—¿Martin?
—¿Te molesto?
—No. Pasa.
Francis entró primero. Llevaba un batín de satén anudado a la cintura. Servaz se preguntó si estaría desnudo debajo.
Miró en torno a sí. El interior no se parecía en nada al exterior. Todo era moderno, depurado, vacío. Paredes grises casi sin cuadros, suelo claro, elementos de cromo, acero y madera oscura en los escasos muebles; hileras de focos en el techo; pilas de libros en las escaleras. Desde los ventanales abiertos llegaban los ruidos del vecindario, tranquilizadores indicios de normalidad, de vidas ordinarias, ecos de niños que juegan, ladridos de perro y la misma televisión de antes, propagados en una velada de verano. En contraste con ellos, el silencio y el vacío que reinaban dentro de la casa parecían más opresivos. Eran como un lenguaje de soledad, reflejo de toda una existencia volcada sobre sí. Servaz comprendió que nadie había ido allí desde hacía mucho. Francis Van Acker debió de advertir su incomodidad porque encendió la tele, sin volumen, y puso un CD en el equipo de música.
—¿Quieres beber algo?
—Un café, corto con azúcar, gracias.
—Siéntate.
Servaz se dejó caer en uno de los sofás frente al televisor. Reconoció la música que se expandió en la habitación al cabo de unos segundos:
Nocturno para piano número 7 en do sostenido menor
. Escuchando las notas graves predominantes, impregnadas de tensión, Servaz sintió un escalofrío en la espalda.
Francis volvió con una bandeja y, corriendo los libros de arte de la mesita del sofá, depositó las tazas de café. Luego hizo avanzar con delicado gesto el azucarero hacia Martin. Servaz observó que tenía un arañazo entre el cuello y el hombro. En la pantalla de 16/9, desfilaron unos mudos anuncios y después vio que los jugadores de la selección de Francia volvían al campo para la segunda parte.
—¿A qué debo tu visita?
Su anfitrión había elevado la voz para superar el volumen de la música.
—¿No puedes bajar un poco eso? —pidió Servaz.
—Eso, como dices tú, se llama Chopin. Y no, me gusta así. ¿Y bien?
—¡Necesitaba tu opinión! —gritó Servaz a su vez.
Sentado en el amplio sillón, Van Acker cruzó las piernas y se acercó la taza a los labios. Servaz desvió la mirada de sus pies desnudos y de sus pantorrillas, igual de lisas que las de un ciclista. Francis lo observaba con aire pensativo.
—¿A propósito de qué?
—De la investigación.
—¿Cómo va?
—No muy bien. Nuestro principal sospechoso no es el verdadero culpable.
—Va a ser difícil ayudarte si no me especificas nada más.
—Digamos que necesito más tu opinión en el plano teórico general que en el práctico.
—Ah. Te escucho.
La imagen del Spider Alfa Romeo rojo saliendo del jardín de Marianne a las tres de la madrugada surgió en su memoria. Se apresuró a ahuyentarla mientras las notas del piano surgían, hipnotizantes, en la sala. Se despabiló y respiró hondo, esforzándose por recobrar la lucidez.
—¿Qué piensas de un asesino que tratara de hacernos creer que otro asesino, un asesino en serie, se encuentra en la región para hacerle cargar con la responsabilidad de sus crímenes? Enviaría
e-mails
a la policía. Se disfrazaría de motorista y hablaría
ex profeso
con un acento extranjero a un cajero de una estación de servicio. Introduciría un CD en el equipo de música de su víctima. Iría dejando guijarros por todas partes, como Pulgarcito. Haría creer también que existe una especie de… conexión privilegiada entre el investigador y el asesino cuando en realidad sus asesinatos tienen un móvil bien concreto.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Los móviles habituales, la rabia, la venganza, o bien la necesidad de hacer callar a alguien que le chantajea y amenaza con denunciarlo y arruinar su reputación, su carrera y su existencia.
—¿Por qué haría tal cosa?
—Ya te lo dicho, para conducirnos por el lado equivocado. Para que creamos en la culpabilidad de otro.
Vio cómo en los ojos de su amigo se alumbraba una chispa y en los labios un atisbo de sonrisa. La música se aceleró. Las notas se esparcían ahora en la sala, sincopadas por el frenético martilleo de las teclas.
—¿Piensas en alguien en concreto?
—Es posible.
—Ese sospechoso que no es el verdadero culpable, ¿es Hugo?
—Da igual. Lo que resulta interesante es que el que ha intentado hacerle cargar con la culpa conoce muy bien Marsac, sus costumbres, sus bambalinas. También es alguien aficionado a la literatura.
—¿Ah sí?
—Dejó una nota en el escritorio de Claire, en un cuaderno nuevo, una cita de Victor Hugo, que habla de enemigos, para hacernos creer que lo había escrito la propia Claire. Lo que ocurre es que ella no redactó esa nota. No es su letra, tal como ha concluido el grafólogo.
—Interesante. Entonces crees que se trata de un profesor, de un miembro del personal o de un alumno, ¿no?
—Exacto —confirmó, mirándolo a los ojos.
