Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
—No. Estaba muy preocupada por nuestros hijos. Quería que viviesen. —No pudo evitar que se le humedeciesen los ojos; no con aquellos recuerdos en la raíz de los conductos lacrimales—. Así que me alegraba pensar que eras judío en parte. Pensé que quizás pudieras darle un poco de sangre fresca a nuestro Adolf y a nuestros Edmund y Paula.
—Pero no soy judío en absoluto —dijo él— . Tenemos que aclarar esto. El viejo Johann Nepomuk me dijo una vez quién soy yo. Soy su hijo. Sí, soy tu tío carnal.
—¿Te lo dijo él? ¿Dijo esas palabras?
Ella conocía de sobra a su abuelo Johann Nepomuk para saber que nunca diría semejantes palabras. No de aquel modo, no tan directamente.
—Me lo dio a entender —dijo Alois—. Afirmó que sabía quién era mi padre. Y entonces dijo: «Aquel hombre no era judío.» No tuvo que decir más. Estaba claro. Sólo había una forma de que él lo supiera. Así que era eso. La siguiente vez que un chico me llamó judío, le aticé un puñetazo en la cara y le rompí la nariz. Al pobre se le quedó una jeta fea.
Alois empezó a reírse al rememorarlo. Después se rio aún más, como proclamando que no le pesaba mucho.
—¿Y todos aquellos años creíste lo contrario?
Ella asintió. No sabía muy bien si sentir alivio o desilusión. Siempre había sentido que le asaltaba la emoción al pensar que estaba casada con un hombre que tenía aquella sangre. Los judíos prohibían hacer cosas en la cama. Eso había oído ella. Quizás Alois y ella incluso habrían hecho aquellas cosas que estaban prohibidas: ¿no era así? Y los judíos tenían fama de ser inteligentes. También lo había oído decir. Ahora estaba realmente confundida.
Alois, al pensar en Johann Poelzl, habría podido hervir al pajarraco para hacer una sopa.
Tal vez el lector recuerde que cuando me presenté como el narrador de esta novela, lo hice como un hombre de las SS. De hecho era uno de ellos. En aquel período, a finales de la década de 1930, yo estaba corpóreamente instalado en un oficial particular de las SS llamado Dieter. A un alto precio para mí, vivía y operaba dentro de él. Diré que no asumimos una posesión completa a menos que el objetivo lo requiera. En efecto, el coste personal es directo. Tenemos que abandonar la estimulación de vivir en más de una simple conciencia. Por consiguiente, el poder demoníaco se reduce. Tienes que convertirte en un simulacro de un ser humano.
Así pues, encarnado en Dieter, en 1938 hice pesquisas en Graz sobre el abuelo de Hitler. Sin embargo, la información de que el verdadero padre de Alois era Johann Nepomuk me vino directamente del Maestro, lo que significaba, por supuesto, que yo no estaba en condiciones de revelar mi fuente. En la Sección Especial IV-2a estábamos obligados, como en cualquier otra organización de inteligencia, a ser creíbles al menos entre nosotros, y por tanto la única forma de explicarle a Himmler el origen de mi información había sido inventarme la historia. Aunque sabía que Hitler no era judío, no habría podido convencer a Heinrich Himmler de este hecho sin revelar mi fuente. En suma, para hacerlo creíble necesitaba utilizar un medio de reunir información con el que Heini estuviera familiarizado: los testimonios humanos.
Por supuesto, no era tan sencillo. En 1938, más que conocer la verdad con certeza intuía que una vez la había conocido: lo cual es un modo de decir que el Maestro debió de llegar a la conclusión, mucho tiempo atrás, de que tenía que suprimir los recuerdos de sus demonios si quería mantener el orden en su porción del mundo. No obstante, yo aseguraría que los recuerdos que no se nos permite conservar siguen ahí, por mudos que estén, para servirnos de guía.
Menciono este asunto porque se ha planteado de una forma tan súbita la cuestión de si por las venas de Alois circulaba sangre judía.
Estaba furioso. Su cólera contra Johann Poelzl pronto remitiría hasta transformarse en nada menos que una aversión vitalicia —su corazón reviviría el día en que aquel Poelzl muriese—, pero resurgió su ira contra Alois hijo.
En realidad, su conversación con Klara había desatado tal tormenta interior que no podía quedarse en la cama. Por primera vez en todos los años en que habían yacido, cercanos o no, el uno al lado del otro, tuvo que levantarse aquella noche, vestirse, pasear por el cuarto, intentar dormir primero en el sofá y después en el suelo y, naturalmente, consiguió que los dos se desvelaran.
Klara sabía que tendría que pagarlo. «No digas nada», se dijo a sí misma. «No vuelvas a sacar ese tema.»
Aunque no puedo hablar con la autoridad de esos demonios que son doctores en medicina, diré que es posible que el cáncer que acabaría con la vida de Klara en 1908 diera un paso adelante aquella noche desdichada.
