Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
—¿Que sea mi socio? Si ni siquiera te fías de él. Me lo has dicho mil veces.
—Lo he dicho, sí —tuvo que convenir ella—, pero entiendo a tu hijo.
—¿Sí? Yo diría que haces muchos comentarios. Y son contradictorios.
—Le comprendo —dijo ella—. Es ambicioso. Y no sabe qué hacer con su vida. Pero yo lo veo. Quiere ganar dinero. Lo admitiré: de momento, es un poco salvaje.
—Siempre lo será —dijo él.
—Quizás —reconoció ella—. Pero los chicos cambian. Si no hacemos nada...
—Tengo que pensarlo.
La idea le atraía. Hitler e Hijo, Productos Apícolas. Si el llorón de Adolf y el mocoso de Edmund crecían alguna vez, podrían ser Hitler e Hijos.
Eso sería más adelante. Pero Klara tenía razón. Había que hacer algo para centrar la ambición del chico. En aquel momento, consideraba el trabajo innoble.
Alois recurrió a sus libros. Las dos tardes siguientes, desenterró de varios volúmenes parte de la historia, cultura y antiguas tradiciones de la apicultura con el fin de preparar una pequeña conferencia para la familia. El destinatario, por supuesto, sería Alois hijo, pero no sería tan elemental como los discursos que pronunciaba en las tabernas de Linz o de Fischlham, sino mejor, digna de Der Alte.
Hablaría del conflicto interminable que enfrentó a las abejas con los osos en la Edad Media. Pensó que esto sería un buen comienzo. Dar a la familia una visión de cómo, tan sólo un siglo atrás, los apicultores trepaban a altos árboles para llegar a colmenas que los osos no alcanzaban. Después insertaría un poco de cultura. «Esto era una práctica común en el norte de España y el sur de Francia», le diría a Alois. «Hay que saber qué árboles elegir. Te los digo. Había alisos y fresnos, hayas y abedules y, desde luego, olmos venerables y también arces, robles y sauces. Los limeros», se oyó declarando, «los limeros han sido siempre, hasta la fecha, grandes favoritos de las abejas, así como nuestros. Esa miel retiene las más finas huellas aromáticas de la corteza de lima. «Sí», dijo, dirigiéndose mentalmente a su hijo, «el amor de la abeja al limero se remonta al final mismo del período neolítico, hace casi cinco mil años. Y sin duda las abejas sabían ya en aquel tiempo construir panales. Al norte de aquí, en Alemania, encontraron hace poco un panal fósil que puede que fuera más grande que cualquier hombre que haya pisado la tierra. Increíble. Un panal de dos metros cuarenta de largo. Sí, eso encontraron.»
Planeaba dar caudales de nueva información en la comida del domingo al mediodía. Hablar de los griegos y los romanos. Dado que en esas comidas casi nunca hablaba, como para regañar a Klara por pasar la mañana en la iglesia, la vastedad de sus profundos silencios solía presidir la mesa, pero ahora intuía que una exposición completa impresionaría a Alois, y una relación de los países concernidos podría despertar su respeto. Contaría historias de los bassari en Senegal, los mbuti del bosque Ituri y los cazadores de miel del sur de Sudán.
Sin embargo, a la hora de explayar tanta erudición en la mesa, decidió desistir de la conferencia no mucho después de haberla comenzado. Quizás había comprimido en su cabeza unos conocimientos excesivos. Klara aprobaba con un gesto de la cabeza, aunque Alois no sabía si lo que aprobaba eran sus palabras o el pastel de manzana que ella había hecho, y Angela asentía con una expresión que evocaba sufrimientos escolares. Los tres niños más pequeños estaban medio dormidos y Alois hijo, que había mostrado un poco de interés, empezaba a mustiarse.
Alois padre tuvo que contener el genio. La lección había fracasado. Simplemente, no poseía la elocuencia de Der Alte.
—Tú —le dijo por fin a Alois hijo, de un modo tan directo como si le clavara un dedo en las costillas—. Tú y yo... vamos a dar un paseo.
