritos le asustaban. Pasaba el rato mirando las ilustraciones de un libro que su padre había comprado sobre la guerra franco-prusiana de 1870. Decidió que sería un valiente soldado. ¿Podría? ¡Era tan miedoso!

Una tarde, después de la escuela y en gran parte a instancia de Klara, Alois hijo sacó a Adolf de casa y le llevó al campo que había detrás. Sí, él había sabido que sería así. Una docena de niños jugaba a la guerra.

Alois examinó al grupo y eligió al cabecilla de un ejército, un robusto crío de cinco años.

—Éste es mi hermano —le dijo—, y si dejas que le pegue alguno de tu bando, tendrás que vértelas conmigo.

Asestó al niño en el brazo un golpe lo bastante fuerte para ratificar sus palabras y se fue.

Cuando Adolf volvió a casa aquella tarde, su hermano Alois le dijo:

—De ahora en adelante, yo me comeré primero los pastelillos de nata. Todos los que quiera. Si le lloras a tu madre, mimado, no te protegeré en el campo.

—No lloraré —dijo Adi, conteniendo la respiración como si estuviera aferrado a una cuerda.

Al día siguiente fue a jugar solo. Le asustaba más la burla de Alois que cualquiera de los golpes que pudiera recibir en la batalla.

En realidad, el primer día había sufrido un castigo muy pequeño. El chico gordo se apresuraba a interponer su cuerpo como escudo para proteger a Adi de los ataques. Además, no tardó mucho en captar el principio básico. Divididos en dos equipos, los niños jugaban a perseguirse por turnos. No era una guerra, sino más bien un corre que te pillo. Si te tocaban estabas muerto. Y cada refriega duraba a lo sumo unos minutos. A continuación, casi sin resuello, contaban las bajas, se recuperaban y empezaban de nuevo. Siempre había alguien que rodaba por el suelo en la primera carga a través del campo. Le sucedió incluso a Adolf, en una ocasión en que el gordo elegido por Alois fue interceptado por dos contrincantes. Un brusco empujón en el hombro y Adi mordió el polvo. Le entró tierra en la nariz.

No lloró. Le costó un gran esfuerzo de voluntad. Tuvo que negociar consigo mismo para abstenerse de llorar, y le dolió que nadie aplaudiera su reciente estoicismo. La herida en su amor propio era como el rasponazo en la mejilla. La nariz le ardía del atropello sufrido por sus orificios nasales, pero logró no llorar.

También se las apañó para eludir otra colisión durante el resto de las batallas del día. Salía disparado cada vez que se le acercaba un enemigo. Para su satisfacción, incluso eliminó a un niño.

Al día siguiente volvió a aterrizar en el suelo. El gordo le suplicó, compungido, que no se lo dijera a su hermano. Adi se concedió el placer de darle una palmada en la espalda. Que no se alarmara, le dijo: no diría una palabra. Pero aquella noche apenas pudo dormir. Pensaba que con el tiempo, cuando fuese capitán, el gordo, Klaus, sería su teniente.

Para cumplir aquel objetivo, inventó una nueva serie de reglas. Razonó que la guerra no consistía en dos ejércitos cargando entre sí, sino que también eran maniobras de un lado a otro. No conocía aún las palabras, pero poseía un instinto para el concepto.

A sus nuevos camaradas les propuso que se trasladaran desde el campo llano a una colina que había en el prado contiguo. Cada ejército comenzaría al pie de las laderas opuestas y así no sería visible hasta coronar la cima.

Una vez convencidos los niños de este cambio, introdujo una enmienda. Insistió en que no debían tocar al cabecilla de cada bando.

—Siempre —alegó— hay que respetar al oficial de más rango.

Para salirse con la suya, no venía mal que el fuerte y robusto Klaus estuviese siempre en su bando. No obstante, a Adi le asombró un poco lo bien que se manejaba en aquellos asuntos. A mí también.

9

Tras los primeros juegos bélicos de Adolf, me encomendaron que siguiera su evolución más de cerca.

Entiéndase que un seguimiento adicional no es la norma. Cada caso es único. El hombre o la mujer normales dan por sentado que se puede perder el alma ante el diablo en un instante y de forma permanente, pero es una premisa tan falsa que todos los domingos la repiten en el sermón de la iglesia como una amenaza activa. La realidad, sin embargo, es que no nos apoderamos de la gente a la velocidad de un relámpago. Y tampoco la incitación satánica hace de un hombre o una mujer eternos vasallos nuestros. Más bien se trata de un tira y afloja. Tan pronto como intentamos ejercer nuestros poderes sobre un cliente, aparecen los Cachiporras. La posesión completa se da muy pocas veces. De hecho, tras una serie de batallas así, es posible que el alma aislada que ha sido capturada por los Cachiporras o por nosotros parezca más un desecho que un premio. (Los esquizofrénicos pueden ser las víctimas de estas contiendas.)