Le habían ocurrido demasiadas cosas a la vez. Había perdido la fe en una idea largo tiempo acariciada. Gracias a su certeza de que todos los hijos que había tenido con Alois eran judíos en una cuarta parte, creía que los tres últimos habían nacido con más posibilidades de sobrevivir. Si alguna idea tenía sobre los judíos (y no podía decir realmente que hubiese conocido a uno de pura cepa), era que tuvieran los defectos que tuvieran, y había oído las historias más atroces de amigos y parientes, y hasta de tenderos, la verdad era asimismo evidente: sabían sobrevivir. Tenía mérito ser tan detestados y aun así seguir entre los vivos. ¡Incluso había algunos ricos! En consecuencia, a Klara siempre le había impresionado, en su absoluta intimidad —¿con quién podía hablar de esto?—, que tenía tres hijos vivos, salvados en buena medida por su sangre judía.
Atribuía a su estirpe familiar que Gustav, Ida y Otto hubiesen muerto tan prematuramente. Pero Adolf se había salvado, y después Edmund y Paula, por cuya salud rezaba todas las noches.
En su confianza había ahora un boquete. Si los tres hijos supervivientes seguían viviendo, no sería gracias a un conservante que corriese por sus venas. No tendrían esa ventaja.
Un gran motivo para no dormir. Lo que aún era peor: estaba avergonzada de su cobardía. ¿Cómo podía haber aceptado la idea de que había que pedirle que volviera a Alois hijo? Escuchando desde la cama los golpes que daba el padre con el cuerpo contra el suelo donde estaba tendido, pronto fue presa de su propia ira. Era una vergüenza. No daba crédito a lo que ella misma se decía. Si fuera posible, sí: mataría al chico. Sólo que sabía que no podría hacerlo. No lo haría nunca. Pero el esfuerzo por rechazar un furor semejante palpitaba en su corazón, es decir, en su pecho, con tanta fuerza y aversión que es posible, sí, que aquella noche se hubiera iniciado el cáncer de mama que aún habría de abrasarle el pecho con dolores infernales. Como no es fácil obtener la respuesta, prefiero volver a Alois tratando de dormir en el suelo.
La inmensa ira que le embargaba aquella noche era que se había traicionado. Esto le envenenaba toda la alegría que también está implícita en la rabia, una idea que rarísima vez se tiene en cuenta. La cólera, en definitiva, ofrece la misma sensación nutritiva de superioridad moral de que disponen en las ocasiones más ordinarias los más hipócritas practicantes religiosos. El meollo de este placer consiste en enfadarse siempre con los demás, no con uno mismo. Pero en este caso a Alois le enfurecían sus propias acciones.
Si Alois se había maleado, la culpa exclusiva era de su padre. Visto a esta luz, era uno de los peores mortales, un padre débil. Se había pasado la vida obedeciendo órdenes y después imponiendo su cumplimiento en las aduanas; había venerado a Francisco José, un rey grande, bueno, aguerrido, que encarnaba el trabajo duro y la disciplina. La custodia que había ejercido sobre sí mismo se había convertido en una especie de homenaje a Francisco José. Sin embargo, no había inculcado en Alois hijo nada de aquel sentimiento de respeto. ¿Era porque se sentía culpable con respecto a la madre del chico? Sí, había maltratado a Fanni, la había tratado tan mal que no podía ser severo con su progenie. Había sido una falta de disciplina por su parte.
Tuvieron que transcurrir todas las horas de oscuridad nocturna para que su cólera amainara. Hasta la primera luz de la mañana —una luz tenue que brotó envuelta en sudarios de lluvia al alba— no pudo una parte de su cerebro hablar con la otra y dictar unas cuantas órdenes sobre la conducta que debería observar con Adi en el futuro. No cometería el mismo error en que había incurrido con Alois.
Ahora, cada vez que quería que Adi acudiese a su lado, Alois silbaba. Era un buen silbato penetrante, tan agudo que hacía daño al oído. Tampoco reducía el volumen cuando el chico se encontraba a su alcance. En la taberna, a Alois le encantaba decir ahora:
—Si estás educando a un hijo, no prescindas del látigo. Lo sé por experiencia.
Más de una vez, Alois le dijo a Adi:
—El tiempo y el sacrificio no sirvieron para nada con tu hermano mayor. Contigo, Adi, no malgastaré mi tiempo.
Adi estaba paralizado por el miedo. Tuve que preguntarme si los efectos definitivos de esto servirían a nuestro propósito. Desde luego, sabemos utilizar como instrumento la humillación propia y la ajena cuando trabajamos con maníaco-depresivos. Si queremos empujar a un cliente a que perpetre un acto de violencia, una serie de humillaciones induce al sujeto a oscilar muy rápidamente entre los polos de su depresión y su manía. No tarda mucho en producirse un brote.
Yo no veía motivo para algo tan drástico aquí a una edad tan temprana. Sin embargo, el Maestro no me urgía a que contuviese a Alois y el padre estaba empapando de desdicha el espíritu del niño. Adi estaba recibiendo todo ese poso de angustia que lleva a la aparición de una incurable melancolía.
