—Van a liberar a Hugo —anunció.
—¿Cuándo? —preguntó ella, con un destello de esperanza en los ojos.
—El juez lo va a decidir esta mañana. Mañana como muy tarde estará fuera.
Marianne sacudió la cabeza en silencio. Martin comprendió que no quería precipitarse, que esperaba hasta que pudiera abrazar a su hijo.
—Anoche hablé con Francis.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no me dijiste nada?
Ella clavó la mirada en sus ojos, una mirada profunda, verde y cambiante como el bosque de enfrente. Su expresión era impasible, al contrario que su voz.
—¿Decirte qué? ¿Que soy una drogadicta? ¿De veras crees que te iba a contar todo eso solo porque echamos un polvo?
La expresión le hizo daño, al igual que el tono empleado.
—¿Qué te dijo concretamente Francis?
—Que… habías empezado a dragarte después de la muerte de Bokha.
—Es falso.
La interrogó con la mirada.
—Parece que Francis tuvo miedo de confesarte toda la verdad, por lo visto. Quizá temiera tu reacción… Francis no es muy valiente.
—¿Qué verdad?
—Yo probé por primera vez la droga a los quince años —explicó—. En una fiesta.
«A los quince años…», pensó con un sobresalto. En aquel momento, él y Marianne se conocían ya, aunque aún no salían juntos.
—Siempre me pareció un milagro que tú no te dieras cuenta de nada —continuó ella—. No sabes cuántas veces tuve miedo de que te enterases, de que alguien te lo dijera…
—Era demasiado joven y demasiado ingenuo, supongo.
—Eso sí es verdad. Pero hay algo más: estabas enamorado. ¿Cómo habrías reaccionado si lo hubieras sabido?
—¿Y tú, lo estabas? —preguntó sin responder.
Lo fulminó con la mirada y, por un instante, reconoció a la Marianne de antaño.
—Te prohíbo que lo dudes.
Él abatió la cabeza con tristeza.
—La droga —comprendió de pronto—. Francis te la proporcionaba ya entonces. ¿Cómo… cómo pude ser tan ciego? No ver nada… durante todo ese tiempo en que estuvimos juntos…
Ella se acercó y colocó la cara tan cerca de la suya que distinguía todas las pequeñas arrugas que habían ido apareciendo en torno a su boca y a sus ojos, cada motivo del complejo dibujo de sus iris. Entornó los ojos, sondeándolo.
—¿Qué crees entonces? ¿Que te dejé solo por eso? ¿Por la droga? ¿Es esa la opinión que tienes de mí?
En la negra llamarada de sus ojos advirtió cólera, rabia, rencor y orgullo. De repente, se avergonzó de sí mismo, de lo que estaba haciendo.
—¡Idiota! La otra noche te dije la verdad. Francis estaba allí, para escucharme, mientras tú estabas perdido, lejos, en otra parte, obsesionado por la culpa, tus recuerdos y tu pasado. Estar contigo era vivir con los fantasmas de tus padres, con tus angustias, con tus pesadillas. Ya no podía más, Martin. Al final había en ti tanta sombra y tan poca luz… Era superior a mis fuerzas… Lo intenté, Dios sabe que lo intenté… Y luego, Francis estuvo presente en el momento en que más lo necesitaba… Él me ayudó a despegarme de ti…
—Y te suministraba la droga.
—Sí…
—Te manipuló, Marianne. Tú misma lo has dicho. Ese es su auténtico talento, manipular a la gente. Te utilizó contra mí.
Marianne levantó la cabeza, con el semblante desfigurado por la dureza.
—Ya lo sé. Cuando me di cuenta, quise hacerle daño a mi vez, y conocía su punto débil: el orgullo. Entonces lo dejé. Lo dejé dándole a entender que nunca había contado para mí, que no era nada.
En su voz había algo infinitamente cansado, roto, una culpabilidad que se remontaba a un remoto pasado.
