El corazón se le puso a latir como un loco. Al jefe de bomberos lo habían arrojado al agua en junio del 2005, el año posterior al drama. El chófer del autobús había desaparecido en el 2008. Claire Diemar acababa de morir ahogada en su bañera en junio del 2010… ¿Cuántas víctimas más había? ¿Una por año? ¿Siempre en el mes de junio? Un detalle no coincidía con lo demás: Elvis. No encajaba en el esquema. Había sido víctima de lo que podía considerarse como una tentativa de asesinato tan solo unos días después de Claire.
¿El que movía los hilos de todo aquello habría decidido acelerar la cadencia? ¿Por qué motivo? ¿Sería la investigación policial lo que lo había incitado a ello? Quizá le había dado miedo en ese momento. Quizá se había dado cuenta, de una manera u otra, de que Elvis podía conducirlos hasta él….
—Llama al hospital —ordenó—. Pregúntales si existe alguna posibilidad de que Elvis salga del coma, de que lo podamos interrogar.
—No existe ninguna —respondió de inmediato su ayudante—. Acaba de morir a consecuencia de las heridas. Han llamado del hospital hace unos minutos.
Servaz lanzó una maldición. Aquello sí que era mala suerte. No obstante, estaba convencido de que se hallaban muy cerca de la meta.
—En el caso del Pont-Neuf, del bombero que tiraron al Garona, localízame el nombre del testigo —pidió a Pujol.
Cerró el aparato y se volvió hacia Espérandieu, que permanecía sentado frente al volante.
—Volvamos a Toulouse y repasaremos con todo detalle la documentación sobre ese tipo, Campos.
★ ★ ★
—No puedo más.
Sarah miró a David. Su voz, frágil y trémula como una telaraña endurecida por la escarcha, parecía a punto de quebrarse. Se preguntó si estaba ya colocado o si se trataba de otra cosa. Era muy consciente de la hondura de su depresión. A menudo pensaba que, por más que el accidente hubiera sido el detonador que permitió que el ángel negro instalado en la psique de David desplegara sus alas, este se encontraba ya allí mucho antes, agazapado en algún lugar. Conocía el episodio del hermano menor ahogado en la piscina, que habían dejado a su cuidado cuando solo tenía nueve años. También sabía lo que le habían hecho el cabrón de su padre y el cabrón de su hermano. Había hablado a menudo con Hugo del asunto. Este decía que David era como un pato sin cabeza. Quería muchísimo a David, pero David quería aún más a Hugo. Entre ellos había un vínculo más que fraternal, un vínculo que ella no conseguía explicarse, un vínculo más fuerte, más profundo todavía que el que los unía a todos.
Sarah se contaba entre los que habían logrado salir primero por las ventanas del autocar cuando estaba volcado en la pendiente, retenido todavía por los árboles. Fue el joven profesor muerto el que la ayudó a pasar por la ventana. Aún se acordaba de su vergüenza y las palabras de excusa que farfulló cuando apoyó las manos en sus nalgas para expulsarla de un empujón. Después había vuelto a intentar salvar a uno de sus compañeros que había quedado atrapado debajo de un asiento, en una zona de difícil acceso. Para entonces el autobús no era más que un amasijo de metal martirizado, torcido. Curiosamente, se acordaba perfectamente de la cara redonda y de las gafas, igual de redondas, de aquel joven profesor. En clase, todos lo despreciaban porque no sabía hacerse respetar. Allí era blanco de chanzas, y Hugo lo imitaba de maravilla. Sarah no conseguía, sin embargo, acordarse de su nombre. No obstante, era a él a quien debía la vida, igual que David y que varios miembros del Círculo. Había acabado en el fondo del lago, como las demás víctimas. Siempre se había acordado, en cambio, del nombre de aquella guapa profesora novata a quien adoraban todos los alumnos y de la que estaban enamorados casi todos los niños. Aquella guapa profesora, tan desconsiderada, que había huido la primera, sin volverse, a gatas, chillando como una histérica y abandonando a su suerte a los niños, haciendo oídos sordos a sus gritos de auxilio. Claire Diemar. Ninguno de ellos la había olvidado. Su sorpresa fue mayúscula cuando volvieron a encontrarse con ella en Marsac, en
prépa
, Hugo, David, Virginie y ella. Se percataron de la palidez y la turbación que había manifestado cuando reconoció sus nombres, al pasar lista.
A lo largo de aquellos años, Sarah tampoco se había olvidado de aquel vigilante de nombre extraño y aires de joven gamberro: Elvis Elmaz. Él los animaba a fumar a escondidas cuando solo tenían doce años, les dejaba su
walkman
y les hacía escuchar música
rock
, les explicaba a los niños cómo tenían que comportarse con las niñas y a ella la acariciaba a hurtadillas porque, a los doce años, aparentaba dieciséis. También podía tener terribles accesos de cólera y proferir siniestras amenazas. «Te voy a rebanar el pito y te lo voy a meter en la boca, gilipollas», le dijo un día a Hugo por una razón que había olvidado. Lo admiraban y lo temían a la vez. Les habría gustado parecerse a él, hasta esa noche en que descubrieron que su semidiós era un cobarde.
