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Authors: Mailer Norman
Me asediaba, no obstante, una sospecha incómoda. El entusiasmo de Alois era demasiado sincero. Las ganancias no le preocupaban suficientemente. Era esto lo que turbaba mi entendimiento. El ansia de dinero es el incentivo que en general impulsa a embarcarse en una nueva actividad a hombres como Alois. Por tanto, la relativa ausencia de afán de lucro indicaba que Alois iba a emprender aquella empresa porque satisfacía algo que yo aún no le había detectado.
Recordé que había tenido sus escarceos con la apicultura en una pequeña ciudad cerca de Braunau, pero pronto vi una razón mejor. En aquellos pocos meses se había molestado en escribir un artículo corto que fue publicado por una revista de apicultores. El grado de conocimiento libresco que Alois había adquirido sobre el tema le daba un punto de vista sobre nuevos métodos de cultivo. Afirmó que las colmenas construidas con paja pronto quedarían anticuadas. Eran objetos rechonchos, parecidos a una cúpula, de un tamaño y forma como un torso humano con una gran panza, y habían tenido sus inconvenientes. Para cosechar la miel, los apicultores tenían que mantener aturdida con humo a la colonia de abejas. Este procedimiento dejaba la colmena en un estado cuasicomatoso. Era impreciso y violento. A veces, había que partir en dos la colmena de paja para recoger el producto. A pesar del humo, algunas abejas seguían lo bastante activas para picar al recolector.
Sin embargo, en Inglaterra y Estados Unidos estaban desarrollando una innovación muy comentada. De ella trataba el artículo. Incluso en Austria había apicultores deseosos de erradicar las viejas colmenas de paja. Para su época habían representado una mejora sobre la práctica más bárbara —común durante el medievo— de expulsar a las abejas de su agujero en un árbol, pero cultivadores punteros hablaban en aquellos tiempos de colmenas que podían convertirse en el equivalente, o al menos esto proclamaba el artículo, de una metrópoli de abejas. La nueva vivienda, no mayor que un cajón de madera que se pudiese instalar sobre un banco, estaría llena de bandejas de cera dispuestas verticalmente. Así las obreras podían construir sus minúsculas celdas en ambos lados de cada bandeja. ¡Y de la forma más ordenada! Como el cajón contenía una serie de bandejas y cada bandeja tenía espacio para miles de celdas en una rejilla de filas e hileras, algunos apicultores calcularon que cada colmena se asemejaba ahora a lo que podrían ser en el futuro los edificios de apartamentos gigantescos.
Tal había sido el asunto de su artículo —visionario, realmente—, pero para explicarle a Klara su objetivo, Alois optó por recalcar la promesa pecuniaria. Le dijo que un trabajo limpio reportaría unos buenos ingresos, y que Alois hijo y Angela aportarían su ayuda. Adi también. La convenció de que era un proyecto eminentemente práctico.
Yo estaba más que preocupado. Quizás Klara le creyera, pero yo no. Yo había decidido que Alois trataba de encontrar un medio de acercarse más al Dummkopf. No era algo que yo pudiese pasar por alto.
Alois nunca había sido cliente nuestro. Para nuestros parámetros, era un hombre normal, es decir, lo bastante corrupto para utilizarlo en caso de auténtica necesidad. Presumíamos que entonces estaría disponible. Los Cachiporras apenas custodiarían al hombre. ¿Con qué fin? ¿Qué había que proteger? Por otra parte, en lo referente a Klara, preferimos no acercarnos: ¿con qué fin? No teníamos de ella una necesidad directa; como ya he señalado, niños malvados pueden muy bien proceder de madres muy amorosas. Por supuesto, a los hombres y mujeres normales esta idea les repugna. Socava su fe en el Dummkopf. ¿Cómo lo consentía Dios? Un lamento típico.
Alois nos era directamente útil. Eran tan fiables sus fuerzas y sus costumbres, sus aportaciones productivas, sus crueldades inherentes (por no mencionar sus groserías) que, de ser necesario, se podía intensificar o reducir el calor del odio de Adolf por su padre con objeto de moldear al chico. Denlo por seguro..., dependíamos de Alois.
Pero ahora su desmedido amor por las abejas parecía impropio de él. Los ateos como Alois, que intentan recorrer todo el camino hasta la tumba sin que los perturbe el presentimiento de que Dios quizás haya creado el universo, no se diferencian mucho de las vírgenes piadosas que temen la tentación de calenturas pecaminosas. Esas féminas sólo aceptan su carnalidad transida mediante adulteraciones diversas. Así también los ateos encuentran sustitutos en el paganismo, el servicio al prójimo o, actualmente, la tecnología: suelen verla como la mejor solución posible de los problemas de la humanidad. De vez en cuando profesan una lealtad excepcional hacia algún fenómeno de la naturaleza. En el caso de Alois, resultó ser el reconocimiento de que era posible una colaboración entre lo poderoso y lo minúsculo, él y las abejas.
