—¿Te hablaba de su vida privada?
—No.
—¿Pero tú sabías cosas?
—Sí, claro. A diferencia de ti, yo no me fui de Marsac. Conozco a todo el mundo y todos me conocen a mí.
—¿Qué clase de cosas?
Vio que ella titubeaba.
—Rumores… sobre su vida privada.
—¿De qué clase?
Marianne vaciló de nuevo. Desde siempre detestaba los cotilleos, pero en ese caso era la libertad de su hijo lo que estaba en juego.
—Decían que Claire coleccionaba a los hombres, que los utilizaba y luego los tiraba como pañuelos usados, que se divertía con ellos y que había roto más de un corazón en Marsac.
La observó, pensando en los mensajes que había en el ordenador. Estos expresaban un amor sincero, violento, absoluto y total, que encajaba mal en ese retrató.
—Pero lo hacía con discreción, en todo caso. Y si quieres nombres, no puedo darte ninguno.
«¿Y tú? —le dieron ganas de preguntar—. ¿En qué andas tú, en ese sentido?».
—¿Te suena de algo el nombre de Thomas?
Ella lo miró fijamente dando una calada al cigarrillo y luego negó con la cabeza.
—No. En absoluto.
—¿Estás segura?
Exhaló el humo.
—Ya te lo he dicho.
—¿Claire Diemar escuchaba música clásica?
—¿Cómo?
Le repitió la pregunta.
—No tengo la menor idea. ¿Es importante?
De repente, a Servaz se le ocurrió otra posibilidad.
—¿Has percibido algo anormal últimamente? ¿Un tipo que merodeara por la casa? ¿Qué te hubiera seguido por la calle? ¿Algo, lo que sea, que te hubiera causado una sensación de malestar?
Le lanzó una mirada cargada de incomprensión.
—¿Estamos hablando de Claire o de mí ahora?
—De ti.
—No. ¿Habría motivos?
—No lo sé… Si hay algo que te llame la atención, ponme al corriente.
Ella lo miró intensamente, pero no hizo más comentarios.
—Y tú —le pidió de improviso él—, háblame de ti, de lo que ha sido tu vida durante todos estos años.
—¿Es todavía el policía el que pregunta?
Bajó la cabeza y la volvió a erguir.
—No.
—¿Qué quieres saber?
—Todo… Estos veinte años, Hugo, tu vida desde…
Advirtió que su mirada se cubría de un tenue velo bajo la declinante luz. Ella se tomó unos minutos para evocar los recuerdos, y para seleccionarlos. Después inició su exposición con unas cuantas frases bien sopesadas. No había nada melodramático en ellas y, sin embargo, el drama estaba allí, profundo y oculto. Se había casado con Mathieu Bokhanowsky, uno de los miembros de su pandilla. Bokha, pensó Servaz con estupor. Bokha el cernícalo, Bokha el palurdo, Bokha el amigo un poco molesto —siempre hay alguno así— que mostraba un ostensible desprecio hacia las chicas y hacia toda forma de efusión romántica. Bokha con una persona como Marianne. Era algo inimaginable en su época. No obstante, contra toda expectativa, Bokha se había revelado como un hombre bueno, tierno y afectuoso.
—Como alguien bueno de verdad, Martin —insistió ella—. No fingía.
También había dado muestras de poseer cierto sentido del humor.
Servaz encendió un cigarrillo mientras ella proseguía. Había sido feliz con Bokha, feliz «de verdad». Con su bondad, su increíble energía y su sencillez, Mathieu se había manifestado como una persona capaz de mover montañas y casi había logrado hacerle olvidar las cicatrices dejadas por el dúo Servaz-Van Acker.
—Os quise. A los dos. Dios sabe que os quise, pero vosotros erais inaccesibles, Martin. Tú con la carga del recuerdo de tu madre, el odio hacia tu padre y esa rabia que todavía conservas en tu interior; y Francis con su ego.
Mathieu era un bálsamo, que no pedía nada a cambio de lo que daba. Estaba simplemente presente cada vez que lo necesitaba.
La escuchó mientras desenrollaba el ovillo de todos aquellos años. Seguro que había multitud de omisiones y retoques embellecedores, aunque ¿no es eso lo que hacemos todos? Por la época en que eran amigos, nadie —ni la misma Marianne— habría apostado un céntimo por el porvenir de Bokha, y sin embargo había resultado ser un individuo no solo extremadamente dotado para las relaciones humanas, sino provisto de una inteligencia práctica que brillaba por su ausencia en el periodo en que Francis y Martin se pasaban la vida hablando de libros, música, cine y conceptos abstractos. Bokha había estudiado economía, montado una cadena de tiendas de informática y acumulado una pequeña fortuna tan inesperada como rápida.