Van Acker se levantó. Luego se fue al otro lado de la isla de la cocina y se inclinó sobre el fregadero para lavar la taza, de espaldas a él.
—Te conozco, Martin. Conozco ese tono de voz. Ya lo tenías en Marsac cuando te faltaba poco para encontrar la solución. Tienes otro sospechoso, estoy seguro. Desembucha.
—Sí… tengo uno.
Van Acker se volvió de cara a él y abrió un cajón detrás de la isla. Parecía relajado, tranquilo.
—¿Profesor, miembro del personal o alumno?
—Profesor.
Francis seguía observándolo con aire ausente y la parte inferior del cuerpo oculta tras la isla. Preguntándose qué hacía con las manos, Servaz se puso en pie y se acercó a una de las paredes. En el centro había un único cuadro de gran tamaño. Representaba un águila imperial posada en el respaldo de un sillón rojo. Los dorados reflejos de las plumas de la fascinante ave la envolvían con un manto de orgullo. El acerado pico y la penetrante mirada que posaba sobre Servaz expresaban potencia y ausencia de duda. Se trataba de un hermoso cuadro de sobrecogedor realismo.
—Es alguien que cree parecerse a esta águila —comentó—. Orgulloso, potente, seguro de su superioridad y de su fuerza.
Van Acker se movió detrás de él. Oyó sus pasos cuando rodeó la isla y sintió cómo la tensión se extendía por sus hombros y su espalda. Percibía la presencia de su amigo en algún punto de la sala. Los desordenados latidos de su corazón quedaban amortiguados bajo el sonido de la música.
—¿Has hablado de ello con alguien?
—Todavía no.
Era entonces o nunca, lo sabía. El cuadro estaba cubierto por una gruesa capa de barniz en la que Servaz vio desplazarse el reflejo de Francis, por encima de las tornasoladas plumas del águila. No se movía en dirección a él, sino hacia el lado. La música se tornó más lenta y se apagó. Francis debía de haber apretado un mando, porque de repente se hizo el silencio.
—¿Y si llegaras hasta el final de tu razonamiento, Martin?
—¿Qué hacías con Sarah en el desfiladero? ¿De qué hablabais?
—¿Me seguiste?
—Responde a mi pregunta, por favor.
—¿Es que no tienes ninguna imaginación? A ver si relees los clásicos, hombre:
Rojo y negro, El diablo en el cuerpo, Lolita
… Fíjate, el profesor y la alumna, el eterno cliché.
—No me tomes por idiota. Ni siquiera os besasteis.
—Ah, ¿estabas tan cerca como para eso? Vino a anunciarme que se había acabado, que lo dejaba. Ese era el objetivo de nuestra cita nocturna. ¿Qué hacías tú allí, Martin?
—¿Por qué te deja?
—Eso no te importa para nada.
—Le compras la droga a un camello apodado Heisenberg —dijo Servaz—. ¿Desde cuándo te drogas?
El silencio se instaló sobre ellos, pesado, prolongado.
—Eso tampoco te importa para nada.
—Lo que ocurre es que a Hugo también lo drogaron la noche del crimen. Lo drogó y lo transportó al escenario del crimen una persona que, por lo visto, se encontraba en el Dubliners en el mismo momento que él y que le puso algo en su vaso. Esa noche había mucho barullo, ¿no? No debió de ser difícil. Llamé a Aodhágán. Tú estuviste en ese pub la noche del partido.
—Como la mitad de los profesores y alumnos de Marsac.
—También encontré una foto en casa de Elvis Elmaz, el tipo a quien prepararon para que lo devorasen sus perros… Seguro que has oído hablar del asunto, de una foto en la que estás con el culo al aire y con una chica que, por lo que se ve, es una menor. Y apuesto a que también es una alumna del instituto. ¿Qué ocurriría si se llegaran a enterar los demás profesores y los padres de los alumnos?
Le pareció oír que Francis cogía algo y vio cómo se movía el reflejo de su brazo.
—Continúa.
—Claire lo sabía, ¿verdad? Que te acostabas con tus alumnas… Había amenazado con denunciarte.
—No. Ella no sabía nada. En todo caso, no me habló de ello.
En el cuadro, el reflejo se desplazó muy despacio.
—Tú sabías que Claire tenía un lío con Hugo y pensaste que eso hacía de él un culpable ideal. Joven, brillante, celoso, colérico… y drogadicto…
—Drogadicto como su madre —completó tras él Francis.
Servaz se estremeció.
—¿Cómo?
—¿No me digas que no notaste nada? Martin, Martin… Francamente, no has cambiado. Siempre tan ciego. Marianne se volvió adicta a ciertas sustancias después de la muerte de Bokha. Ella también carga esa cruz, y no creas que es una cruz pequeña precisamente.
Servaz evocó la noche en que había hecho el amor con Marianne, la mirada extraña de esta, su comportamiento caótico. No debía dejarse distraer, sin embargo. Era eso lo que buscaba Van Acker.
—No acabo de ver adonde quieres ir a parar —dijo este, sin que pudiera localizar con precisión de dónde venía su voz—. ¿Acaso he pretendido yo hacerte creer que el culpable era Hirtmann o bien Hugo? Tu… teoría no es muy clara.
—Elvis te hacía chantaje, ¿no?
—Exacto.
Volvió a notar un ligero desplazamiento a sus espaldas.
—Le pagué. Después, me dejó en paz.
—¿Y quieres que me trague eso?
—Pues es la verdad.
—Elvis no es la clase de tipo que vaya a soltar un filón cuando le puede sacar jugo.
—Excepto el día en que encontró a su perro de combate preferido degollado en su jaula con una nota que decía: «La próxima vez te tocará a ti».
Servaz tragó saliva.
—¿Hiciste eso?
—¿He dicho que lo hiciera yo? Hay personas muy dotadas para ese tipo de cosas, aunque sus tarifas sean algo… excesivas. Pero no fui yo quien los contraté. Fue otra víctima… Sabes tan bien como yo que Marsac está lleno de personas importantes y ricas. Después de eso, Elvis interrumpió sus actividades de chantajista. ¡Por todos los santos, mira que meterte en la policía, Martin! Qué desperdicio, con el talento que tenías…
En el barniz del cuadro, Servaz vio que el reflejo reaparecía y daba un paso hacia él, para luego detenerse. La adrenalina corría por sus venas, con una mezcla de pánico y excitación. Tenía la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho.
—¿Te acuerdas de aquel relato corto? La primera vez que me lo diste a leer, se titulaba
El huevo
. Era… era absolutamente maravilloso… —En la voz de Van Acker había una vibración, un temblor auténtico—. Era una joya. En sus páginas estaba todo… todo: la ternura, la delicadeza, la ferocidad, la irreverencia, la vitalidad, el estilo, el exceso, la intelectualidad, la emoción, la gravedad y la ligereza. ¡Cualquiera habría pensado que lo había escrito un autor en la cumbre de su arte, y tú solo tenías veinte años! Yo guardé esas páginas. Habría sido un delito tirarlas, pero nunca tuve el valor de volver a leerlas. Me acuerdo que lloré al hacerlo, Martin, te lo juro. Lloré en la cama, sosteniéndolas con manos temblorosas, y grité de envidia; maldije a Dios porque había sido a ti, a ese gilipollas ingenuo y sentimental, a quien había elegido… Un poco como esas gilipolleces que corren sobre Mozart y Salieri, ¿entiendes? Tú, con tu aire bonachón y atolondrado, lo tenías todo. Tenías el don y tenías a Marianne. Dios es un buen cabrón cuando le apetece, ¿no crees? Sabe apretar ahí donde más duele. O sea que me faltó tiempo para intentar quitarte a Marianne, porque sabía que jamás podría tener tu jodido talento. Y sabía cómo debía enfocar la cosa con ella. Fue fácil. Tú hiciste todo lo posible para que te la quitara.
Servaz tenía la impresión de que la habitación daba vueltas a su alrededor, de que un puño le apretaba el pecho. Debía mantener el control a toda costa. No era el momento para ceder a la emoción. Eso era precisamente lo que Francis esperaba.
—Martin… Martin… —dijo Francis detrás de él, con un tono meloso, triste e irrevocable que le provocó un escalofrío.
En el fondo del bolsillo, su móvil comenzó a vibrar. «¡Ahora no!». El reflejo se volvió a mover detrás de él. La vibración insistía en el bolsillo… Hundió la mano en la chaqueta, lo sacó y respondió sin dejar de vigilar de reojo el cuadro.
—¡Servaz!
—¿Qué te pasa? —preguntó Vincent con inquietud. Había percibido la tensión en la voz de su jefe.
—Nada. Dime.
—Tenemos el resultado de la comparación grafológica.
—¿Y…?
—Si las notas que hay en los deberes de Margot las hizo él, no fue Francis Van Acker el que escribió en ese cuaderno.
★ ★ ★
Aparcados junto al asfalto, Margot y Elias miraban la empinada carretera, más estrecha que la anterior, por la que habían desaparecido Sarah, David y Virginie. Un cartel indicaba Presa de Néouvielle, 7 km. Margot oía el río que bajaba muy cerca, más abajo.
—¿Qué hacemos? —preguntó.
—Esperamos.
—¿Cuánto tiempo?
Elias consultó el reloj.
—Cinco minutos.
—¿Esta carretera solo va a ese sitio?
—No. Conduce a otro valle pasando por un puerto de 1.800 metros de altitud. Antes, pasa por la presa de Néouvielle y bordea el lago del mismo nombre.
—Podemos perderlos…
—Habrá que correr el riesgo.
★ ★ ★
—Creías que era yo.
Francis formuló la constatación sin emoción. Servaz miraba la botella que tenía en la mano. Contenía un líquido ambarino… whisky. Era una hermosa licorera de cristal, pesada. ¿Había tenido intención de utilizarla? En la otra mano, Francis llevaba un vaso que llenó hasta la mitad con mano temblorosa. Después envolvió a Servaz con una mirada dolorida y despectiva.