Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Fue como si estuvieran borrachos. Todos ellos. Cada uno a su manera, pero sin duda todos se lo estaban pasando en grande. Para Alois era algo tan especial y singularísimo como un coñac francés, que había probado tres veces en su vida. Sí, aquella miel era mágica. Le traía recuerdos de Fanni, recuerdos magníficos que no se había permitido rememorar en años. Aquello había sido un ardor auténtico. ¡Qué perra! ¡Qué perra! Qué lástima. Fanni había pagado un alto precio. Muriendo tan joven. ¿Acaso no podía decirse que ella le había amado demasiado? Pensar en aquella sobreabundancia de amor y de emoción, y en sus traiciones tan exitosas a Anna Glassl combinaba bien con el sabor de la miel, sí, era como si estuviese ebrio.
Y Klara, embargada de ideas sobre el abanico de dones de Dios, volvió a pensar en el mozo que le había gustado en Spital cuando ella era muy joven, un año o dos antes de que Alois fuera a visitar la granja, el tío que se convertiría en el hombre de su vida. Pero el otro chico había sido un encanto. Una vez se tomaron de la mano, aunque ella nunca le besó, eso no. Sin embargo, aquella miel debía de haberle llegado al corazón porque comprendió —qué hermoso recuerdo— que había sido feliz cuando unió su mano con la áspera garra del granjero, más feliz de lo que nunca había sido con Alois. Así era la vida. Había que andar con ojo. No se podía tomar miel todos los días. Tuvo la precaución de posar la cuchara y comer bizcocho.
Alois hijo pensaba en Der Alte. Estaba en la forma como le había mirado el viejo. Con los ojos tan húmedos. El viejo parecía a punto de abrir la boca, mojarse los labios y hacer lo que los chicos más jóvenes de Spital ya le habían hecho. Una o dos veces. Y después más veces. La miel le estaba diciendo la verdad. Le había gustado. Había intentado hacerlo con una chica, pero ella se había negado.
Ahora se acordaba de los chicos mayores que querían que él les hiciera lo mismo. Uno hasta le había retorcido el brazo. Cuando él gritó que no, que no lo haría, el grandullón le había golpeado en el estómago. Había tenido la astucia de vomitar. Esto desanimó al agresor. Ahora quizás pudiera disfrutar algo con Der Alte. Le prepararía para la chica que tenía pensada. La llevaría a cabalgar con Ulan. A pelo.
Angela estaba ensoñada. La miel le hacía sentirse mejor que nunca. Una sensación. Tan fuerte. Sentía como si hubiera otra persona dentro de ella, alguien nuevo, un contacto agradable. ¿Estaba bien gozar algo tanto?
Si se plantea la pregunta de cómo es posible que un demonio como yo penetre en los pensamientos de esta familia cuando mi único cliente verdadero es Adolf, responderé que es obra de la miel. Entre nuestros poderes figura el de impregnar muchas sustancias con un rastro de nuestra presencia. Con esto basta. Si respetamos esta facultad, podemos penetrar, durante un lapso breve, en los pensamientos de un hombre, una mujer o un niño. Este delicado vínculo, manejado con finura, puede incluso ser verdad; sospecho que por eso Klara estuvo removiendo la miel varios días. Era como si quisiera intervenir como una guardiana más contra nuestras asechanzas.
No dediqué tiempo a Edmund y Paula. Antes de que la fiesta terminara, el niño se empapuzaría y ensuciaría los pantalones, y el bebé tendría un conato de cólico. Pero esto fue más tarde. Al principio siguieron sonriendo con una alegría tan inocente que todos los demás se rieron de ellos.
Adi era el más interesante. Como yo había previsto, se puso frenético. El dulce le había hecho un efecto parecido al que los
schnapps
le hacían a Alois hijo cuando tenía el estómago vacío. Así que Adi se empeñó en dar besos pegajosos a Klara y Angela, encantado de que gritaran y del pánico con que se limpiaban los besos de la boca. Sobre todo Klara. Restregarse la boca era en ella un reflejo, pero cuando vio un asidero en la risa de Adi, como si la aversión en la cara de Klara le hubiera sorprendido tanto como para que brotara una lágrima en sus ojos, ella agarró al niño y le besó con toda la intensidad muscular de una madre que cumple con su deber, y Adi, sin saber si aquello era una recompensa o una nueva reprensión, se acercó a escondidas a Angela con un pequeño pegote de miel en el dedo índice.
Angela aulló cuando se le enredó en el pelo y en su tono había odio. Adi la había arrancado de las sensaciones que retozaban en su interior. Pero cuando ella estaba recobrando el resuello para regañarle, Adi brincaba ya hacia Alois hijo, que le detuvo con una mirada.
Quedaba Edmund. Adi le pringó tanta miel en la cabeza que el niño de dos años desprendió más caca en los pantalones, con lo cual Adi se acercó a Klara, señaló a Edmund y dijo:
—Mamá, yo no hacía esas cochinadas cuando tenía dos años. Este Edmund está siempre sucio.
De este modo brindó a Angela una rápida ocasión de vengarse. Como lo había presenciado todo le dijo a Klara lo que había pasado, y fue tan precisa en su descripción que Klara empezó a reñir a Adi con palabras que nunca hasta entonces había empleado con él.
—Esto es una vergüenza. ¿Lo entiendes? Es pecado ser cruel con los que son más pequeños que tú. ¿Cómo puedes ser tan malo? Dios te castigará. Nos castigará a todos.
Lo dijo compungida. No quería estropear aquella magnífica fiesta familiar, pero debía hacerlo por el bien de los demás, por Angela y por el pobre Edmund, otra vez sucio.
—Cómo puedes gastarle esa jugarreta? —le dijo a Adi—. Con todo lo que él te quiere.
Esta vez sí quiso hacer llorar a Adi. Pero se le saltaron las lágrimas a ella. Él —quizás a causa de la miel— se sentía tan ufano como jamás se había sentido en sus seis años y medio. Le indignaron aquellas regañinas. Lanzó una mirada feroz a Angela. Susurró para sus adentros: «Nunca la perdonaré. ¡Lo juro! ¡La veré en el infierno!» Y, a pesar de todo, se sentía orgulloso. Había hecho llorar a su madre. «Que llore, por una vez. Yo no. Ya es hora de que aprenda.»
Ahora debo describir el acto carnal de Alois hijo con Der Alte. No sin cierto desagrado. Que quede claro: no hago juicios morales sobre estos asuntos. Se supone que los demonios se interesan por todas las formas de abrazo corporal, fervoroso, despreocupado, perverso o, como dicen los norteamericanos,
misionero:
«Me puse encima y embestí.» Por descontado, nos interesan mucho más los actos sexuales que no entran dentro de lo establecido. Las prácticas rutinarias son enemigas de nuestros propósitos. Las primeras relaciones sexuales, sin embargo, rara vez pueden obviarse. Los llamamos
primas.
Hay más carne en el asador. Pocas «primas» se producen sin que lo presencie algún representante del Maestro o del D. K. Follar —por emplear una palabra tan útil, cuasicosmopolita y onomatopéyica, tan cercana a las carnes, las afrentas corporales y las grasas de la ocasión—, es un acto de auténtico interés para ambas partes. Muchas cosas pueden suceder, y rápidamente. Ya se pueden enumerar los viejos hábitos, cuya presencia en la psique se ha vuelto tan pesada como sacos terreros emplazados para reforzar las trincheras.
Poco tiene de extraño, pues, que no formulemos juicios morales y estemos atentos a cálculos recientes. Este acoplamiento en particular, ¿debilitará o fortalecerá nuestra posición?