Mientras tanto nació Hugo. Bokha, el mediocre, el palurdo, el currito de la pandilla, tenía todo lo que un hombre podía desear: dinero, reconocimiento, la mujer más guapa de la ciudad, un hogar y un hijo.
Demasiada felicidad, sin duda… Esa era al menos la opinión de Marianne, y él pensó, sin decirlo, en esa
hybris
, esa desmesura que era considerada un pecado capital en la Grecia antigua. Sobre aquel que lo cometía recaía la culpa de querer más de lo que le correspondía, con lo cual atraía sobre él la cólera de los dioses. Mathieu Bokhanowsky se había matado en un accidente de coche una noche, al volver de la inauguración de la enésima tienda. El incidente suscitó diversos rumores. A decir de algunos, presentaba un índice de alcoholemia exorbitante. Según otros, habían encontrado también restos de cocaína en el coche. También contaban que no iba solo, sino acompañado por su guapa secretaria, quien simplemente había, sufrido algunas contusiones.
—Calumnias, mentiras, envidia —precisó Marianne con vehemencia.
Había pegado las rodillas al pecho y los dedos de sus pies se plegaban como garras en torno al borde del sillón. Servaz observó un instante aquellos bonitos pies bronceados, con la gruesa vena que corría en diagonal por el empeine. La lluvia seguía cayendo sobre el lago con desesperante regularidad.
—También corrieron rumores según los cuales Mathieu estaba arruinado. Eran falsos. Había invertido el dinero en seguros de vida y en carteras de valores, pero yo busqué un trabajo para no tener que vender la casa. Decoro interiores para personas que carecen de gusto, diseño páginas web para empresas, colectivos… Eso queda lejos de nuestros sueños de artistas, aunque no tanto como… —Calló, pero él tuvo la certeza de que había estado a punto de decir: «No tanto como lo de ser policía»—. He criado sola a Hugo desde que tenía once años —concluyó aplastando el cigarrillo en el cenicero—. No lo hice mal, me parece. Hugo es inocente, Martin… Si lo inculpas, no solo enviarás a la cárcel a mi hijo sino a un inocente.
Comprendió el mensaje implícito. Ella jamás se lo perdonaría.
—Eso no depende solo de mí —repuso—. Será el juez quien decida.
—Pero eso depende de lo que le digas tú.
—Volvamos a Claire. En Marsac debe de haber personas que desaprobaban su estilo de vida, ¿no?
—Desde luego. Los cotilleos no faltaban. Yo también fui víctima de los comadreos después de la muerte de Mathieu, cuando me visitaban hombres casados.
—¿Te visitaban hombres casados?
—Sin que hubiera nada de malo en ello. Tengo algunos amigos aquí, Francis te lo habrá dicho quizá. Ellos me ayudaron a superar esto. Eso es nuevo en ti, esos modales de poli…
Aplastó la colilla en un cenicero.
—Deformación profesional —se justificó.
Marianne se levantó.
—Deberías olvidar tu profesión de vez en cuando.
El tono lo fustigó como un latigazo, aunque ella aligeró el ataque posándole una mano en el hombro. Luego encendió la luz de la terraza. El cielo se oscurecía. Servaz oía las ranas. Los insectos se concentraron alrededor de la lámpara mientras en la superficie del lago comenzaban a aparecer franjas de bruma.
Marianne volvió con otra botella. Él se encontraba a gusto, distendido. Se preguntaba, empero, adonde los iba a conducir aquello. Tomó conciencia de que sin querer seguía con la mirada cada uno de sus movimientos, que la manera que ella tenía de ocupar el espacio ejercía sobre él el efecto de un imán. Ella descorchó la botella y volvió a llenarle la copa. Aunque ninguno de los dos sentía ya la necesidad de hablar, ella le lanzaba frecuentes miradas por debajo de su mechón rubio. De repente, comprendió que algo se desplegaba en sus entrañas: la deseaba. Aquel deseo, violento, nada tenía que ver con lo que habían vivido. Era un deseo inspirado por aquella mujer que tenía ante sí, la Marianne actual, con sus cuarenta años.
★ ★ ★
Era la una y diez de la madrugada cuando regresó a su apartamento. Se tomó una ducha bien caliente para liberarse del cansancio que le agarrotaba los músculos y puso la
Cuarta sinfonía
de Mahler al mínimo volumen en el equipo del comedor. Pensaba en todo lo que había averiguado en veinticuatro horas, tratando de organizar las ideas.
