Después de recuperar el equipaje, se dirigieron al vestíbulo D. Desde allí, un autobús gratuito las iba a transportar hasta el «económico» aparcamiento donde les esperaba desde hacía un mes su coche. Ciento ocho euros de estacionamiento en total. Ziegler no había parado de efectuar sumas mentales durante el viaje. La eslovaca había costeado la práctica totalidad de las vacaciones. Irène solo había pagado su billete de avión de ida y vuelta y dos restaurantes, uno en Paros y otro en Naxos. El oficio de bailarina de striptease y gerente de un local nocturno era sin lugar a dudas mucho más lucrativo que el de gendarme. En más de una ocasión se había preguntado cómo reaccionarían sus superiores si un día se enteraban de que su compañera era la gerente de un local de striptease que además pagaba una parte de sus facturas, pero ya había decidido que, llegado el momento, si tenía que decidir entre su trabajo y Zuzka, no dudaría ni un segundo.
Arrastraban las maletas entre ventanales tras los cuales caía la lluvia, pensando con nostalgia en el sol griego, cuando, al pasar delante de un quiosco, Irène se paró en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó la eslovaca.
—Espera.
Zuzka la miró sin comprender. La gendarme había dejado la maleta para acercarse al puesto de venta. Pese a la mala calidad de la foto, reconoció la cara. Servaz la miraba desde la portada de un periódico, con pálido semblante expuesto a la luz de los flashes. El título proclamaba: «Hirtmann escribe a la policía».
Unos cárdenos nubarrones de forma oblonga se apilaban como estratos de edificios en el cielo. Con los ojos encarados hacia ellos, sintió el impacto de una gota de lluvia en la córnea, dura como una canica. Después cayó otra y otra más. Pestañeó, tomando conciencia de la lluvia que le golpeaba la cara. Con la boca abierta, la recibía también en la lengua.
Notó un terrible dolor en la parte posterior del cráneo, en el punto de contacto de la cabeza contra la grava. Al levantarla, el dolor se intensificó, propagándose como si buscara enraizarse en su cuello y sus hombros. Con una mueca de dolor, rodó de costado, hacia la izquierda… Su cara se encontró al punto sobre el abismo y descubrió con espanto el vacío. ¡Estaba tendido en el borde de la azotea, a unos centímetros tan solo de una caída mortal! Despavorido, rodó en dirección contraria, sobre la gravilla que le pinchó la carne a través de la ropa. Luego se alejó reptando del peligro hasta que por fin logró ponerse en pie con las piernas temblorosas.
Se llevó la mano a la cabeza y se palpó con precaución. Una nueva explosión de dolor le hizo retirarla de inmediato. Le dio, con todo, tiempo a notar el enorme chichón que se estaba formado. Se miró los dedos mientras la lluvia lavaba la sangre que los había manchado. Tampoco era para alarmarse. El cuero cabelludo siempre sangraba mucho.
Vio su arma un poco más allá. Dio dos pasos y se agachó para recogerla.
Luego se fue tambaleando hacia la puerta metálica, que de ese lado tenía una manecilla, tratando de analizar lo que había ocurrido.
Un pensamiento surgió con la urgencia de una alarma. «La grabación…».
Después de bajar dando traspiés los dos tramos de escaleras, abrió la puerta del segundo piso y se precipitó hacia los ascensores. En cuanto llegó a la planta baja, buscó con la mirada la puerta de la escalera. Después de traspasarla, localizó la puerta de emergencia del banco por la que había pasado unos minutos antes. El mecanismo de cierre automático la había bloqueado. Salió del edificio y se dirigió hacia las puertas vidrieras de la agencia. Estaban cerradas con llave. Viendo que no podía entrar, llamó por teléfono al director.
—¿Ha terminado?
—No, pero ha ocurrido algo.
Al cabo de cinco minutos, un 4 × 4 de marca japonesa aparcaba en la plaza. El director se acercó a él con cara de preocupación. Luego introdujo un código y, en cuanto oyó el zumbido de la cerradura eléctrica, Servaz empujó la puerta y se encaminó a toda prisa al cubículo.
El aparato de grabación había desaparecido y solo quedaban los cables de conexión encima de la mesa.
Era eso lo que quería el agresor: recuperar la grabación. Había asumido un riesgo considerable. No cabía duda, él era el personaje de la capucha. Él era el que había matado a Claire Diemar, el que había drogado a Hugo. Había estado todo el tiempo al acecho, espiando a Servaz, siguiéndolo. Cuando lo había visto acercarse a la cámara de vigilancia y entrar en el banco, había comprendido lo que se proponía. Como no tenía manera de saber si podían reconocerlo, había adoptado una arriesgada estrategia. Se había tenido que introducir en el banco con los otros clientes y después ir al baño y permanecer allí hasta el cierre. Luego había atraído a Servaz al sitio más alejado del cubículo y mientras este perdía el tiempo en el baño, había robado el disco duro y se había dado a la fuga. Así, más o menos, debían de haberse desarrollado las cosas.