—Y después llegó Mathieu. Fue él el que me ayudó a salir adelante. Él no sabía nada de todo esto. Me miraba como si fuera pura, irreprochable. Bokha consiguió lo que ninguno de vosotros dos fue capaz de hacer. Él me salvó.
—¿Cómo podría haberte salvado yo de algo cuya existencia ignoraba? —arguyó él.
Haciendo caso omiso de la observación, ella volvió la cabeza hacia el lago y él admiró su perfil.
—¿Hace mucho que…?
—¿Recaí? Después de la muerte de Mathieu. En esta ciudad hay casi tantos estudiantes como residentes. No fue difícil encontrar un proveedor.
—¿Conoces a Heisenberg?
Marianne asintió con la cabeza.
—Margot me ha hablado de algo —prosiguió cambiando de tema, porque no soportaba seguir hablando de aquello—. De una escena a la que ha asistido en la montaña, esta noche. ¿Te dice algo el lago de Néouvielle?
Vio cómo se transformaba la expresión de Marianne. Le contó lo que había descrito su hija y, a medida que hablaba, percibió una perplejidad y una sorpresa crecientes en ella.
—Ayer era 17 de junio —comentó ella cuando hubo terminado—. El 17 de junio de 2004 —añadió. Servaz aguardó—. Ese día hubo un accidente de autobús. Salió en todos los titulares de la región. Seguramente te acordarás.
Sí, recordaba vagamente algo, una información sumergida entre una oleada de noticias de catástrofes, masacres, guerras, accidentes, matanzas… Un accidente de autobús, que no era ni el primero ni el último. Aquel había causado un gran número de víctimas, entre las que había niños.
—Murieron diecisiete niños y dos adultos, un profesor y un bombero —especificó ella—. El chófer perdió el control del autocar, se salió de la carretera y cayó al lago. Antes, sin embargo, quedó inmovilizado durante dos horas en mitad de la pendiente y así pudieron salvarse varios niños.
La observó, extrañado.
—¿Cómo es posible que te acuerdes tan bien?
—Hugo iba en ese autobús.
★ ★ ★
—¿Conoces a David, Sarah y Virginie? —preguntó.
Ella confirmó en silencio.
—Son los mejores amigos de Hugo. Estuvieron con él el año pasado en la
prépa
de literatura. Son jóvenes brillantes. Ellos también estaban en el autobús esa noche.
—¿Quieres decir que sobrevivieron al accidente, igual que Hugo?
—Sí. Todos quedaron traumatizados, como te puedes imaginar. Recuerdo que fue horrible cuando recuperamos a nuestros hijos. Habían presenciado la muerte de sus compañeros. Unos niños que tenían entre once y trece años…
—¿Recibieron algún tratamiento?
—Se les brindó también un seguimiento psicológico. Varios de ellos resultaron gravemente heridos. Algunos quedaron con minusvalías. —Hizo una pausa—. Antes ya eran amigos, pero me da la impresión de que aquello los unió más. Hoy en día son como los dedos de una misma mano… —Titubeó un instante—. Si quieres más información, no tienes más que consultar la gaceta local,
La República de Marsac
. Hizo su agosto con ese suceso. Todos los niños iban al mismo instituto de la ciudad.
★ ★ ★
La miró fijamente. Se sentía triste, vacío. Ella reparó en su mirada.
—Ya te había avisado, Martin. Todas las personas con las que me encariño acaban mal.
Vaciló antes de formularle la pregunta que le quemaba los labios desde el principio, desde que había entrado. Aunque la temía, tenía una necesidad acuciante de conocer la respuesta.
—¿Qué hacía aquí Francis, la otra noche?
Vio que se estremecía.
—¿Me estás espiando?
—No, era a él a quien espiaba… porque era de él de quien sospechaba.