La incitación, por tanto, no está exenta de paradoja. Los clientes que más difícil nos resulta abordar son los que poseen el mayor potencial. A la inversa, los individuos fáciles de captar rara vez ofrecen aptitudes reales. Cuesta tan poco vilipendiar a un borracho. No obstante, pulimos lo que queda de su encanto. Esto contribuye a que su familia consuma un poco más de compasión, sobre todo si la madre, el padre o cualquiera de las hermanas están obsesionados con no perder la última caridad que les queda. En efecto, herimos esos corazones amantes de Dios. Pero es una tarea sencilla. El provecho es pequeño. No se cumplen los fines últimos. Nuestra meta final, al fin y al cabo, es privar al D. K. de la lealtad de la mayoría de los humanos.

Pero hay otro factor en toda lucha: un factor económico. Afecta a los recursos separados de la energía divina y la energía satánica. Difieren.

Concederé que incluso en los cuadros más altos de demonios y ángeles apenas sabemos quién tiene más tiempo que asignar a una contienda en cuanto rivalizamos por la posesión de un hombre o una mujer concretos. Esto, por supuesto, no entraña
happenings
inmensos. El D. K., por ejemplo, desembolsa una sobreabundancia de sustancia divina en Sus puestas de sol, que no negaré que levantan la moral humana. En eso yo le tacharía de manirroto, pero también los demonios dedicamos atención a las inversiones en tiempo que requiere asegurar un cliente nuevo. Consagrar años a un valet prometedor que al final se pasa a los Cachiporras deja una mancha presupuestaria en nuestro expediente. Por tanto, al elegir un objetivo tratamos de ser más perspicaces que nuestros adversarios.

Por ejemplo, es raro que no asistamos a los acoplamientos de los ricos y los poderosos (¡tan dados a la infidelidad!). Como ya se ha señalado, mostramos interés por el incesto, sea entre ricos o pobres. Los actos sexuales, sin embargo, en particular los iluminados por ángeles, representan una tarea más exigente: no es sencillo infiltrarse en su bloqueo.

Pero lo intentamos. Es —aquí me atrevo a hablar sólo por mí mismo— como si E. M. nunca hubiera podido aceptar el hecho de no haber estado presente en el momento de la concepción de Jesucristo.

Por suerte para nosotros, Jesús demostró que no era un Hijo atípico. El historial que nos facilitan informa de que a menudo estaba en desacuerdo con Su Padre.

Divago. El hecho fundamental de nuestra existencia es que nos vemos constreñidos a vivir con arreglo a un presupuesto limitado y en consecuencia elegimos con discreción nuestros proyectos. Salvo en casos especiales, no nos volcamos en el desarrollo inicial de los niños.

—En sus primeros años —observará el Maestro—, el niño se ve atrapado entre la necesidad de amor y el desarrollo de su voluntad. Estas inclinaciones chocan entre sí de un modo tan natural que raras veces hace falta un enfoque temprano.

Excepto en casos infrecuentes como el de Adi, no intervenimos hasta los siete años. Hasta bien entrado el siglo XIX, un niño muy pequeño siempre corría el peligro de que se lo llevase una enfermedad u otra.

A partir del séptimo cumpleaños, nos resulta más fácil valorar la salud potencial de jóvenes clientes. Por otra parte, nuestro Maestro denomina «la edad de los zopencos» los cinco años siguientes. «Están conociendo el mundo en su forma básica: los años escolares: casi todos ellos se precipitan hacia la costumbre, la rutina y la estupidez como las formas inmediatas de aislamiento protector.» Así pues, lo más frecuente es que nuestra selección comience en la adolescencia. Por fin podemos ya explotar las energías gastadas por el D. K.

He hablado tan por extenso de nuestro cauteloso proceso de selección porque quiero enfatizar lo inusitada que era la atención especial prestada a Adi en sus años infantiles. En definitiva, que se llamara Adolf Hitler carecía de importancia entonces.

De todos modos, yo había vivido (por poderes) el instante demoníaco de su concepción y después me habían encomendado revisar la obra de los demonios que supervisaban las actividades de su familia. Era una vigilancia ligera.
Misión rutinaria
era la expresión de jerga que empleábamos para este cometido, mucho antes de que fuese adoptada por los pilotos del ejército del aire en la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera de los demonios podía pasar por una casa en las horas que precedían al alba y obtener información nueva por medio de las pequeñas y grandes tormentas domésticas que habían acontecido desde la última visita. No entrañaba grandes gastos, a menos que un Cachiporra custodiase la morada. Lo normal, sin embargo, era que pasara rápidamente por la casa y espigase los datos. Hacíamos el trabajo mientras los humanos dormían.