Asaz inquieto, una noche penetré en su mente, una iniciativa onerosa porque no era un cliente, pero necesaria para comprender su motivación y, en efecto, supe algo más. Alois veía en la vida de las abejas paralelismos con la suya propia. Esto era para mí una causa de aprensión. Para Alois, unas abejas en busca de nuevos campos de flores eran criaturas a las que entendía.
Cualquier día caluroso, estas exploradoras conocen el calor del sol y el anhelo íntimo que despierta en los pétalos de las flores. Alois no iba a abrir de par en par la puerta con que había atrancado su lado místico, pero seguía imaginando a las abejas cuando entraban en las cavernas de las flores. Bajo el calor pujante del sol, entregaba su néctar a la lengua de la abeja mientras el polen cubría los pelos del insecto. En otro momento, la misma abeja se apartaría de un deseo apasionado para zambullirse en otro, fuera cual fuese la hermosa flor de la misma especie que la llamara en la brisa, listo otra vez el insecto para recoger más néctar al mismo tiempo que regaba sobre la segunda flor el polen recolectado en la primera. ¡Dura tarea y ansia satisfecha!
Se sentía próximo a la abeja que volvía volando con su carga de pesadas bolsas de polen y el abdomen lleno de néctar, porque había dado mucho a las mujeres que, no obstante, a su vez le habían reportado mucho: mucha sabiduría acumulada sobre el modo de llevar su rincón aduanero del mundo. Al final, era infalible distinguiendo lo verdadero de lo falso en las declaraciones de extranjeros, en especial de mujeres que pretendían engañarle pero que no podían porque él era más sabio. Poseía la miel auténtica: el conocimiento. Sabía lo que otros estaban tramando, todos los secretos que escondían comerciantes y viajeros de paso, secretos dulces como la miel, todo lo que aquellas buenas gentes procuraban robar y guardárselo. Pero su misión consistía en descubrir sus secretos. Trabajaba con tanto ahínco y tanto tiempo como una abeja el día más caluroso y productivo del verano para proteger la gloria, que databa de siglos, del imperio excepcional de los Habsburgo. Admitía que no todos ellos habían sido grandes, ni siquiera todos eran buenas personas, pero los mejores, como Francisco José, habían sido muy buenos. Como sabemos, Alois se encontraba un parecido con el emperador en las facciones: la mismas patillas, la misma dignidad. Se decía que el emperador Francisco José era capaz de trabajar horas interminables en sus deberes necesarios y casi inacabables. Él también, Alois, cuando era menester, estaba dispuesto. Y sin embargo los dos sabían —el emperador y él— que no bastaba con acumular miel; tenían que degustarla ellos mismos.
Sabía que alguna gente de Linz, en su mayoría estúpida, se había escandalizado al oír rumores de que Francisco José había tomado como amante a la actriz Katharina Schartt. ¿Cómo era posible? El emperador tenía una mujer tan bella..., la emperatriz Isabel. La noticia había corrido como un reguero de pólvora. Pero a Alois no le había escandalizado. Él comprendía. Los hombres tenían que reservarse parte de la miel.
Permítanme que me deje transportar por las voluptuosas oleadas de la meditación de Alois. A decir verdad, tenía cierto miedo de las abejas. Una vez, años atrás, había sufrido una picadura tan feroz y apocalíptica (si puedo expresarlo así) que nunca olvidó el ataque de vértigo que le ocasionó. ¡Qué facultad de causar dolor! ¡Y que la poseyeran criaturas tan pequeñas! Concluyó que no podía infligirlo la abeja sola. Un dolor así tenía que expresar la cólera del sol. Con la cual Alois estaba familiarizado. Había trabajado muchas tardes de agosto embutido en su uniforme. Pues claro que conocía la cólera del sol, y las abejas eran sus agentes del mismo modo que él lo era de los Habsburgo, y por consiguiente próximo a la grandeza del poder último.
¿Serían estas revelaciones producto de su jubilación cercana? Yo también estaba deseando inquieto los cambios que no alcanzaba a prever una vez que Alois empezara a vivir con su familia en la granja.
La misma noche de abril en que durmieron por primera vez en la casa de Hafeld, Klara se quedó embarazada. Hasta entonces había permanecido con los niños en Passau. Edmund estaba enfermo, y era invierno. Además, Alois no podría reunirse con ellos en la granja definitivamente hasta que se jubilase, a finales de junio. En abril, sin embargo, Klara decidió afrontar las dificultades y, justo después de Pascua, acompañado de Angela, Adolf, Edmund y el conjunto de sus pertenencias, realizó la mudanza a Linz. La dificultó aún más el hecho de que Alois hijo no pudo ayudarla con el equipaje: había tenido que quedarse alojado en casa de una vecina hasta el fin del curso escolar. Pero Angela le sirvió de gran ayuda. Había insistido en no terminar su curso y acompañar a Mara.
—La escuela no es tan importante —dijo Angela—. El año que viene compensaré el tiempo que he perdido, pero ahora me necesitas en la granja. Quiero estar allí contigo.
Tenía razón. Klara lo sabía, y se conmovió. Yo diría que fue el momento en que empezó a querer a Angela como a una verdadera hija. Klara era lo bastante sagaz en su inocencia para saber que la niña era sincera. Le gustaba la escuela pero le preocupaba más el bienestar de Klara, y ésta a su vez se convirtió en algo más, mucho más que su madrastra.