—A Francis acaba de dejarlo su novia, una estudiante de Marsac, esa Sarah de la que has hablado. No es la primera vez que… que se acuesta con una de sus alumnas, ni la primera que viene a que yo le haga de paño de lágrimas. Qué extraño, ¿no? Cuando tiene necesidad de confiarse con alguien, viene a verme a mí. Es una persona muy sola, igual que tú, Martin… ¿Crees que es por mí? —preguntó de repente. Efectuó un gesto extraño—. A menudo me he planteado esa pregunta. ¿Qué efecto os causo? ¿Qué efecto causo a los hombres de mi vida, Martin, que no les causan las otras mujeres? ¿Por qué tengo que destruirlos de esta manera?
Un sollozo le agitó el cuerpo, aunque sus ojos permanecieron secos, sin lágrimas.
—A Bokha no lo destruiste —apuntó.
Ella lo miró.
—Me dijiste que había sido feliz contigo.
Marianne sacudió la cabeza, con los ojos cerrados y la boca deformada por un pliegue de amargura.
—¿Crees que soy capaz de eso? ¿De hacer feliz a un hombre? ¿Y de parar? ¿Definitivamente?
Se miraron. Aquel fue uno de esos momentos en que la balanza puede decantarse de un lado o de otro. Ella podía perdonarle todo lo que había dicho, pensado, creído… o bien expulsarlo para siempre de su vida. ¿Y él? ¿Qué era lo que quería él?
—Abrázame bien fuerte —le pidió ella—. Lo necesito. Ahora mismo.
Él así lo hizo. Igualmente la habría abrazado, aunque no se lo hubiera pedido. Por encima de su hombro, miró el lago, con la luz de la mañana. Él siempre había preferido la mañana; era su momento predilecto del día. Una garza permanecía erguida muy cerca de la orilla, encima de un espacioso madero flotando en el agua. Marianne le correspondió y él se sintió sumergido por su abrazo, por el calor que lo inundó.
—Tú siempre estuviste aquí, Martin, en mi pensamiento… Incluso con Bokha, tú estabas aquí… Nunca te despegaste de mí. ¿Te acuerdas de «HMNS»?
Sí, se acordaba. «Hasta que la Muerte Nos Separe»… Siempre se decían adiós con aquellas cuatro letras. Con su hálito en el oído y su boca tan cerca, se preguntó si aquello era cierto, si podía fiarse de ella. Resolvió que sí. Estaba cansado de la sospecha, de la desconfianza, de un oficio que contagiaba todos los aspectos de su vida. Fue sencillo y evidente a la vez. No hubo ni duda ni necesidad de satisfacer al otro, solo un acuerdo total. Hacía mucho que no hacía el amor de esa manera. Percibió que a ella le sucedía lo mismo, que volvía de muy lejos como él, y comprendió que ambos deseaban recorrer al menos una parte del camino juntos, creer en un porvenir. En el lago, el ave lanzó un largo grito solitario. Servaz volvió la cabeza justo a tiempo para ver cómo se elevaba hacia el tempestuoso cielo con un vigoroso batir de alas.
Soñó que moría. Estaba tumbado en el suelo, de cara al sol, y en el cielo pasaban miles de pájaros gritando mientras él se desangraba. Luego, en su campo de visión aparecía una figura que se inclinaba para mirarlo. A pesar de la grotesca peluca y las grandes gafas que llevaba, no le cupo la menor duda acerca de su identidad. Se despertó sobresaltado, con la cabeza aún saturada de chillidos de pájaros. Oyó un ruido en la planta baja y percibió el olor a café.
¿Qué hora era? Se precipitó hacia el teléfono. Cuatro llamadas perdidas… del mismo número. Había dormido más de una hora. Llamó.
—Por Dios santo, ¿qué haces? —dijo Espérandieu.
—Ahora voy —respondió—. Vamos directamente a
La República de Marsac
. Es un periódico local. Localiza su número y llámalos. Diles que necesitaremos todo lo relacionado con el accidente de autobús que tuvo lugar el 17 de junio del 2004 en el lago de Néouvielle.
—¿Qué es ese asunto del lago? ¿Tienes novedades?
—Ya te explicaré.
Cortó la comunicación. Marianne entraba en la habitación con una bandeja. Después de beber el zumo de naranja y el café solo de un trago, se abalanzó sobre el pan con mantequilla.