Al jefe de bomberos tampoco lo habían olvidado. Él había prohibido entrar en el autobús a sus hombres, con la excusa de que amenazaba con caerse al lago de un momento al otro… pero casi todos habían desoído la orden y uno de ellos había perdido la vida. Gracias a la desobediencia de aquellos bomberos formaban un Círculo de diez, y no de dos o tres. Aparte estaba el conductor que, no contento con haber perdido el control del vehículo porque estaba más pendiente de Claire Diemar que de la carretera, había sido también uno de los primeros en salir corriendo. La única persona a la que había prestado auxilio había sido precisamente a aquella cabrona, sin duda porque era guapa, igual que él era bien plantado y parlanchín, y porque habían coqueteado un poco, con discreción, durante el trayecto.
—¿Cómo se llamaba ese profe? —preguntó, antes de pegar la boca al extremo del
bong
para aspirar el humo enfriado y después inhalarlo de una vez.
David la miró con ojos vidriosos. Parecía completamente colocado.
—El de las gafas —dijo Virginie—. El que nos salvó. ¿La Rana…?
—No, ese era el apodo. ¿Nadie se acuerda de su nombre?
—Máxime —dijo David con voz pastosa, mientras cogía el instrumento que le tendía Sarah—. Se llamaba Máxime Dubreuil.
Sí, ahora se acordaba. Máxime, que fingía no oír los pedos, los silbidos y las risas que proliferaban a su espalda durante las clases; que se subía todo el rato las gafas en la nariz cuando hablaba; que tenía un ojo inútil y que un día se había puesto rojo de rabia, gritando «¿Quién ha escrito esto?» mientras señalaba la pizarra, donde ponía: «Dubreuil está cojo de un ojo». Al final resultó que Máxime Dubreuil era un héroe. Su cadáver lo recuperaron junto con los demás, al día siguiente, cuando la grúa sacó el autobús del agua. Sarah se acordaba de su madre, una mujer menuda y frágil de pelo igual de blanco que un algodón de azúcar. En el entierro lloraba, temblando como un pajarillo.
¿Habría aprobado Máxime lo que hicieron luego? Seguro que no. Cada vez tenía más la sensación de que se habían equivocado, el sentimiento de que se habían vuelto peores que las personas que los habían abandonado a su suerte.
—Hay que ocuparse de ese poli —dijo David.
Había hablado con voz átona, exánime. Virginie lo miró, pero por una vez, guardó silencio. Se encontraban en aquella capilla abandonada en medio del bosque, a unos doscientos metros del instituto, donde solían reunirse para beber, conspirar y fumar porros, sentados en el suelo.
—Me corresponde a mí liquidarlo —añadió al cabo de un momento.
—¿Qué piensas hacer?
—Ya lo veréis.
★ ★ ★
Como suele ocurrir, el expediente sobre la desaparición de Joachim Campos se había abierto a raíz de una llamada, en ese caso la de su novia, que, tras esperarlo largo rato en el restaurante La Pérgola la noche del 19 de junio del 2008, se había alarmado al comprobar que no llegaba. El informe explicaba que había tratado de comunicarse veintitrés veces con él en el curso de la velada, pero que siempre le había respondido el contestador. También había dejado dieciocho mensajes, de inquietud, de rabia, amenazadores, de alarma, implorantes, en los que quedaba de manifiesto la evolución de sus sentimientos.
Al salir del restaurante una hora después, se había trasladado directamente al domicilio de su novio, situado a unos quince kilómetros de allí. No había nadie. Su coche tampoco estaba en el párking.
Aquella noche había dormido muy mal. Según todos los testimonios recabados por los investigadores, Joachim era un hombre apuesto, con tendencia a flirtear con las mujeres, de modo que ella había pasado toda la noche reconcomiéndose. Al día siguiente, se había ausentado de su trabajo para ir al suyo. Joachim ya no era conductor de autobús. Aunque la justicia no había formulado ningún cargo contra él, su patrono lo había despedido por otra falta seis meses después del accidente. Entonces era reponedor de un centro comercial y en aquel puesto tenía muchas menos ocasiones de coquetear con hermosas desconocidas. En el trabajo, a la novia le habían explicado que Joachim no se había presentado esa mañana. Hacia media tarde había decidido avisar a la gendarmería, y le habían hecho comprender que no se podía hacer gran cosa. En Francia desaparecen cuarenta mil personas cada año; al noventa por ciento las encuentran durante las semanas siguientes. Todo adulto tiene derecho a rehacer su vida y a cambiar de dirección sin comunicarla a sus parientes o amigos. Eran más numerosos los hombres que hacían eso, aunque también había mujeres. Si se hubiera tratado de un niño, habrían organizado batidas y movilizado a los submarinistas para rastrear los lagos de la zona, pero un adulto que desaparece no es más que un número que pasa a engrosar las estadísticas. Para que se considerase como «inquietante», la desaparición debía tener como protagonista a un adulto aquejado de mala salud o sometido a tutela, o bien elementos que hicieran sospechar que la persona había desaparecido en contra de su voluntad. En aquel caso no se apreciaba ninguno de aquellos supuestos.
