Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Durante unos minutos (antes de que ellos volvieran y yo corriera a esfumarme) pude infiltrarme un poquito más en el pensamiento de Nicky e informar de que se sentía condenado. Condenado y maldecido. Tuve la certeza. Tardaría dos decenios en confirmarse lo que averigüé esa noche, pero esa noche lo supe. Nicky estaba realmente horrorizado. Le dijo a Alix que quizás su deber fuese retirarse a un monasterio donde orar por las víctimas. No era una manera de hablar a una esposa en una noche tan llena de malos agüeros. Tal vez hasta explique la carta que Alix aún escribiría a su amiga alemana, la condesa Rantzau.
Noto insinceros a todos los que rodean a mi marido. Y ninguno cumple su deber con Rusia. Le sirven por su carrera y su provecho personal y me preocupo y lloro días enteros al ver que es muy joven e inexperto, y que se aprovechan de ello.
Cuánto más habría llorado si hubiera sabido lo que decían de ella las mujeres moscovitas.
Antes de la coronación había cometido un error crítico. Había confesado a su dama de honor más próxima que adoraba a Nicky.
—Le quiero muchísimo. Le pongo nombres secretos.
—Qué nombres secretos? —preguntó la dama.
—Oh, no puedo decírtelos. Soy muy secretos. Le llamo muchas cosas dulces, normalmente en inglés. Para mí es un idioma efusivo. Muy hospitalario.
Confesó. Poco a poco. Por fin, la cosa salió a relucir: su secreto. El gran secreto que la dama de honor juró que nunca revelaría a nadie. Y no lo hizo: durante uno o dos días. Después se lo dijo a su amiga más íntima, que a su vez juró que era una tumba absoluta y para siempre.
Al final, la amiga más íntima no se sintió libre de revelar el secreto demasiado deprisa. Esperó algunas noches antes de contárselo a una amiga y a otra. Ellas también hicieron un voto de silencio, pero no aguardaron tanto para violarlo. La sociedad de Moscú pronto empezó a burlarse a hurtadillas del amor tan declarado que la zarina profesaba al inglés. Quienquiera que tuviese la reputación de saber lo que no sabían otros estaba al corriente de las palabras secretas que empleaban entre sí Alix y Nicky. «Amorcito, chicuelo, mi dulce, mi alma, mi hombrecito, cariñito, mi gatito.»
En cuanto acabaron de reírse de Alix, una de las damas se sintió obligada a recordar a las otras:
—Ella nos llega detrás de un féretro. Transmite infortunio. En realidad, al gobernador general de Moscú le llamaban ahora «el príncipe de Jodynka».
La semana siguiente hubo ocho días de fiestas, bailes, recepciones, visitas de Estado y veladas musicales. El 19 de mayo hubo un banquete en la sala Alejandro del Kremlin, y el 21 ofreció un baile el gobernador general de la ciudad. La fiesta congregó a toda la nobleza moscovita en la sala de Columnas, y el príncipe Trubetskoi actuó de anfitrión. Asistieron cuatro mil invitados. El día 22, Nicky y Alix hicieron una visita oficial al monasterio Troisky-Serguéievsky, y la mañana del 23 Nicky donó una primera entrega de veinte mil rublos para un hospicio destinado a los huérfanos de Jodynka. Aquella noche hubo una cena con el embajador inglés en un baile palaciego en la sala San Andrés del Kremlin. Tres mil cien invitados. Los alemanes, discretos, sólo ofrecieron la noche siguiente una velada musical en su embajada, a la que siguió una cena, la noche del 25, para todos los embajadores. Para terminar, los soberanos volvieron el día 26 al campo Jodinskoe para presenciar un desfile militar. Para entonces ya habían cegado los pozos. Fue otra jornada brillante, y seis caballos blancos tiraron del carruaje de Nicky. Treinta y ocho mil quinientos cincuenta y cinco reclutas desfilaron al mando de dos mil oficiales. Asistieron al desfile sesenta y siete generales.