Qué gran error haber disertado sobre el tema durante el almuerzo. Era evidente. Cuando el chico comía, no le gustaba pensar. ¿No sería que era igual que su padre?
Alois no se lo llevó lejos de la casa, sino que lo sentó en un banco cerca de las colmenas y le habló del dinero que podrían ganar trabajando juntos.
—Incluso es posible que participe Der Alte. Lo ha insinuado. Estaría feliz de trabajar con nosotros. Lo cual me induce a creer que nos llevaríamos la parte mayor del trato. Dentro de pocos años serías un joven próspero, sí, muy próspero. Y déjame decirte que un muchacho guapo como tú podría hacer un matrimonio ventajoso si ellas vieran que también vivirán bien. Al cabo de tres años de trabajar con ahínco, habrás amasado una pingüe suma. Sobre todo porque tienes un olfato agudo para saber a qué atenerte. Créeme, podrás elegir entre muy buenos partidos.
El sol calentaba mucho y el chico estaba alicaído. Aquella mañana Greta Marie no había estado disponible: ella también había ido a la iglesia con sus padres y él, entonces, había visitado a Der Alte, que esta vez estuvo tan glotón que Alois se sintió privado de fuerzas. El mal olor del viejo persistía en sus fosas nasales. ¡Qué alegría trabajar todos los días de los tres años siguientes con aquel par de viejos! Der Alte prodigaría signos secretos que el padre podría sorprender, y estaba garantizado que Alois padre encontraría algún motivo para refunfuñar cada día.
Aquellas palabras dulces destilaban engaño. ¿Trabajar para su padre? ¿Ser un esclavo tres años? Demasiadas cosas buenas le estaban esperando. En cuanto estuviese listo, se marcharía de casa y se iría a Viena. Cuanto más brusco mejor. No le había perdonado a Klara su trato grosero de la semana anterior. No, nunca la perdonaría.
—Sí —dijo Alois—, es el primer paso para abrirse camino en la vida.
—Muy cierto. Hablas con el conocimiento de tus cualidades. Te diré que les tengo un gran respeto.
Ya había llegado al obstáculo que les separaba como una valla. La víspera, por primera vez, había saltado con Ulan. Habían saltado un seto que podría haberles derribado. Pero lo sabía. Tenía que dar el salto. Y lo hizo. Aquello no era lo mismo y en cierto modo lo era. Tendría que volver a hacerlo: esta vez se trataba de hablar claro.
—Tienes toda la razón en lo que dices, padre, pero... —Dudó el tiempo justo para repetir—: Lo que dices es verdad para una persona como tú, que no eres exactamente igual que yo. Yo tengo otras cualidades. Al menos, eso creo.
Alois asintió profundamente para no mostrar su enojo.
—Quizás quieras revelarme cuáles son.
—Me parece que tengo un don para tratar con la gente. —Su padre asintió de nuevo—. Cuando pienso en lo que haré dentro de unos años, veo que me ganaré la vida de esa forma. Tratando con la gente.
Al llegar a este punto, optó por mirar a su padre a los ojos. No era una gesta pequeña, pero le sostuvo la mirada.
—¿Quieres decir que la agricultura no te atrae? —dijo el padre.
—Debo decir la verdad. No.
—Pero no llegarías al extremo de decir que nuestro pequeño colmenar no te interesa.
—Me gusta el sabor de la miel. Eso es cierto. Pero creo que me gusta más hablar con la gente que escuchar a tus abejas.
Alois echó mano entonces de su mejor reserva de sabiduría.
—Hijo, estoy dispuesto a revelarte un secreto que te ahorrará algunos años. Quizás más. No se puede cautivar a la gente mucho tiempo. Sobre todo si no tienes nada más que ofrecer. La gente tiene que respetarte. Si no, se reirá contigo, sí, cantará contigo, oh, sí, y después, pobre chico, se reirá a tus espaldas. El trabajo duro es la única base para una relación sólida y continua entre dos personas serias. Un hombre que intenta abrirse camino con su labia no es más que un estafador.