Servaz lanzó una maldición. Entonces se dio cuenta de que la ropa le chorreaba formando un charco a sus pies.
—¿Cree que estaba en esa grabación… que… que ha entrado en mi banco… la persona que mató a esa joven?
Al director le temblaba casi la voz. Pálido a más no poder, tomaba conciencia de lo sucedido. Servaz tenía la impresión de que alguien le estaba apretando el cráneo con una barra de hierro. Debía verlo un médico. Llamó al departamento de identificación judicial para pedir que mandaran un equipo.
—Vuelva a su casa —aconsejó al director.
Después se dirigió al vestíbulo. Sus zapatos empapados de agua emitían un ruido de succión a cada paso. Desde un gran pedestal de cartón, una bonita empleada le dedicó una radiante sonrisa. Llevaba anudado al cuello un fular con los colores del banco. Sin saber por qué, Servaz maldijo de repente todos esos anuncios que contaminaban con sus manipulaciones mentales el día a día, el cerebro y la totalidad de la existencia de la gente desde el nacimiento hasta la muerte. Esa noche, estaba enojado con el mundo entero. Dejando que las puertas se cerraran tras él, encendió un cigarrillo al abrigo de los balcones del edificio. Desde cualquier ángulo que contemplase lo que acababa de ocurrir, llegaba indefectiblemente a la misma conclusión: había dejado escapar al asesino.
Oscurecía cada vez más, salvo en el este, donde el cielo asomaba aún claro y radiante bajo las nubes, y las tinieblas se instalaban bajo los árboles de la plaza. Miró el reloj. Las 22:30. Los de la policía científica tardarían al menos una hora en llegar.
La inquietud le roía las entrañas. Era consciente de que, muy cerca de ellos, había un asesino que no dudaba en atacar a los policías, que actuaba con pavorosa sangre fría y determinación. Se agazapaba a unos metros de distancia, acoplando los pasos a los suyos. Estaba allí de manera constante. Solo de pensarlo, Servaz sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
El móvil sonó en su bolsillo. Miró el número. Era Samira.
—Han identificado a Thomas999 —anunció—. No se llama precisamente Thomas.
La información lo transportó de improviso muy lejos del banco.
—No te lo vas a creer —añadió Samira.
★ ★ ★
Llamaron a la puerta. Margot lanzó una ojeada a su compañera de cuarto dormida y consultó la hora en la esquina de la pantalla del ordenador que permanecía encendido en su cama. Las 23:45. Se levantó y la entreabrió. La pálida y redonda cara de Elias —o cuando menos la mitad que no quedaba tapada por su mechón de pelo— destacaba en la oscuridad del pasillo.
—Pero ¿qué haces en el dormitorio de las chicas? ¿No sabes usar los teléfonos y los mensajes?
—Sígueme —dijo él.
—¿Cómo?
—Date prisa.
Estuvo casi a punto de insultarlo y darle con la puerta en las narices, pero la disuadió el tono de su voz. Volvió hasta la cama y se puso una camiseta y un pantalón. Eran casi las doce de la noche, estaba en bragas y sujetador y Elias no había ni mirado su cuerpo, que, según tenía constancia, atraía bastante a los chicos. Una de dos, o era virgen, tal como afirmaban algunas chicas, o bien era gay, como aseguraban a veces los chavales.
Apretó el interruptor y el pasillo se iluminó.
—¡Hostia, Margot!
Su grito no pasó de un murmullo ronco. Ella lo interrogó con la mirada. Elias se limitó a encogerse de hombros antes de encaminarse a la escalera. Abajo, en el vestíbulo, dos bustos de mármol los observaron mientras abrían la puerta que daba al parque. Afuera la tormenta había amainado. Entre las nubes, la luna arañaba como una pálida uña la noche. Margot sintió cómo el agua que impregnaba la vegetación penetraba en sus zapatillas no bien dio unos pasos en la hierba.
—¿Adonde vamos?
—Han salido.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Sarah, David y Virginie. Los he visto dirigirse al laberinto uno después de otro. Deben de haberse dado cita allí. Tenemos que darnos prisa.
—Un momento. ¿Y si nos topamos con ellos? ¿Qué vamos a decir?
—Les preguntaremos qué hacen allí.
—Estupendo.
Se adentraron en las sombras. Pasaron cerca de la estatua, bajo el gran cerezo, y penetraron en el laberinto sorteando la oxidada cadena. Elias se paró y aguzó el oído. Margot lo imitó. Silencio. A su alrededor, las plantas se sacudían con el viento, desprendiéndose del agua antes del próximo chubasco. Si bien aquello dificultaba la identificación de otros ruidos, también servía para cubrir los que pudieran hacer ellos.
Vio que Elias dudaba antes de girar a la izquierda. A cada desvío, temía encontrarse con los tres amigos. Hacía tiempo que no podaban los setos y de vez en cuando una rama le arañaba la cara. El cielo se había vuelto a encapotar. Solamente oía el ruido del viento y el gotear del follaje y ya empezaba a pensar que tal vez Elias se había equivocado.
Al cabo de un momento, no obstante, sonaron voces, muy cerca.
Elias se detuvo delante de ella y levantó la mano, usando el mismo gesto que en las películas de guerra cuando los comandos se aventuran en territorio enemigo. Estuvo a punto de soltar una carcajada, aunque en el fondo no tenía ningunas ganas de reír. Comenzaba a invadirla un sentimiento de desazón. Contuvo la respiración. Estaban justo ahí, después del siguiente desvío… Dieron dos pasos más y esa vez, la voz de David, se elevó bien clara.
—Es acojonante, para volverse histérico —decía.
—¿Y qué podemos hacer si no? —Margot reconoció la voz dulce y sedosa de Sarah—. No queda más que esperar…
—No podemos dejarlo así —protestó David.
Una corriente eléctrica recorrió el vello del brazo de Margot. Solo tenía un deseo: volver a su habitación junto con Lucie. David tenía una voz átona y quejumbrosa, una pronunciación deficiente que tropezaba en ciertas sílabas, como si estuviera borracho… o colocado.
—Esta vez lo noto mal. Tiene… tiene que haber algo que podamos hacer… Mierda, no podemos… no podemos abandonarlo…
—Cierra el pico.
La voz de Virginie había irrumpido como el restallido de un látigo.
—No debes venirte abajo ahora, ¿me entiendes?
No parecía, sin embargo, que David la entendiera. Margot percibió sus sollozos a través del seto, una especie de gemido sordo y prolongado, y también un rechinar de dientes.
—Hostia… hostia… hostia —gimió—. Mierda, joder…
—Tú eres fuerte, David, y nosotros estamos aquí. Nosotros somos tu única familia, no lo olvides. Sarah, Hugo, yo y los otros… No vamos a dejar a Hugo en la estacada, desde luego…
Se produjo una pausa. Margot se preguntó a qué se refería Virginie. David provenía de una familia conocida. Su padre era industrial, director general del grupo Jimbot. Untando en todos los escalafones, agasajando a los políticos y financiando sus campañas electorales, había conseguido hacerse con una buena porción de las obras públicas de la región a lo largo de las últimas décadas. Su hermano mayor, que había estudiado en París y en Harvard, dirigía la empresa junto con su padre. David los odiaba, Hugo se lo había dicho un día.
—Debemos reunir con urgencia el Círculo —dijo de repente David.
Todos callaron un momento.
—No es posible. La reunión se celebrará el 17, tal como estaba previsto, y no antes.
La voz de Virginie había vuelto a sonar cargada de autoridad.
—¡Pero Hugo está en la cárcel! —gimió David.
—No vamos a abandonar a Hugo, eso nunca. De todas maneras, ese poli va a acabar por comprender y, en caso necesario, nosotros lo ayudaremos a ello…
Margot sintió que la sangre dejaba de circular por su cara. La manera en que Virginie había hablado de su padre le causaba escalofríos, porque estaba impregnada de una brutalidad glacial.
—Ese poli, como dices, es el padre de Margot.
—Precisamente.
—¿Precisamente qué?
Virginie guardó silencio un momento, esquivando la pregunta.
—No te preocupes, lo tenemos vigilado —dijo por fin—. Y a su hija también.
—¿Qué estás diciendo?
—Digo simplemente que hay que hacer entender a ese poli que Hugo es inocente… De una manera o de otra… Y, con lo demás, hay que ser prudentes…
—¿No te has fijado en que, últimamente, cada vez que volvemos la cabeza, ella está ahí? —intervino Sarah—. Siempre está cerca, por ahí donde estemos nosotros…
—¿Quién?
—Margot.
—¿Insinúas que Margot nos espía? ¡Es absurdo!
Era David. Elias se volvió y lanzó una mirada interrogativa a Margot en medio de la penumbra. Ella pestañeó con nerviosismo.
—Lo que quiero decir es que tenemos que ser prudentes, solo eso. No me da buena espina esa chica.
La voz de Sarah fluía como un gélido riachuelo. Margot sintió unas repentinas ganas de marcharse. Por encima del laberinto, unas nubes cárdenas corrían por la noche.
De repente, su
smartphone
imitó, de manera débil pero distinguible, el sonido de un arpa en su bolsillo. Elias le lanzó una mirada furibunda, con los ojos como platos. Margot presintió que el corazón le iba a dar un peligroso brinco en el pecho.
—Yo hablaré con ella, si queréis… —comenzó a hablar David.
—¡Chist! ¿Qué era ese ruido? ¿No lo habéis oído?
—¿Qué ruido?
—Parecía como… un arpa, o algo así… Por allá, cerca.
—Yo no he oído nada —dijo David.
—Yo también lo he oído —intervino Sarah—. ¡Hay alguien aquí!
—¡Nos vamos corriendo! —le murmuró Elias al oído.