De modo que yo me había mantenido estrechamente informado de la historia de la familia Hitler durante todos los años transcurridos desde el nacimiento de Adolf. (Téngase en cuenta que mis demonios también estaban al corriente de otros numerosos proyectos en aquella región de Austria.) Si bien era modesta la aportación de mis agentes hasta entonces, no obstante había sido suficiente. Al repasar los primeros años de Adolf, confieso que no vi en el niño una gran promesa. Su necesidad de amor era escandalosa y su carácter tremendamente vulnerable. Lo más probable era que desfilase por la vida con un yo a la defensiva. Al menos así lo habría yo juzgado de no haber estado presente el Maligno el día en que lo concibieron. El suceso, sin embargo, tuve que anotarlo en mi registro, e incluso durante las noches más atareadas la familia Hitler estaba incluida en cada misión rutinaria.

La tarea de observación atenta pero pasiva sufrió para mí un vuelco completo el día en que Alois hijo arrastró a Adi fuera de la casa para llevarlo al juego de guerra de los niños. El Maestro intervino. Recibí un mensaje directo:

—Cuídale mejor a partir de ahora. Fortalece su columna vertebral. Perderemos mucho de su potencial si no tomamos medidas.

10

Cuando te imparten una orden directa no hay modo de esquivarla. Tuve que hacer lo que me mandaron. Fortalecí la columna vertebral del niño. De hecho, afirmaré que la tarea fue realizada con finura: no inyecté fondos especiales en su valentía ni su voluntad; en cambio, le proporcioné el ingenio necesario para que él mismo llevara a cabo el trabajo, puesto que después de todo había sido él quien optó por no llorar cuando su cara besó el suelo. Posteriormente también demostró astucia a la hora de encontrar medios de evitar el castigo físico.

Capté de nuevo la superior sagacidad del Maestro. Adi dio unas cuantas muestras de que valía la pena. El chico quizás fuese incluso tan superior al típico niño de cinco años como un joven caballo de carreras a una mula común y corriente. Disfruté trabajando con él, y menos mal que así fue, porque la orden llegó en una época en que yo no podía permitirme nuevos recortes en mi presupuesto. Mejorar la valentía de un niño normalmente requiere el desembolso de reservas preciosas, los fondos precisamente que hemos conseguido robar a los Cachiporras. La necesidad nos ha forzado a ser hábiles suplantando a ángeles. Hasta un adulto, al percibir nuestra efusión de amor, tiende a creer que es auténtica. Sospecho que Kierkegaard tenía esto mismo en mente cuando recomendó a la gente que desconfiase de los sentimientos muy devotos, porque no podían saber de qué fuente procedían. Quizás estuvieran trabajando para Satanás.

Asimismo podría yo añadir que los demonios somos humanos en esto: un pingüe beneficio en nuestras inversiones nos pone de un humor excelente, por lo que llegué a disfrutar con Adi cuando mostró su capacidad de mejorar en los juegos bélicos.

Pronto vio, y creo que se debió tanto a su percepción como a la mía, que eran necesarios los puestos de avanzada. Era un error enviar a soldados a lo alto de la loma sin saber lo que encontrarían. Por consiguiente, un explorador de cada ejército tenía que intentar acercarse lo suficiente a la cima para echar un vistazo a lo que había al otro lado. De ahí, en la secuencia lógica, surgió otro cambio en las reglas: un ejército que avanza tenía que desplazar libremente a sus fuerzas de un flanco al otro, incluso mientras ascendían la colina. La defensa también podía desplazarse. Por supuesto, esto exigía contingentes mayores en ambos bandos, pero Adi no tardó en convencer a sus camaradas de que había que invitar a más chicos de las calles y campos vecinos. Naturalmente, ellos, los originales, por haber sido los primeros en aquella colina, tenían derecho a los ascensos de rango. Permítanme ofrecerles una de sus alocuciones a las tropas.

BOOK: El castillo en el bosque
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lone Star Justice by Scott, Tori
Your Magic Touch by Kathy Carmichael
The Book of Emmett by Deborah Forster
Will You Love Me? by Cathy Glass
Somewhere in His Arms by Katia Nikolayevna
Skating on Thin Ice by Jessica Fletcher
Coming in from the Cold by Sarina Bowen