Yo esperaba por esas fechas la orden de partir. No sabía si me adaptaría a Hafeld después de aquellos días excepcionales en Moscú, pero el Maestro se apresuró a decirme: «Respeta Hafeld. Es importante.» No había motivo para creerle ni para no creerle: su verdadera opinión, a fin de cuentas, estaba escondida en su porte impenetrable, pero puedo decir que a mi regreso a Austria me sentí mejor que en varios años. La del campo Jondinskoe había sido la operación más grande en la que había participado desde hacía mucho tiempo. O eso me pareció.
Es triste que a pocos demonios se les permita conservar recuerdos, pero el Maestro impone el mismo principio que las agencias de inteligencia. En ellas se supone que nadie debe saber nada de un proyecto hasta que deba saberlo. Nosotros, por nuestra parte, no debemos recordar nada que no vayamos a utilizar en un nuevo proyecto.
Puesto que creo que he sido un demonio durante siglos y que me han ascendido y degradado, cabría preguntarse por qué, con semejante historial, aun así aprendí mucho en mi estancia en Rusia. Es porque una complejidad recién adquirida se desvanece en cuanto una empresa llega a su fin. De modo que desarrollamos muchas nuevas cualidades mentales, pero pronto las perdemos. Lo curioso en este caso es que el Maestro me permitió conservar intactas aquellas experiencias recientes. Jondinskoe permaneció en mi memoria y mi moral se mantuvo casi excelente. Al regresar con la familia Hitler volví a creer, en vista del éxito cosechado en Rusia, que el Maestro tenía grandes planes para aquel cliente, el joven Adolf Hitler.
Lleno de una ligereza de espíritu totalmente distinta a la pesadez que se requiere para ser leal cuando no queda más remedio, me sentí elevado al regresar a Hafeld. Pronto dejé de pensar en Nicky y Alix. ¿Qué falta hacía? Si en el futuro me enviaban otra vez a Rusia, se reconstruirían los recuerdos necesarios.
De hecho, es interesante que yo tuviera estos pensamientos, pues, en realidad, me enviaron de nuevo en 1908 y mi estancia en Rusia, con intermitencias, duraría ocho años, hasta el asesinato de Rasputín, el incomparable Rasputín, qué extraordinario cliente. Trabajó en estrecha colaboración conmigo, pero insistió en continuar también al servicio de un astuto y encumbrado Cachiporra. ¡Qué guerra libramos a causa de Rasputín y los excepcionales entresijos de su alma!
Puede que algún día describa aquellos sucesos trascendentales, pero no en este libro. Concluidas todas las largas interrupciones, ahora quiero referir lo que fue de Alois, Klara y Adolf durante los nueve meses siguientes. Esto pondrá fin a esta empresa literaria. De momento, pues, volvemos a la granja.
Desde aquí veo el sendero que lleva a la casa de Der Alte.
Un extraño asunto me aguardaba a mi regreso a Hafeld. Tenía que convencer a Der Alte de que quemara una de sus colmenas. Había sufrido picaduras tan graves de sus abejas que le encontré en la cama, con la cara cruelmente hinchada. Tenía varias picaduras cerca de los ojos.
Habida cuenta de la pericia de Der Alte, no acertaba a explicarse cómo había sucedido un incidente tan penoso mientras examinaba una de sus mejores colmenas. Cuando intentaba sustituir a la reina —que estaba mostrando los primeros signos inequívocos de fatiga terminal—, su séquito le había atacado. Der Alte logró sofocar la rebelión con el puro que por casualidad estaba fumando en aquel momento, pero hacía años que no presenciaba una revuelta parecida de sus criaturas. Despertó mi paranoia (que siempre está al acecho, pues es preferible a una escasa facultad de previsión). Tuve que conjeturar que los instigadores del ataque habían sido los Cachiporras, y en consecuencia había que destruir la colmena.