—Respeto el trabajo duro — dijo Alois hijo— , pero no el que te exige ser granjero. Un hombre que trabaja la tierra toda su vida se vuelve, en mi opinión, tan mudo como ella. Eso no es para mí.
—Creo que no has entendido lo que he dicho. No te estoy proponiendo que utilicemos la tierra, sino el aire. Pienso en las pequeñas criaturas que vuelan por el aire. Y en Der Alte. Déjame que hable con él. Veo la manera de que nos sea muy rentable.
—Padre, con todo respeto, no estoy de acuerdo. Lo has dicho tú mismo. Sabe más de esta materia que nosotros.
De nuevo le acompañaba la iluminación que le había producido saltar el seto con Ulan. Un sentimiento de exultación directo. Era como si su sangre no sólo se empeñara en que hablase, sino que se dispusiera a insultar a su padre. Lo cual sería como saltar a caballo una valla mucho más alta.
—Tienes que aceptarlo —dijo—. No estamos a la altura de Der Alte. Nos robaría a mansalva.
—¿Qué estás diciendo? ¿Me desprecias como apicultor?
—Bueno, siempre te están picando.
—Son cosas que pasan. Gajes de este oficio.
—Sí, y los que lo saben dicen: «Oh, hoy he tenido un pequeño accidente», pero tú no. Tú siempre estás lleno de picaduras. Siempre.
Aquí Alois perdió los estribos, aquel genio tan valioso pero peligroso que siempre se estaba ordenando contener. Ya no tenía remedio. Se había salido de madre.
—Chico —le dijo a su hijo—, no estás preparado para salir al mundo. No tienes estudios. No tienes dinero. ¿Y crees que conseguirás dinero hablando? Es un disparate. Lo único que sabes hacer es que tus aldeanas te meneen las tetas y se te abran de piernas. ¿Por qué? Quizás creen que tendrán suerte y pescarán a un marido tan vago como ellas. Quizás lo consigan y tendré que ver a nietos tan feos como tus novias, y tú tendrás que trabajar en la granja de tu padre.
Se había pasado de la raya. Lo sabía. El miedo que había estado generando campaba por sus respetos igual que su mal genio. Había sido un error craso decir lo que pensaba.
Alois hijo se enfureció. Decir que serían feos los hijos que pudiera tener... Era indignante.
—Sí —le dijo a su padre—, te he visto como granjero. Tus conocimientos están anticuados. Hasta Johann Poelzl, con lo estúpido que es, vale para la agricultura. Tú no.
—Entonces, ¿soy un imbécil? No eres tú el más indicado para decirlo, habiéndote suspendido en la escuela. Y encima mentiste al respecto. ¡Qué imbecilidad! Me he guardado demasiado tiempo esa noticia vil y desastrosa. Sólo llego a una conclusión. La única razón de que nos mintieras y trataras de falsificar una carta es que eres un idiota.
—Sí —dijo Alois hijo—, y tú eres distinto. Tienes hijos preciosos. ¿Sabes por qué?
—El chico respiraba tan deprisa que iba subiendo el tono de voz. Casi canturreó las palabras siguientes—: Sí, encuentras tus mujeres, te las follas y te olvidas de ellas. Y mi madre se muere.
El reflejo del padre fue más rápido que su pensamiento. Golpeó con el puño en el costado de la cabeza de su hijo con tanta fuerza que lo tiró al suelo.
Si el joven Alois hubiera sido un cliente, le habría ordenado que no se levantara. Le habría endosado a su padre una culpa que el chico habría podido explotar durante un año. Pero como yo no tenía jurisdicción en el caso, el chico corrió hacia el padre, le agarró de las piernas y, a su vez, le derribó. Golpe por golpe.
Sabiendo que su vida estaba en una encrucijada, cometió el error de ayudar a su padre a levantarse. Tuvo que hacerlo. Sintió un terror inconmensurable en el momento después de tumbarle, porque vio allí a su padre postrado y con aspecto de viejo. Así pues, el hijo le levantó.
