El círculo (57 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El círculo
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«El móvil…».

Lo sacó. Iba a llamar a Samira para pedir socorro cuando se dio cuenta de que había un detalle que no encajaba. Pero ¿qué era? Tardó varios segundos en comprender. A veces tenía la impresión de haber llegado en una máquina del tiempo, inerme frente a las evoluciones tecnológicas; había sido uno de los últimos que habían adquirido un móvil, tres años atrás, y fue Margot quien le ayudó a introducir los nombres de sus contactos en la lista. Se acordaba perfectamente que juntos habían introducido «Vincent».

«Vincent», no «Espérandieu».

Buscó el nombre de pila de su ayudante. ¡Bingo! ¡Eran dos números diferentes! ¡Alguien había manipulado su móvil sin que él lo supiera y había introducido un contacto falso antes de enviarle un mensaje de texto a partir de ese mismo número! Trató de acordarse en qué momento había dejado el teléfono sin vigilancia, pero era incapaz de pensar con serenidad.

Marcó el número de Samira y le pidió que mandara a los gendarmes sin demora. Iba a pedirle que acudiera ella también cuando en su cabeza se activó una alarma. ¿Y si el objetivo del tirador no era matarlo, sino desviar su atención? Ninguna de las balas lo había rozado. Todas habían pasado a distancia. O bien era un mal tirador, o bien…

—¡Intensifica la vigilancia! —gritó—. ¡Y pide refuerzos! Llama a Vincent y dile que acuda lo más rápido posible. ¡Y diles a los gendarmes que el tipo está armado! ¡Date prisa!

—Hostia, ¿qué pasa, jefe?

—No hay tiempo para explicártelo. ¡Date prisa!

★ ★ ★

Servaz dedujo que debía de tener un aspecto espantoso al ver la cara que pusieron los gendarmes cuando lo subieron a lo alto del acantilado con ayuda de una cuerda y un arnés.

—Tendríamos que haber llamado a una ambulancia —comentó Bécker.

—No es tan grave como parece.

Volvieron a la casa a través del bosque. El tirador se había esfumado, pero el capitán de la brigada de Marsac había efectuado varias llamadas. En menos de media hora, la vivienda de Elvis y los alrededores estarían de nuevo ocupados por la policía científica, que los analizaría al centímetro, recogiendo casquillos y todo indicio que pudiera haber dejado el agresor.

Servaz se fue al cuarto de baño abstrayéndose del ajetreo general. Al verse en el espejo, tuvo que rendirse a la evidencia: Bécker tenía razón. Si se hubiera cruzado consigo mismo en la calle, habría cambiado de acera. Tenía el pelo lleno de tierra, unas oscuras ojeras y en el ojo izquierdo le habían estallado un sinfín de capilares, dejándolo casi negro. Las pupilas, dilatadas y brillantes, le conferían un aspecto de drogado. El labio inferior estaba partido y tumefacto, y una multitud de negras aglomeraciones mezcladas con costras de sangre seca formaban sobre su torso, su cuello, sus brazos e incluso su nariz, una constelación de manchas, puntos, rayas y arañazos.

Habría tenido que limpiarse en el lavabo, pero en lugar de eso, sacó el paquete de tabaco y, sin dejar de mirarse en el espejo, se metió tranquilamente un cigarrillo entre los labios. Tenía las uñas más sucias que un carbonero y le faltaban dos, en el anular y el meñique de la mano derecha. Siguió escrutando su reflejo mientras con mano trémula sostenía el cigarrillo y le daba ávidas caladas, hasta el momento en que se quemó los dedos.

Entonces, sin motivo aparente, estalló en carcajadas y desde afuera, fueron varios los que volvieron la cabeza hacia la casa.

★ ★ ★

Se reunieron en una de las salas de la gendarmería de Marsac, Espérandieu, varios gendarmes de la brigada, Pujol, Sartet, el juez de instrucción al que habían despertado
ex profeso
y a quien Pujol había acompañado en coche, y Servaz. Con sus caras de cansancio, aquellos hombres recién salidos de la cama le lanzaban miradas de inquietud. También habían hecho venir a la gendarmería a un médico de guardia, que había examinado sus heridas y las había limpiado.

—¿Cuándo le pusieron la vacuna antitetánica por última vez?

Servaz fue incapaz de responder. ¿Diez años? ¿Quince años? ¿Veinte? No le gustaban ni los hospitales ni los médicos.

—Súbase las dos mangas —le había indicado el doctor, hurgando en su botiquín—. Le voy a inyectar 250 unidades de inmunoglobulina en un brazo y una dosis de vacuna en el otro por el momento. Y quiero que pase por mi consultorio lo antes posible para hacer la prueba. Supongo que no va a tener tiempo esta noche, ¿no?

—Exacto.

—Creo que debería cuidar un poco más su salud —le había dicho el galeno al tiempo que le hundía la aguja en el brazo.

Con la mano libre, Servaz sostenía un vaso de café.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuántos años tiene?

—Cuarenta y uno.

—Pues me parece que ya es hora de que se empiece a cuidar un poco —añadió, asintiendo con convicción—, si no quiere tener sorpresas desagradables.