A veces se preguntaba por qué le gustaban tanto esas sinfonías. Probablemente se debía a que eran universos completos en los que se podía perder, porque en ellos encontraba las mismas violencias, gritos, sufrimientos, caos, tormentas y presagios fúnebres que existían afuera, en la calle. Escuchar la obra de Mahler era como seguir un camino que va de la oscuridad a la luz y viceversa, de un gozo ilimitado a las tempestades que sacuden la barca de la existencia humana hasta volcarla. Los mejores directores de orquesta se habían medido con aquel Everest del arte sinfónico. Él coleccionaba las interpretaciones como otros coleccionan los sellos raros o conchas: Bernstein, Fischer-Dieskau, Reiner, Kondrashin, Klemperer, Inbal…
La música no le suponía, con todo, traba para pensar, sino al contrario. Era imprescindible que durmiese, cinco o seis horas, lo justo para recargar las pilas, pero sabía que no se quedaría tranquilo hasta haber clasificado y puesto orden en los hechos e impresiones dispersas de que disponía y definido una línea de indagación para el día siguiente.
Aunque sería domingo, no le quedaba más remedio que reunir a su grupo de investigación, puesto que el plazo de detención en incomunicación de Hugo concluiría al cabo de unas horas. En vista de los elementos del dosier, Servaz sabía que el juez no dudaría ni un segundo en solicitar la detención provisional. Marianne quedaría devastada y el muchacho perdería su inocencia. Bastarían unos días en el trullo para que no volviera a ver el mundo como antes. La urgencia fustigaba la sangre de Servaz, que cogió el bloc y se puso a recapitular los hechos:
Después de subrayar los dos últimos interrogantes, Servaz se puso a mordisquear el lápiz, releyendo lo que había escrito. Dentro de poco, el servicio de huellas tecnológicas le aportaría una respuesta a la pregunta n.° 10 y la investigación daría entonces un salto significativo. Repasó despacio los hechos, estableciendo una cronología: Hugo había abandonado el pub poco antes del partido Uruguay-Francia; al cabo de una hora y media más o menos, un vecino lo había visto sentado al borde de la piscina de Claire Diemar y los gendarmes lo habían encontrado poco después aturdido y manifiestamente bajo el influjo del alcohol y la droga mientras la joven profesora yacía en el fondo de su bañera. El chico afirmaba que había perdido el conocimiento y que se había despertado en el comedor de la víctima.
Servaz se recostó para reflexionar. Había una contradicción entre el carácter aparentemente espontáneo y accidental del crimen y la elaboradísima puesta en escena. Volvió a evocar la imagen de Claire Diemar envuelta con cuerdas en la bañera, con una linterna en la garganta, y de repente tuvo el convencimiento de que quien la había matado no era un novato. Aquella manera de actuar apuntaba a un asesino experimentado. También era un síntoma de una personalidad altamente perturbada. Aquello era como una especie de rito y la presencia de un rito indicaba casi siempre un sistema psicológico que comportaba la amenaza de una serie… ¿La serie acababa de empezar o se había iniciado ya?, se preguntó. Ya había tenido la misma idea al descubrir el cadáver, pero la había descartado porque los asesinos en serie son raros, salvo en las películas y las novelas, y porque ningún policía de la criminal piensa espontáneamente en ellos. La mayoría nunca había conocido ninguno. ¿Hirtmann? No, era imposible. No obstante, la cuestión número 7 lo inquietaba sobremanera. Le costaba mucho creer que el suizo pudiera tener algo que ver con ese asunto; era demasiado rocambolesco… y aquello habría significado que Hirtmann conocía muy bien su vida y su pasado. Se acordó, con todo, de lo que le había comentado su interlocutor de París esa misma mañana y del episodio del motorista de la autopista… Aquello también era difícil de creer. ¿No sería que, a fuerza de tanto perseguir fantasmas, los miembros de la célula encargada de dar con el paradero del suizo habían acabado por confundir sus deseos con la realidad?
Se fue detrás de la barra de la cocina americana, cogió una cerveza de la nevera y corrió la puerta vidriera del balcón.
Desde la barandilla, escrutó la calle, como si el suizo hubiera podido encontrarse por allí, bajo la lluvia, espiando hasta sus más ínfimos movimientos y gestos. Un escalofrío le recorrió la columna. La calle estaba desierta, pero él sabía que las ciudades nunca duermen por completo, ni siquiera por la noche. Como si quisiera darle la razón, un coche de policía pasó por debajo de su casa, paralelo a las hileras de coches aparcados a unos centímetros unos de otros, antes de desaparecer mientras el ruido de la sirena se fundía poco a poco con el permanente zumbido de la ciudad en su fase «quietud».