Al recibir mi orden —que le transmití en su sueño—, Der Alte no la cumplió de inmediato. Transcurrieron unos días. De nuevo le infiltré el pensamiento en el sueño, pero esta vez hice el suficiente hincapié para que no pudiera considerarlo onírico, sino un imperativo, lo que dejó consternado a nuestro anciano. «Hazlo», le repetí mientras dormía, «te será beneficioso. Mañana es domingo. Eso aumentará el buen efecto. Los domingos reportan un valor doble. Pero no emplees una bomba de azufre. Podrían sobrevivir muchas abejas. Mejor empapa de queroseno la colmena. Luego le prendes fuego, con caja y todo.»
Él gruñó en sueños.
—No puedo —dijo—. La Langstroth me costó mucho dinero.
—Quémala.
Der Alte cumplió mis órdenes. Tuvo que hacerlo. A su edad sabía lo profundamente que estábamos infiltrados en él. No quería vivir con los terrores que podíamos infundirle, miedos tan reales para su cuerpo como una úlcera. La muerte estaba presente en sus pensamientos, tan próxima a veces como una fiera enjaulada en la habitación contigua. Todo esto, sin embargo, a mí me dejaba indiferente. Cuesta no sentir desprecio por los clientes viejos. Son tan sumisos... Por supuesto, obedeció. Facilitó las cosas que en gran medida siguiera enfurecido por el ataque de las abejas. Su sentido de lo existente se vio trastornado. Las viejas costumbres admiten algunas conmociones.
La mañana del domingo depositó la colmena en el suelo y la roció. Se sintió mejor contemplando la agitación que hervía entre las llamas. Yo estaba en lo cierto. Sí había sido beneficioso para él. Pero Der Alte sudaba como un caballo. Al fin y al cabo, le apenaba la incineración, porque violaba sus instintos profesionales. Esperaba llorar por todas las pobres inocentes que morían abrasadas junto con las culpables pero, para su sorpresa, una insólita dulzura retornó a sus ingles. Era el primer almíbar de este tipo que su cuerpo había conocido durante años. Como en otros tantos viejos, su lujuria había estado limitada a su cabeza. Hacía largo tiempo que la reacción a un pensamiento libidinoso había sido más memorable que una punzada en la ingle.
Mencionaré que Adi estuvo presente en la quema. Él también había recibido un mensaje en sueños que acató sin esfuerzo. Se escabulló de Klara y Angela cuando ellas se preparaban para ir a la iglesia. Su deserción tampoco inquietó sobremanera a Klara. No era plato de su gusto llevar a Adolf a la iglesia. Si no estaba revolviendo en su asiento, empezaba un torneo con su hermanastra para ver quién conseguía pellizcar al otro. A hurtadillas.
Sí, estar a solas con Angela la mañana del domingo permitió a Klara sentirse un poco más cercana a su hijastra. A decir verdad, también le complacía no haber llevado a Edmund ni estar obligada a sostener a Paula contra el pecho durante todo el oficio, confiando en todo momento en que el bebé no quisiera mamar. Alois había dicho esa mañana que se quedaría con los dos pequeños. Klara apenas dio crédito a tanta generosidad. ¿Se estaba ablandando Alois? ¿Sería posible? Ciertamente, era una cuestión que quizás yo tuviera que explorar. Pero antes hablaré de la emoción de Adi durante la quema de las abejas. Los dedos de los pies le hormigueaban, el corazón se le agitaba en la caja torácica, no sabía si gritar o partirse de risa. Los ardores de la vida en Rusia me habían dejado, sin embargo, una pizca indolente. Aún no estaba ansioso de redescubrir las complejidades de aquel niño de seis años. Como he dicho, mi moral estaba en excelente estado, pero no quería ponerla a prueba tan pronto. En realidad, al reanudar tareas modestas en aquella región de Austria, no me importó que fuera una existencia más sencilla. Hafeld incluso quizás se dispusiera a ofrecer sus propias revelaciones, y entretanto me autorizaba a dedicarme a ocupaciones más nimias y livianas. Pude, por ejemplo, presenciar algunos cambios en el ánimo de Alois. Esto bastó para interesarme.