Aquella vez, sin embargo, me repelió lo ocurrido. Der Alte, tras unas pocas cortesías habituales y tópicos sociales destinados a ocultar su desmedido placer (y alarma instantánea) al ver a Alois hijo en su puerta —¿y si todo resultaba un desastre?—, no tardó en comprender (habida cuenta de sus decenios de experiencia en estas cuestiones) que el chico llegaba en busca del obsequio concreto que Der Alte había soñado con ofrecerle desde que se conocieron. «Me alegra tanto que hayas venido», repitió varias veces en los primeros minutos, a lo que Alois finalmente respondió: «Sí, aquí estoy.»
El palenque estaba a unos quince metros de distancia, pero Der Alte oía a Ulan columpiar la cola. Sin desperdiciar ni un segundo más en la conversación, se acercó a Alois, se arrodilló ante él y le puso la mano en la entrepierna. Ante lo cual —muñeco de resorte en feroz salto—, Alois se puso de pie, se desabrochó el pantalón e introdujo de inmediato el feliz órgano henchido de sangre en la boca de Der Alte, en aquellos labios ávidos y largo tiempo inactivos.
Los momentos siguientes fueron los que me repelieron. Aunque prescinda de juicios morales, no estoy desprovisto de buen gusto, y Der Alte se rebajó. Hablando en plata, llenó de babas al chico y barbotó roncamente cuando Alois le vertió en la garganta una erupción completa. Como un bebé, Der Alte también se hizo pis encima. Tuvo, a su vez, su descarga: la mejor micción que había realizado desde hacía meses. Después se precipitó sobre Alois y lo inundó de besos y diversas ternezas verbales que no reproduciré aquí. «Sabes a gloria, tienes buen corazón» es quizás el ejemplo más mencionable y, por supuesto, el más absurdo, porque no hacía falta que Alois fuera un cliente para que yo percibiese que su corazón estaba frío. Su primera preocupación era ser fiel a sí mismo. Igual que a todos los jovencitos como él, le asqueaba aquel compañero de otrora y se marchó lo más pronto que pudo.
Le llevó unos minutos. No tenía ganas de que le enredaran casi una hora con carantoñas que parecían telarañas posadas en su piel. Por otra parte, su carácter pragmático le instó a quedarse el tiempo necesario para que Der Alte no tomara su marcha como un insulto. Ello podría afectar a visitas ulteriores. ¿Quién sabía? Si en los días siguientes no conseguía convencer a una campesina determinada que tenía en mente, entonces volvería donde aquel vejete. Alois hijo estaba hecho de la misma pasta que nuestros mejores clientes: a los catorce años ya entendía el sexo de una manera ideal para nosotros. No tardaría en adquirir la pericia en muchas formas de dominación gracias a sus dones priápicos. Apreciamos esto. Muchísimos clientes nuestros poseen una dotación anodina. Nunca sabemos cuándo llegará una erección, brazo en alto. Lo cual nos crea problemas, aunque también sabemos manipular una impotencia parcial o absoluta para convertirla en un instrumento eficaz por sí mismo. Por ejemplo, Adolf sufriría esta invalidez a lo largo de la adolescencia, la guerra y su temprana madurez política.
Alois hijo era su antítesis. Heredero de la sangre paterna, su interés natural eran las mujeres, salvo lo que él consideraba la trampa que les era inherente. Las chicas, como las mujeres, estaban muy apegadas a la responsabilidad familiar. Los chicos, por el contrario, no planteaban problemas: servían para deshacerse de las opresiones de la ingle. Y era muy agradable disponer de un joven o, aún mejor, de un adulto.
Sí, Alois habría sido un cliente perfecto. Habríamos acrecentado sus talentos. Nos habría servido de muchas maneras. Sin embargo, yo tenía instrucciones de dejarle tranquilo. El Maestro tenía la mirada puesta en Adolf. Lo comprendí. Es perjudicial trabajar con dos clientes de una misma familia, lo cual es especialmente cierto si además tienen un carácter distinto. Un demonio que intentase atender a los dos no sabría qué hacer ante sus necesidades en conflicto. Pero dos demonios diferentes supervisando a dos clientes en un mismo hogar puede ser peor. Podría surgir la envidia.