Pese a los contratiempos, subieron temprano a un tren en Passau y el marido la esperaba en la estación de Linz con un carro y dos caballos de tiro para transportar los baúles, maletas, cajas de embalaje y paquetes a lo largo de los cerca de cincuenta kilómetros que faltaban hasta Hafeld.
Este recorrido duró desde el mediodía hasta la noche, pero el día había sido caluroso y Alois, para sorpresa de todos, distrajo a los niños con una canción tras otra: tenía una voz potente y Klara, que tenía un timbre claro, aunque delicado, de soprano, le acompañaba cuando conocía la letra. Alois estaba de un humor extraño, y orgulloso de su destreza con los caballos y el carro. Hacía años que no había montado en una calesa y a punto había estado de alquilar un cochero, pero en vista de sus responsabilidades inminentes de labrador asumió el transporte él mismo.
El propietario anterior —tal como era la usanza del lugar—había llenado cada chimenea de leños y astillas, y las habitaciones no tardaron en caldearse. Un bote de sopa de patatas, pan y paté de hígado les proporcionó una cena suficiente. Se acostaron contentos. Alois pasaría con la familia el día siguiente, antes de llevar de vuelta a Linz el carro alquilado.
La primera noche, sin embargo, también se dispuso a tomar posesión de la vivienda. A la luz de la lámpara de gas del dormitorio, vio que Klara lucía un buen color, nada pálido, y cuando se lo dijo ella se rio alborozada.
—Tú también, tío —dijo—. El sol te ha puesto la nariz muy roja.
—Ach
—dijo él—, sigues llamándome tío. Hace diez años que nos casamos y ¿qué soy yo para ti, todavía? ¿El tío Alois? ¿Te refieres al bueno del tío Alois?
—No —dijo ella—, estamos muy orgullosos de ti. Hoy. Muchísimo. Los caballos y el carro. Tú lo has hecho todo. Y qué bien. Algo que nunca habías hecho.
—Bueno, sé hacer un montón de cosas que tú no sabes. No soy tan simple como crees.
—No creo que seas simple —dijo ella—; no, no lo pienso.
—Sí, dímelo. ¿Qué piensas, sobrinita?
No era frecuente que ella se atreviera a hablarle con tanta franqueza, pero aquella noche, que en definitiva era excepcional, le dijo:
—No sé por qué nunca me dices que me quieres.
—Quizás —contestó él— porque sigues llamándome tío.
Para asombro de Alois, la respuesta de Klara fue lo más cerca que ella había estado de hablar de una forma que sin la menor duda era propia de otro tipo de mujeres.
—Quizás te llamo tío —dijo ella— porque eres un grande y saludable pedazo de tío.
A él esto no le pasó inadvertido. El sabueso tiró al instante de la correa.
—¿Cómo sabrías cuál es el tamaño de un tío sano? —preguntó.
—No lo sé. Pero soy libre de imaginarlo. Eres un tío grandísimo.
Así se quedó embarazada. Él se excitó tanto que la poseyó junto a la cama, los dos de pie, medio vestidos, y después otra vez en la cama. Rebosaba de amor, primero por él mismo y por su proeza: qué hermosa fuerza a su edad. Luego sintió cierto amor por ella, amén de un grado considerable de amor por la granja. Era una hermosa parcela. Hasta le complacía la idea de acercarse un poco más a sus hijos, es decir: se veía trabajando a su lado en los campos. A punto de dormirse, pensó, en cambio, en abejas explorando los prados en verano. Estaba insólitamente encantado con la potencia que aún poseía su pelvis. Con encontrarla allí integra aquella noche, justo cuando empezaba a tener dudas.
Incluso estrechó a Klara en sus brazos, cosa que raras veces hacía, y cuando despertó para atender a las urgencias de la vejiga, estuvo a punto de derribar el orinal de una patada. Trastabillaba en la oscuridad, extraviado en el nuevo dormitorio, y Klara se reía. Después le rodeó con los brazos cuando él volvió a la cama.
—Soy feliz —dijo ella—. Creo que éste será nuestro sitio.
—¡Silencio! —bramó él—. ¡No seas gansa! No se hacen predicciones idiotas.
Sí, Alois sentía la tierra de la granja, aquellos tres acres que les circundaban por delante y por detrás, y se sintió tan supersticioso como cualquier campesino de su infancia. Una persona no debía airear como Klara felices presentimientos en el aire vacío de la noche. ¡Al menos, no en voz alta! ¿Era una noche tan vacía, de todos modos? ¿Quién sabía si habría alguien escuchando?
Por la mañana, Klara intuyó la impaciencia con que Alois quería terminar de deshacer el equipaje. Quería salir a recorrer sus tierras. Por tanto, ella asumió la mayor parte de las tareas inmediatas mientras él llevaba a los niños a visitar el establo, Adi y Edmund acurrucados contra su padre ante la inmanencia animal de los dos caballos, la vaca y la cerda que habían sido incluidos en el precio de compra. Eran animales enormes y la cerda despedía un olor inaguantable.