Que te derribaran ya era desagradable, pero ¿que te ayudase a ponerte en pie un jovenzuelo con un grano abierto en la cara y un incipiente y ridículo bigotito castaño? Como sólo le habían brotado unos pocos pelos lacios, el bigote en sí era un insulto. Empezó a golpear al chico hasta que éste cayó de rodillas, y le siguió aporreando incluso cuando estuvo tendido en el suelo.
Klara ya había salido de la casa. Suplicó a su marido que se detuviera. Lloró. Menos mal que lo hizo. Alois hijo ya no se movía. Estaba inconsciente en el suelo y Klara seguía gritando.
Creyó que estaba aullando a los muertos.
—¡Oh, Dios —logró exclamar—, no puedo creer que hayas permitido esto!
Vi un hueco extraño. No estaba su ángel de la guarda; no había ni un Cachiporra cerca. Los ángeles a menudo huyen de personas que gritan demasiado fuerte; saben lo cerca que están los humanos de nosotros en esos momentos, y se ven en inferioridad numérica. Porque los demonios acuden velozmente a atender esas protestas. Por si hubiera poco alboroto, Adi dio rienda suelta a la más penetrante serie de chillidos.
Y Klara estaba vulnerable. Vi mi oportunidad. Toqué sus pensamientos, alcancé su corazón. Creía que el chico estaba muerto y que su padre pasaría en la cárcel el resto de sus días. Era culpa de ella, todo culpa suya. Le había dicho al marido que se aproximara al chico, aun cuando sabía que sería inútil. Como la suma de su experiencia le enseñaba que la mayoría de las oraciones a Dios no obtenían respuesta, ahora nos rezó directamente a nosotros, invocó al diablo, le imploró. ¡Sólo los piadosos creen que el Maligno tiene estos poderes!
—¡Salva la vida del chico —suplicó—, y estaré en deuda contigo!
Así que era nuestra en lo sucesivo. No como cliente. Simplemente nos había cedido su alma. Por desgracia, estos cambios nunca son completos e inmediatos. Pero al menos ahora teníamos cierta influencia sobre ella.
Klara fue un verdadero triunfo. En cuanto Alois hijo empezó a moverse, ella se convenció de que había recibido nuestra respuesta directa. Sintió toda la pesadumbre de haber formulado un juramento innegociable. A diferencia de tantos otros con los que traficamos, Klara era la responsabilidad por excelencia. Sentía, por lo tanto, el corazón mutilado y estaba consternada por la pena que debía de haberle causado a Dios. ¡Qué gran monja habría sido!
Nuestra ganancia más importante fue Adi. Había visto a su padre derribar a golpes al joven Alois. Había oído a su padre proferir un gemido notable por la profundidad de su aflicción. Después, cuando el chico empezó a moverse, Adi vio a su padre entrar trastabillando en el bosque, con arcadas de estómago y el pastel de manzana de Klara saliéndole por las narices. En consecuencia, como no podía respirar, Alois tenía que evacuar del esófago una bala de cañón. El almuerzo del mediodía le subía y bajaba en el gaznate. Pero una vez en el bosque, en cuanto cesaron las arcadas, comprendió que no podía volver a la casa. Necesitaba un trago. Era domingo, pero encontraría algo en Fischlham.
Ya hemos gastado tiempo de sobra en Alois. Mi atención se centraba en Adi. El niño lo había evacuado todo: orina, heces, comida. Le tenía desquiciado el miedo de que su padre regresara y le tumbase a golpes en el suelo. Yo no podía desaprovechar una ocasión tan directa de ejercitar algunas mañas. Grabaría aquella zurra en la memoria de Adi. Una y otra vez, envié a su mente las mismas imágenes, hasta que —dada su certeza de que cuando volviera su padre todo estaría perdido también para él— logré imprimirle una visión clara de sí mismo tendido a las puertas de la muerte a causa de la paliza que le había propinado su padre. No sólo le dolían los miembros, sino la cabeza. Era como si acabara de levantarse del suelo donde le habían tumbado.