Hay medios establecidos de sembrar suicidios. Por tanto, yo no sabía qué objetivo último tenía pensado el Maestro. El niño era lo bastante delicado para que aquello saliera mal. Qué desastre, y por tan poca cosa.
Pero el Maestro nos sorprendía a menudo con iniciativas parecidas. Muchas veces corría albures audaces con la vida de nuestros clientes. Había ocasiones en que, si planeaba un futuro ambicioso para un joven cliente, alentaba la dominación parental y, a veces, la incitaba. Creo que lo consideraba otro tipo de inoculación contra futuras crisis emocionales. Naturalmente, estos experimentos también podían propiciar una inestabilidad futura. En cuanto implantamos una humillación profunda en un cliente orgulloso, también realizamos la tarea de transformar esta herida en una fuerza posterior. Lo cual puede resultar tan difícil como convertir a un cobarde en un héroe. Pero cuando lo conseguimos, cuando el abismo psíquico de un suicida potencial se transmuta en promontorios del ego, una inmensa apuesta ha tenido éxito. El infeliz humillado antaño ha adquirido el poder de humillar a otros. Es un poder diabólico y su adquisición no es fácil. No obstante, no quisiera exagerar. Adi, en aquel momento, distaba mucho de estar totalmente sometido. Mostró cierto talento en abogar por su causa ante Klara.
—Madre —le dijo—, mi padre me mira ahora como si yo siempre fuera culpable.
Ella lo había advertido. También para sus oídos el silbato era una aguja.
—Adi, nunca debes decir que tu padre se equivoca —le dijo.
—Pero ¿si está equivocado?
—No lo hace adrede. Quizás comete un error.
—¿Y si está muy equivocado?
—No lo estará siempre.
Klara asintió. No sabía si creía lo que dijo después, pero lo dijo.
—Es un buen hombre. Un buen padre tarde o temprano siempre se da cuenta de que sigue una dirección errónea. —Asintió de nuevo, como para obligarse a creer estas palabras—. Hay un momento en que el padre reconoce que puede haberse equivocado —dijo. Tocó con la mano la cara del niño como para enfriar la fiebre en sus mejillas—. Sí —dijo—, oye sus propias palabras y comprende que son incorrectas. Entonces cambia.
—¿Sí?
—Sin duda alguna. El padre cambia. —Hablaba como si ya hubiera sucedido en el pasado—. Cambia —repitió por tercera vez—, y ahora lo que dice es correcto. Va en la buena dirección. Porque está dispuesto a cambiar. ¿Sabes por qué?
—No.
—Porque te dijiste que nunca le causarías confusión. No lo harías porque es tu padre.
Agarró a Adi de la cintura y le miró a los ojos.
Klara había sido la primera de la familia en advertir (y seguía siendo la única) que a Adi se le podía hablar como si tuviera diez o doce años.
—Sí—le dijo ahora—, es mejor que no haya confusión en casa. Por tanto nunca debes acusar a tu padre. Él podría sentirse
weiblich
. Y sentirse débil es muy malo para él. No se puede esperar que admita que tiene una debilidad.
En este punto empezó a hablar de
die Ehrfurcht.
Honrar y temer. La madre de Klara había empleado la palabra al hablar de Johann Poelzl. A Klara casi había llegado a decirle que era un granjero que trabajaba de firme pero que tenía mala suerte —¿quién de la familia no sabía esto?— y sin embargo siempre había tratado a su mujer con
Ehrfurcht,
como si fuera un hombre importante y triunfador.
—Es lo que mi madre me enseñó a mí y ahora te lo digo a ti. La palabra del padre es la ley de la familia.
Lo dijo con tal solemnidad que el chico sintió como si le inyectaran una fuerza sagrada. Sí, algún día tendría una familia y todos sus miembros le honrarían y le temerían. En aquel momento, sus ganas de orinar se volvieron apremiantes. (Este fenómeno le afligió en aquellos años siempre que se disponía a concebir ideas grandes y felices sobre él mismo.) En mitad de la perorata de su madre, estuvo a punto de sufrir un accidente, pero lo evitó: tenía que hacerlo si quería creer que en el futuro recibiría su cuota de
Ehrfurcht.
—Si —le dijo ella a su hijo—, la palabra del padre tiene que ser la ley. Justa o injusta, no puedes discutirla. Tienes que obedecerle. Por el bien de la familia. Justo o injusto, el padre siempre tiene razón. De lo contrario, todo es confusión.
A continuación se refirió a Alois hijo.
—Él no tenía
Ehrfurcht
—dijo—. Prométeme que nunca dirán esto de ti. Porque ahora eres el hermano mayor. Eres importante. Aquel chico que era tu hermano es como si estuviera muerto.
Adi tenía el cuerpo mojado. Era como si una luz sacra hubiese iluminado también su transpiración, tan absoluta era la importancia de sentir aquello. Entré en su pensamiento el tiempo necesario para decirle: «Tu madre tiene razón. Tú eres ahora el hermano mayor. Los más pequeños te honrarán y respetarán.»