—¿Volverás? —preguntó de improviso ella.
La miró secándose los labios.
—Ya lo sabes —dijo.
—Sí. Creo que sí.
Sonreía. También sonreían sus ojos, aquellos ojos tan profundos y tan verdes.
—Hugo pronto en libertad, tú aquí… Todos los malentendidos que había entre nosotros superados… Hacía mucho que no me sentía tan bien —aseguró—. Tan feliz… quiero decir.
Había titubeado antes de pronunciar aquella palabra, como si el hecho de nombrar la felicidad pudiera ahuyentarla.
—¿Es verdad?
—En todo caso, nunca me había faltado tan poco para serlo —rectificó.
Tomó una ducha. Por primera vez desde el principio de la investigación, la fatiga cedía paso a una recuperación de energía y a unas ganas de avanzar, de mover montañas. Igual que Margot, se preguntó si aquel accidente era importante e, instintivamente, supo que sí.
Cuando estuvo listo para irse, rodeó a Marianne entre sus brazos y ella se dejó caer contra él sin oponer resistencia. Pese a todo, maquinalmente surgió en su interior el interrogante de si había tomado algo desde la noche anterior. Como si le adivinara el pensamiento, ella echó la cabeza hacia atrás, ciñéndole la cintura con los brazos, casi tan alta como él.
—Martin…
—¿Sí?
—¿Me ayudarás?
La miró.
—¿Me ayudarás a liberarme de la adicción?
—Sí, te ayudaré —respondió.
Si Bokha lo había conseguido, ¿por qué no él? Lo que necesitaba era amor. Esa era la única droga capaz de sustituir a la otra… Se acordó de lo que le había dicho unas horas atrás: «Tú siempre estuviste aquí… Nunca te despegaste de mí».
—¿Me lo prometes?
—Sí. Sí, te lo prometo.
★ ★ ★
La República de Marsac
todavía no había digitalizado, ni de lejos, todos sus archivos. Únicamente tenían en CD los dos últimos años. Lo demás, incluido el año 2004, lo guardaban en unas cajas de microfichas apiladas en un armario de madera situado al final de un pasillo.
—Ufff —comentó Espérandieu, contemplando la labor que tenían por delante.
—2004, aquí está —dijo Servaz, señalando una pila de tres cajas de plástico—. Tampoco es tanto. ¿Dónde podemos encontrar un lector? —preguntó a la secretaria.
Esta los acompañó a una habitación sin ventanas situada en el fondo del sótano. Un anémico fluorescente parpadeó iluminando el lector de microfichas, una aparatosa máquina que, a juzgar por la capa de polvo que la cubría, no se utilizaba precisamente todos los días. Servaz se arremangó, acercándose al monstruo. Sabía manejar más o menos aquel trasto, pero cuando Espérandieu quiso regular la definición en la pantalla manipulando la lente de abajo, esta se desprendió y cayó encima de la bandeja de microfichas.
Tardaron más de un cuarto de hora en volver a colocar la lente en su sitio. Por suerte, no había sufrido desperfectos.
A continuación, abrieron las cajas de microfichas y buscaron la que correspondía al 18 de junio del 2004, el día posterior al accidente. Bingo. Desde la primera imagen, el título y el artículo proclamaban:
ACCIDENTE MORTAL DE AUTOBÚS EN EL PIRINEO
Diecisiete niños y dos adultos han hallado la muerte esta noche hacia las 23:15 en el lago de Néouvielle en un accidente de autocar. Según la información disponible, el vehículo salió de la carretera en una curva, tras lo cual quedó volcado varios minutos en la pendiente, antes de caer definitivamente en las aguas del lago ante la impotencia de los servicios de socorro. Llegados rápidamente al lugar del accidente, dichos servicios pudieron salvar una decena de niños, así como tres adultos. La causa del accidente está aún por dilucidar. Las víctimas eran alumnos de un instituto de Marsac que iban de excursión para celebrar el final del año escolar.