—Sigo sin comprender.

—No hace mucho deporte, ¿verdad? Siga mi consejo y piense en el asunto. Venga a verme… cuando tenga tiempo.

El médico se había ido, convencido sin duda de que no volvería a ver más a aquel paciente. Servaz se dijo que aquel doctor le caía simpático. No se acordaba de la última vez que había ido a la consulta de uno, pero, si aquel hubiera ejercido en Toulouse, seguramente habría seguido, por una vez, su consejo.

Paseó la mirada por la mesa. Luego expuso, resumida, la conversación que había mantenido con Van Acker, así como lo último que había descubierto: el resultado negativo de la comparación grafológica y las fotos encontradas en el desván de Elvis.

—Del hecho de que su amigo no escribiera en ese cuaderno no se deduce automáticamente su inocencia —señaló de inmediato el juez de instrucción—. Hasta que se demuestre lo contrario, él conocía a las víctimas, dispuso de la oportunidad y tiene un móvil. Si me dice que le compraba la droga a ese camello, me parece que tenemos suficientes elementos como para plantearnos una detención preventiva. De todas maneras, quiero recordarle que he solicitado la supresión de la inmunidad parlamentaria de Paul Lacaze. ¿Qué hacemos entonces?

—Será una pérdida de tiempo. Se lo repito, estoy convencido de que no es Van Acker. —Titubeó un instante—. Y tampoco creo en la culpabilidad de Paul Lacaze —añadió.

—¿Por qué no?

—Por una parte, porque ya lo tienen fichado. ¿Qué ganaría tendiéndome una trampa a estas alturas cuando se niega a decir dónde estuvo la noche en que mataron a Claire Diemar? No tiene sentido. Por otro, no forma parte del grupo de individuos que fotografió Elvis. No está en su pequeño catálogo de fornicación.

—De todas maneras mintió sobre la coartada.

—Porque, de una manera u otra, si se llegara a saber lo que hizo esa noche, quedaría destruida su carrera política.

—Igual es gay —sugirió Pujol.

—¿Tiene alguna idea de lo que puede ser? —preguntó el juez, sin hacerse eco del comentario de su ayudante.

—Ninguna.

—Hay algo de lo que no cabe duda —dijo el juez, atrayendo las miradas de todos—. Si alguien dispara contra usted, es porque se acerca a la verdad. También es seguro que esa persona no retrocederá ante nada…

—Eso ya lo sabíamos —declaró Pujol.

—En otro orden de cosas —prosiguió el juez, dirigiéndose de manera ostensible a Servaz—, el abogado de Hugo Bokhanowsky ha vuelto a pedir su liberación. Mañana el consejo examinará la petición y yo creo que la decisión dará la razón a la defensa. Teniendo en cuenta los últimos acontecimientos y el estado actual del sumario, no veo ningún motivo para mantener detenido a ese joven.

Servaz omitió decir que, por su parte, ya lo habría liberado hacía tiempo. Estaba distraído, pensando que todas las hipótesis que habían ido montando se habían venido abajo una tras otra. Hirtmann, Lacaze, Van Acker… El juez y el asesino se equivocaban. No se estaban aproximando a la verdad, sino que se alejaban. Desde el inicio de la investigación, estaban más perdidos que nunca. A no ser que, sin darse cuenta, hubieran pasado muy cerca… ¿Cómo explicarse si no que lo hubieran tomado como blanco? En ese caso debía repasar minuciosamente, una por una, las diferentes etapas de la pesquisa, buscar en qué momento había podido rozar al asesino sin verlo… o, en cualquier caso, inspirarle miedo como para que hubiera asumido semejante riesgo.

—Todavía no me lo puedo creer —dijo de improviso el juez.

Servaz le dirigió una mirada interrogativa.

—Hemos quedado en ridículo.

Servaz se preguntó de qué hablaba.

—¡Nunca había visto jugar tan mal a la selección de Francia! Y, si es verdad lo que dicen que ha ocurrido en el vestuario en el descanso, es increíble…

Un murmullo de desaprobación general acogió la observación. Servaz se acordó entonces de que aquella noche había habido un partido «decisivo». Francia-México, si no le fallaba la memoria. A él sí que le parecía increíble aquello. ¡Eran las dos de la mañana, acababa de escapar por poco de la muerte y se ponían a hablar de fútbol!

—¿Qué ha pasado en el vestuario? —quiso saber Espérandieu.

Igual había estallado una bomba que había hecho saltar por los aires a la mitad del equipo, ironizó para sus adentros Servaz. O un jugador había matado a otro, o el seleccionador a quien todos abucheaban se había hecho el haraquiri delante de sus jugadores.

—Parece que Anelka ha insultado a Domenech —explicó, escandalizado, Pujol.

«¿Y ya está? ¿Eso es todo?». Servaz estaba atónito. Cada día, tanto en las comisarías como en la calle, los policías tenían que soportar insultos y vejaciones. Aquello demostraba simplemente que la selección francesa era el reflejo de la sociedad.

—¿Anelka es el jugador al que sacó la última vez antes del final del partido?

Pujol asintió mudamente.