Por ejemplo, Klara se había equivocado. Alois no se estaba ablandando; no exactamente. A ella le había dicho que le vendría bien pasar un rato con los pequeños de vez en cuando, pero en cuanto Klara se fue, depositó a Paula en su cuna con ruedas y le dijo a Edmund que se quedara en el cuarto y se asegurase de que el bebé no se despertaba. Sabía que Adolf se habría ido por su cuenta y que Alois hijo estaría con Ulan en el otro lado de la colina. Lo cierto era que quería estar solo. Quería meditar sobre el percance de Der Alte. El incidente le había reconfortado. Una expectativa atroz se había disipado. Siempre había pensado que sería él el ferozmente agredido por las abejas.
A lo largo de mayo, a medida que mejoraba el clima, Alois había abrigado el temor recurrente de perder sus colonias. Veía una imagen vívida de él, en lo alto de un árbol, un árbol altísimo, intentando convencer a un enjambre enloquecido de que volviera a su colmena. Lo triste era que, tras haberse alimentado bien durante todo el invierno, se sentía tan relleno como un hombre
que ha comprimido ciento trece kilos en un saco de noventa.
No era muy sorprendente, pues, que aquel domingo se dispusiera a destensar la cara, dejar que las tripas le hicieran ruido y el esfínter liberase flatulencias. Había habido demasiadas semanas durante el invierno, y hasta en los comienzos de la primavera, en que se había llegado a convencer de que iba a fracasar en una actividad seria que aniquilaría una parte importante de su amor propio. Aunque este desenlace hubiese parecido improbable antaño, porque su vanidad lo prohibía, esta misma vanidad enérgica (que había edificado desde la juventud pedazo a pedazo, episodio tras episodio venturoso) parecía estar desvaneciéndose. ¿Dónde estaba su antigua confianza? Aquel domingo, como cualquier otro, no había ido a la iglesia. Por supuesto que no, si podía evitarlo. Pero ya no sabía si podía continuar así. Aquel domingo concreto hasta había pensado en acompañar a Klara.
Era un pensamiento odioso. ¡Escuchar tonterías sentado en un banco! Hacer esto anularía el concepto que tenía de sí mismo como un hombre que no temblaba como otros. Pero poseer abejas le había metido el miedo en el cuerpo. ¿Se habría aflojado el año anterior la piedra angular de su orgullo? No conocía a nadie que se hubiese burlado más que él de los malos augurios. No era un mérito ordinario en alguien que había nacido campesino.
Pero una semana antes las manos le habían temblado al leer en el periódico un artículo sobre la muerte de un apicultor. El hombre no se había recuperado de una insurrección en una colmena.
Con el fin de aplacar estos temores, Alois hizo una visita a Der Alte. Fue cuando el viejo aún seguía en la cama, más débil que nunca. De hecho, rompió a llorar mientras contaba el percance. A Alois le produjo la sensación de virtud torcida que tiene un hermano más joven al ver llorar al mayor.
Después, durante unos días, decreció su miedo. No sabía por qué, pero el infortunio de Der Alte se lo había aliviado. Ahora resurgía. No se sentía bien desde que Alois hijo había regresado. Se dijo a sí mismo que no podía ser tan insensato de temer a sus abejas porque no se encontraba a gusto con su hijo. ¡No obstante, bien podía ser así! Los seres humanos tenían cantidad de subterfugios. Lo había aprendido en las aduanas. Recordaba a una mujer que envolvía sus regalos en los pliegues de su ropa interior negra. Una mujer bonita. Cuando Alois la descubrió, tuvo la ordinariez de sonreír y decir: