Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Años después, en el apogeo de su poder, Adolf Hitler seguiría creyendo que había recibido una paliza casi mortal. Muchas noches de la Segunda Guerra Mundial, en el cuartel general de Prusia oriental para el frente ruso, contaría el episodio a sus secretarios sentados a la mesa después de la cena. Hablaba con elocuencia.
—Por supuesto, merecía una tunda —decía—. Le causaba verdaderos problemas a mi padre. Recuerdo que mi madre estaba deshecha. Me quería tanto, mi querida madre.
De sí mismo recordaba que había sido tan valiente como Alois hijo; sí, se había enfrentado a su padre.
—Creo que por eso tuvo que pegarme. Debí de merecerlo. Le dije cosas terribles, palabras tan espantosas que no puedo repetirlas. Es probable que me tuviera merecida aquella paliza. Mi padre era un hombre excelente, fuerte, honesto, un austriaco que era un alemán auténtico. Aun así, no sé si un padre debe golpear a su hijo hasta dejarlo al borde de la muerte... Estuvo en un tris de matarme.
Sí, contaba tales historias de su infancia que a sus oyentes se les saltaban las lágrimas y se les entristecía el corazón. No surgió de repente, aquel lecho de roca inmaculado de una mentira que yo grabé en los pliegues del cerebro donde la memoria está en estrecho contacto con la falsedad. Mi arte consiste en suplantar un recuerdo auténtico por otro falso, y cuyas exactitudes vengan a eliminar un antiguo tatuaje con el fin de sustituirlo por otro.
Además, aquella falacia me permitiría desarrollar la futura incapacidad de Adi para decir la verdad. Para cuando inició su carrera política, estaba en posesión de una madeja de mentiras tan complejas que satisfacían hasta la necesidad más nimia. Sabía sortear la verdad por un pelo o subvertirla totalmente.
Trabajar a un cliente como es debido es, como digo, un proceso lento, y llevó muchos años convertir aquel particular entramado de su psique en un tinglado completo de mendicidades múltiples. El adulto habría estado dispuesto a morir con la certeza de que estaba diciendo la verdad cuando contó que su padre había estado a punto de matarle a golpes. De vez en cuando, todavía me tomo la molestia de reforzar el soporte de esta mentira absoluta. Valía la pena. El Maestro, en efecto, muchas veces destacó mi labor en esta materia: —Este método es la mejor manera de usurpar los servicios de un gran dirigente político —nos dijo—. No tienen que distinguir entre la verdad y determinadas mentiras. Nos son de una utilidad notable cuando ni siquiera saben que están mintiendo, porque la mentira es vital para sus necesidades.
Aunque la taberna de Fischlham no servía bebidas los domingos, había una casa en las afueras de la ciudad donde se podía tomar una jarra de cerveza en la despensa.
Alois nunca había visitado aquel oasis. Estaba enteramente por debajo de lo que un respetable funcionario de la corona retirado pudiera considerar una razonable actividad de asueto, pero fue una de las pocas veces en su vida en que —y hubo de repetírselo él mismo— tenía que tomar un trago. Con las punzadas que le daba la rodilla a causa de la primera caída, con dolor de cabeza por los efectos explosivos de su cólera y el corazón afligido, renqueó a campo traviesa y para el crepúsculo había bebido cerca de cuatro litros de cerveza.
Nadie tuvo que ayudarle a volver a casa. Hubo ofertas, pero las rechazó todas: era aún lo bastante temprano para que el cielo del atardecer conservase alguna luz. Con pleno sentido de la dignidad, coronó el primer repecho a la salida de Fischlham y casi estaba en la cima del segundo cuando se tumbó a dormir en un pasto. Despertó un par de horas más tarde, con la cabeza a menos de quince centímetros de la boñiga monumental de una vaca, tan grande como un sombrero bombín.
Tenía el pelo limpio. No se había revolcado en ella. Si hubiera creído en la Providencia habría dado las gracias, pero más le valió no hacerlo, porque a la hora que era —más de las diez de la noche— , moderadamente descansado por el sueño repentino, coronó la segunda cuesta y vio las ascuas de un incendio a menos de cinco metros de la fachada de su casa.
Sin duda salvó la casa que no hubiese habido viento aquella noche, pero sólo quedaban las cenizas de sus tres cajas Langstroth, no había rastro de abejas, excepto el de las pobres decenas de miles que el fuego había reducido a un volumen microscópico. Una alarmante sensación de melancolía se desprendía de las paredes de la casa.
Klara salió a su encuentro. Si había estado llorando, ahora estaba ya tan seca como las cáscaras de las colonias. Un olor emanaba de los últimos posos de miel, tan ásperos como un catarro de garganta.
Alois lo sabía. A una parte del corazón de su mujer tuvo que amargarle para siempre el hecho de que aquella noche, la más infausta de todas, él hubiera encontrado una forma de beber tanta cerveza que apestaba a dos metros de distancia.
Con pelos y señales, ella le contó lo que había sucedido. El chico se había marchado a caballo y no volvió hasta después de anochecer. Todos estaban dormidos, o fingían estarlo; ella reconoció que le tenían miedo. Debió de haber recogido su ropa, hecho con ella un hatillo que ató a la silla de Ulan y volvió a marcharse.
Media hora después, sin embargo, cuando todos se creían a salvo, Espartano empezó a ladrar. Aullaba con tal ferocidad que Klara estuvo a punto de levantarse para ver qué pasaba. Pero entonces él dejó de hacer ruido, sólo gimió un poco: como un cachorro. Y el caballo relinchó cuando Alois hijo se alejaba. Un minuto después prendieron las llamas. Ella supo casi al instante lo que estaba ocurriendo. Adi, tan ligero como un ciervo que huye, iba y venía corriendo de la casa a las colmenas.
—¡Les ha prendido fuego! ¡Con queroseno! —gritó Adi—. Lo sé. Es parecido a la otra vez.
Y se reía tanto como lloraba, sin saber muy bien si aquello era una calamidad terrible u otro acto glorioso de incineración.
Klara y Angela habían hecho lo que habían podido, que fue arrojar cubos de agua sobre los muros de la casa más cercanos a las llamas. Hacer algo más habría requerido la presencia de un hombre.
Incluso habían oído los últimos rumores de los cascos de Ulan cuando se iba trotando. El chico no había vuelto. ¿Se había dejado acaso alguna puerta abierta para hacerlo? Klara pensaba que no. Antes de partir, había envenenado a Espartano. El perro estaba muerto cuando llegó Alois.
Llegó una carta en agosto. Después no volvieron a saber nada de Alois hijo. Con motivo de un viaje a Linz, Alois padre supo que Ulan había sido vendido a un chalán por la mitad de su precio, que quizás fuese suficiente para que el chico viviera en Viena hasta encontrar trabajo.
Muchos atardeceres, Alois recorría el camino que había seguido su hijo la noche en que enfiló hacia la carretera que llevaba a Linz. Alois llegaba hasta un viejo tocón que era entonces su asiento predilecto en el bosque, y allí escuchaba a los pájaros.
En reposo sobre los restos de lo que antaño había sido un roble señorial, lamentaba la pérdida de las abejas y soñaba que la noche de aquel domingo había llegado a tiempo de perseguir por el bosque al chico y al caballo. Esta fantasía acompañó un largo verano de duelo por todo lo que podía enumerar como perdido, y luego se afligía aún más por todo aquello que no podía enumerar.
Así transcurrió el verano. Contrató a un peón que le ayudara a segar los pastos. Empacaba el heno y lo vendía en Fischlham. Como ya no poseía colmenas de que preocuparse, no temía los enjambres, no tenía que hacer cálculos sobre la cantidad de alimento que había que dar a las colonias después de la temporada, ni más exámenes de la salud de las colmenas, ni estimaciones de cuántas abejas viejas habían muerto pero aún no había sido sustituidas por recién nacidas, ni tenía que inquietarse por la idea de una invasión de ratones, ni necesitaba pensar si convendría poner tela metálica de nuevo para ahuyentar a los pájaros, pesar las cajas o sopesar si las exploradoras habrían recolectado polen suficiente para que tuvieran proteína durante el invierno. No había reina que localizar. No había siquiera una caja Langstroth que volver a pintar. Estaba acabado.
Sentado junto al tocón, llegó una tarde al final del verano en que los sabores más cáusticos del duelo finalmente atravesaron un respiradero de su mente y se dijo a sí mismo: «Me alivia no tener que preocuparme más. Amaba a mis abejas, pero perderlas no fue culpa mía.»
En aquel momento yo no tenía que prestar atención a la familia Hitler. Seguirían en Hafeld hasta que se fueran. Apenas me incumbía. Uno de los instintos que tengo desarrollados es el de conocer cuándo los humanos que someto a estudio empiezan a cambiar a cierta velocidad, al contrario que cuando están prácticamente quietos.
La verdad es que así medimos el Tiempo. Excepto en las ocasiones en que el Maestro nos encomienda palestras donde la historia puede moldearse, vivimos reflexivamente. Nosotros también necesitamos períodos de barbecho. Para mí, el apacible verano de la familia Hitler pasó como un sueño. Atendí un poco a otros clientes.
Alois, entretanto, estaba estancado en una larga y opaca meditación. Le causaba una inquietud moderada el valor de la granja. Si la vendiera, ¿igualaría el precio a lo que había pagado?¿O un comprador potencial detectaría una incipiente desidia? Esto ocupaba el centro de su atención. Decidió que nada era más sutil que el comienzo de la dejadez. Aunque se sentía más relajado que desde hacía muchos años, le corroía el hecho de haber confiado a las mujeres el gran número de quehaceres de la granja: por descontado, los que no exigían la fuerza de un hombre. No hacía nada con el huerto. Pensó en comprar otro perro; en vez de hacerlo, examinó la pintura de la caseta del pobre Espartano difunto y resolvió que aún no la despintaría el calor del verano.
No parecía que necesitasen otro perro. Desaparecido el joven Alois, no había que albergar temores de que un padre iracundo merodease por el vecindario. No era probable que se presentara en la puerta un pariente de Greta Marie Schmidt: bien podía agradecer que aquella jovencita no estuviese embarazada, porque de haberlo estado él ya lo habría sabido. Y el contrabandista que vivía al otro lado de Fischlham apenas se le pasaba por las mientes. Por alguna razón, el fantasma de aquel malhechor también parecía lejano.
La verdadera preocupación de Alois era habituarse a la ociosidad. Hubo un tiempo en que le habría disgustado incluso pasar unos pocos minutos sin hacer nada. Ahora se conformaba con el paso de una nube o, a decir verdad, con la voluta de humo de un habano.
Una paz semejante podía resultar cara. Una granja sin labrar —por más cuidados que estuvieran la casa, el establo y el patio— nunca ofrecía una estampa atractiva. No para un posible comprador. Una parte de Alois continuaba corriendo cuesta arriba en sueños. Era como si sus campos sin cultivar se lo reprocharan.
Los hechos económicos (que calculaba una y otra vez en pedazos de papel distintos, con cabos de lápiz diferentes) eran que él y Klara, por muy meticulosos que fueran con sus gastos, tarde o temprano se verían obligados a gastar más dinero que el de su pensión.
Así que podría llegar un momento en que debería decidir que era demasiado oneroso ir a su taberna miserable de Fischlham. Aquello era el colmo de la indignidad. Tenía que reconocer algo. Añoraba Linz. Allí, por lo menos, podías beber con gente inteligente. Toda su reflexión desembocaba en que tendrían que vender la granja. Sabía que llevaría su tiempo. En aquella época, cuanto menos trabajo hacías, más tardaba en hacerse todo. Además, muy a pesar de su voluntad, empezaba a remorderle la conciencia por Alois hijo. ¡Qué emoción más ingobernable! ¿Le correspondía a él como padre perdonar a su hijo? ¿Y si a Alois hijo también le devoraba el remordimiento? No soportaba la idea de aquel chico solo en una pobre habitación, sentado en un catre mísero, con los ojos llenos de lágrimas.
Era como si tuviese un antebrazo amputado cuyas terminaciones nerviosas continuaran vivas. Alois empezó a pensar otra vez en Hitler e Hijos, Productos Apícolas. Como tuvo que infundir una convicción real a esta idea, el sueño, obstinadamente, se tornó más dulce que antes.
Incluso lo sacó a colación con Klara. Aunque ella se había sentido a una buena y considerable distancia de su marido durante todo el verano, aunque no le perdonaba haber estado borracho como una cuba aquella noche terrible, su sentido del deber, no obstante, aún prevalecía.
—Si quieres que vuelva, si de verdad quieres que vuelva, yo no me opondré.
Fue lo que ella dijo. Fue lo que se sintió forzada a decirle. Hasta experimentó un poco de vergüenza, porque su rápida esperanza fue que no encontraran al chico.
Sin embargo, este drama no acontecería. Pocos días después llegó de Viena una carta sin remitente, una carta infame. «Mataste a mi madre.» La frase se repetía varias veces. Luego la carta declaraba que el hijo se haría famoso y que el padre se retorcería en su tumba.
Alois no daba crédito a lo que leía. El resto era peor. «Eras un granjero pésimo, y el motivo es evidente. Como he llegado a saber, eres medio judío. No es de extrañar que no puedas ser granjero.» Y había tantas faltas de ortografía en la carta que, avergonzado de la ignorancia de su hijo, Alois tuvo que reescribirla entera antes de enseñársela a Klara. Mientras escribía, la mano le temblaba mucho, pero el original, con chapones y errores de sintaxis, era abominable. Y pensar que el chico siempre se había expresado bien.
De todos modos, había que mostrarle a Klara aquellas palabras atroces. Alois hijo sólo podía haber sacado aquellas ideas inmundas hablando con Johann Poelzl. ¡Aquel santurrón hipócrita!
Pero Klara mantuvo la conversación alejada de Poelzl. Se limitó a decir:
—A mí no me importaba tanto. Pensaba que por eso no ibas a la iglesia.
Él estaba indignado.
—¿No te molestaba creer que tu marido era medio judío?
—¿Por qué iba a molestarme? Alois, tú siempre has dicho que un hombre que odia a los judíos es un ignorante. Así que ya lo sabía. No está bien odiar a los judíos. Es una señal de ignorancia.
—Pero eso no me convierte en judío.
Tuvo un dolor de cabeza súbito y fortísimo. Retornaron viejos recuerdos de las primeras burlas en la escuela. Cuando tenía seis años. Por supuesto. Había sido la comidilla de Strones y Spital.
—¿Nunca te molestó creer que yo era medio judío? —repitió.