En suma, me mantuve alejado de Alois hijo. Enseguida consiguió seducir a Greta Marie Schmidt, una robusta granjera a la que llevaba a cabalgar con Ulan. Pronto tuvo acceso al mismo manojo de llaves a las partes pudendas de Greta que el que Alois padre había tenido a las de Fanni cuando aún era virgen. Por emplear otro de mis vulgarismos norteamericanos (confieso mi indecoroso placer en proferirlos), Alois conocía a Greta Marie desde «el ano al apetito». No quería arrebatarle la virginidad: era la trampa que ella le tendía. Además, en realidad ella no le gustaba. Se pasaba un poco de ordinaria. Así que volvió con Der Alte. A pesar del apogeo de olores en la choza, algunos de los encuentros desbordaron de novedad libidinosa. Una vez asentadas las cosas, Der Alte ofrecía lánguidos deslizamientos e inspirados caracoleos de la lengua, todo por el bien de Alois, el amante del placer, pero, por supuesto, consumado el acto, el chico apenas se atrevía a mirarle. Le inspiraban tanta repugnancia como a mí todos aquellos sollozos y gorgoteos. La triste verdad era que la puerta trasera excitaba de un modo prodigioso a la lengua de Der Alte. Las nalgas de Alois empezaban a parecer el pórtico de un templo pródigo en riquezas. Alois aguardaba hasta que el placer llegaba al punto de explosión y entonces se volvía y lo vaciaba todo en el gaznate del viejo. Después se quedaba inmóvil como una estatua, doblemente asqueado por el conocimiento de que su padre Alois sentía un incurable respeto reverencial por Der Alte. «Qué bien habla», había dicho de él.
Pero Der Alte se desvivía por servirle a él, el hijo. ¿Cómo iba entonces el hijo a respetar al padre? ¿Y todo aquel interminable y horrible nerviosismo a causa de las abejas? Siempre pidiendo consejo a Der Alte. Después de que la familia había celebrado su festín de miel, he aquí que a su padre le inquietaba ya cuándo extraer el resto del producto de las otras dos colmenas.
El desenlace rozó el desastre. No me sorprendió nada. Alois hijo se las apañó para dejar al sol una de aquellas valiosas colmenas. Sin ningún motivo. La aversión a su padre eran tan profunda que apenas se dio cuenta.
El padre se acercó a la colmena, tocó la caja, percibió el calor de la madera, pero también advirtió que las abejas aún no revoloteaban muy agitadas. Había llegado a tiempo y llevó la colmena de nuevo a la sombra.
—¿En qué estabas pensando, idiota?
—le gritó a Alois hijo.
Para el chico fue como si la voz de su padre le hubiera vuelto del revés como a un guante. Acompañó al grito un ruido sordo, pesado como un golpe. Los adolescentes pueden perder toda noción de sí mismos cuando un castigo impensado les agrede de repente. Esto se debe a que no sólo se dan muchas ínfulas y adoptan muchas poses y estúpidos alardes de temperamento, sino, aún peor, porque no poseen una verdadera edad. En aquel instante, Alois hijo dejó de ser un chico de catorce años. Hasta entonces se veía como un «catorce», un concepto claro, de contornos escuetos. Pero, como otros muchos adolescentes, efectuaba cálculos de un muchacho de veintiuno, mientras que otras aristas de su personalidad eran tan propensas a delatarse como un niño de ocho años pillado en una travesura. Por ejemplo, dejar al sol una colmena. En aquel momento, sintió que se le saltaban las lágrimas.
Suplicó a su padre. Para su vergüenza, suplicó.