La novia de Joachim Campos era, sin embargo, testaruda, tal como demostraban las cincuenta y tres nuevas llamadas que había efectuado al móvil del exconductor. Acosó a los gendarmes y a la policía, hasta que logró su propósito en el último minuto, gracias a la aparición de un testigo que afirmó haber visto a alguien que correspondía a la descripción de Joachim en un viejo Mercedes gris la noche de su desaparición, precisamente a pocos kilómetros del restaurante donde tenía la cita. El antiguo chófer conducía, en efecto, un Mercedes gris, cosa que no podía saber el nuevo testigo. Había otro detalle interesante. Según dicho testigo, en el coche había dos personas más.
—Todo el mundo sabe que al señor Campos le gustaban las mujeres guapas —habían respondido los gendarmes, mirando de reojo a la (¿ex?) novia.
—Eran dos hombres —había precisado el testigo.
El caso se había clasificado en la categoría de desapariciones inquietantes. Por extrañas razones de procedimiento legal, lo habían transferido a la policía de Toulouse, que le había dedicado la mínima atención y, como ocurre siempre en estos asuntos, el fiscal se había apresurado a archivar el caso por falta de elementos concluyentes. A partir de ahí, Joachim Campos había pasado a formar parte del tres por ciento de desaparecidos que, de acuerdo con las estadísticas, no se encuentran nunca.
Servaz sacó, una por una, las hojas del expediente y entregó la mitad a Espérandieu. Eran las 14:28.
★ ★ ★
A las 15:12, Servaz empezó a concentrarse en el comprobante de las llamadas entrantes y salientes del teléfono móvil de Joachim Campos. Aunque no habían encontrado el aparato, a petición de la fiscalía el operador había proporcionado el comprobante de las llamadas.
Un número aparecía multitud de veces, la noche de la desaparición y los días siguientes. Antes de comprobarlo siquiera, Servaz ya sabía que se trataba de la pertinaz novia. Otras personas habían tratado de llamar al conductor a lo largo de los días siguientes: su hermana, sus padres y un número que, después de consultar el informe de la investigación, resultó ser el de una joven casada, madre de dos hijos de corta edad, que mantenía una aventura con Joachim desde hacía varios meses.
★ ★ ★
A las 15:28, Servaz desplazó la atención a la ubicación de las últimas llamadas efectuadas y recibidas por Joachim Campos o, lo que es lo mismo, a las antenas repetidoras que su móvil había activado a su paso en el curso de las horas que precedieron y siguieron a su desaparición, con la esperanza de llegar a retrazar un itinerario.
«La novia», pensó de repente.
Servaz observaba la línea correspondiente a una de las numerosas llamadas que había realizado desde el restaurante La Pérgola, mientras cenaba sola, corroída por la inquietud.
«Parece que al final tu perseverancia va a servir para algo», le dijo mentalmente al ver el topónimo en la hoja.
—Un mapa —dijo—. Necesito un mapa de los Pirineos centrales.
—¿Un mapa? —preguntó, estupefacto, Espérandieu.
A continuación presionó varias teclas en el ordenador y abrió Google Maps.
—Ahí tienes el mapa.
Servaz miró la pantalla.
—¿No puedes agrandarlo un poco?
Espérandieu desplazó el cursor vertical hacia abajo y el territorio cubierto por el mapa se ensanchó al tiempo que aumentaban las distancias entre las poblaciones.
—Un poco más hacia el sureste —pidió Servaz.
Su ayudante siguió las indicaciones.
—Ahí —dijo Servaz, señalando con el dedo.
Espérandieu observó el lugar indicado. Era el restaurante La Pergola.
—Sí. ¿Y qué más?
—Allí, el restaurante; ahí, la última antena de telefonía móvil que registró el paso del móvil de Joachim Campos. Queda a 30 kilómetros del establecimiento, pero en la dirección contraria de su domicilio. Un testigo afirma haber visto a alguien parecido a Joachim en su Mercedes cerca del restaurante más o menos media hora antes de que la antena registrase el paso de Campos, en compañía de dos personas. Suponiendo que el dato no fueran figuraciones del testigo, eso significa que Campos no iba a su casa.
—¿Y después? Sabe Dios adonde se dirigía. Quizás iba a casa de esa mujer que lo llamó.
—No, tampoco es esa la dirección. Lo que resulta interesante es que, a partir de allí, no se activó ninguna otra antena pese a las numerosas llamadas que le dirigió la desesperada novia.