—¿Entonces por qué lo ha vuelto a poner a jugar si es tan malo? —planteó Servaz.

Todo el mundo lo miró como si hubiera formulado una excelente pregunta, y como si responder a ella tuviera la misma importancia que descubrir al asesino.

40
CERCADO

Las notas de
Singing in the Rain
penetraron en su soñolienta conciencia. Antes de sustraerse del todo al sueño, Ziegler tuvo la fugitiva visión de un Malcolm McDowell con bombín que le propinaba patadas mientras canturreaba y bailaba. El móvil insistía. Colocándose boca abajo, alargó el brazo hacia la mesita de noche. La voz no le resultó familiar.

—¿Capitana Ziegler?

—La misma. Por dios, ¿pero qué hora…?

—Yo… eh… soy el señor Kanté. Escuche… eh… siento mucho despertarla, pero… es que… tengo que decirle algo importante. Es muy importante, capitana. No me podía dormir y… he pensado que tenía que decírselo, que si no lo hacía ahora, después ya no tendría el valor…

Encendió la lámpara. El radiodespertador marcaba las 2:32. ¿Qué mosca le había picado? La voz, sin embargo, era la de un hombre nervioso pero decidido. Contuvo la respiración. Drissa Kanté tenía algo que decirle, importante sin duda, en vista de la hora.

—¿Qué me quería decir, señor Kanté?

—La verdad.

Se incorporó, apoyándose en las almohadas.

—¿A qué se refiere?

—La otra noche le mentí… tenía miedo… miedo de que ese hombre tomara represalias, de que si lo detienen, me juzguen también a mí… y me expulsen. ¿Sigue en pie el trato?

Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Entre los residuos de brumas del sueño, su cerebro despertaba deprisa.

—Le di mi palabra —respondió por fin, llenando el silencio que había dejado él—. Nadie se enterará de nada. Pero yo sí lo mantendré vigilado, Kanté.

Intuyó cómo sopesaba las palabras. De todas maneras, si había llamado era porque ya había tomado la decisión. Había meditado largo rato antes de coger el teléfono. Aguardó pacientemente, consciente del pulso que le martilleaba las puntas de los dedos, aferrados al auricular.

—No son todos como usted —objetó él—. ¿Y si uno de sus compañeros se va de la lengua? ¿Y si me denuncia? Yo confío en usted, pero no en ellos.

—Su nombre no aparecerá en ninguna parte, se lo prometo. Además, yo soy la única que está al corriente. Usted me ha llamado, Kanté, o sea que ahora dígame lo que me tiene que decir. De todas maneras, es demasiado tarde, porque no lo voy a dejar en paz.

—Ese hombre no tiene un acento siciliano.

—Ehm… no acabo de entender.

—Le dije que tenía un acento extranjero, un acento siciliano; ¿se acuerda?

—Sí. ¿Y qué?

—Le mentí. Tiene el acento de un país del Este, un acento eslavo.

—¿Está seguro?

—Sí. Créame, me he cruzado con muchas personas en el curso de mis… peregrinaciones.

—Gracias… pero no me llama a una hora semejante solo por eso, ¿no?

—No… hay algo más.

En la voz de Drissa Kanté había algo que la puso en alerta.

—Es que… hice que lo siguieran… Se cree muy listo, pero yo soy más listo que él. Ayer, cuando le devolví el lápiz USB, le pedí a una amiga mía que esperase al otro lado de la calle y lo siguiera cuando se fuera del bar. Estaba aparcado lejos y tomó precauciones, pero mi amiga también es espabilada y sabe disimular muy bien. Lo vio subir a un coche y anotó el número de la matrícula.

Ziegler se irguió como si acabara de recibir una coz en los riñones. Luego se contorsionó para coger un bolígrafo en el cajón de la mesita y comprobó que funcionaba trazando una raya en la palma de la mano.

—Adelante, Kanté, le escucho.

★ ★ ★

Eran las dos de la madrugada cuando Margot regresó a su habitación, agotada y con los nervios destrozados, con la impresión de haber vivido la noche más extraña de su vida. Abrigaba la duda de si lo que habían visto allá arriba, al borde del lago, era real. También se preguntaba si era importante, aunque algo le decía que sí lo era. No habría sabido explicar por qué, pero aquel espectáculo le había dejado una profunda desazón, una siniestra y persistente sensación de catástrofe. Por otra parte, estaban las amenazas de David y su tentativa de violación, la nota que habían dejado en su taquilla, el conciliábulo al que había asistido con Elias…

Y también, lo que había ocurrido entre Elias y ella allá arriba, en el coche, la actitud repentina de él. Hasta esa noche, nunca había pensado que Elias pudiera sentirse atraído por ella. No la había mirado siquiera la otra vez, cuando había abierto la puerta en ropa interior… Y hasta esa noche, ella nunca se había sentido atraída por él. Se acordó, asimismo, de la rabia que había asomado a sus ojos después de la bofetada. Ahora se arrepentía de aquella reacción. Habría podido rechazarlo sin humillarlo. El viaje de regreso había sido largo e incómodo. Elias se había parapetado en el mutismo, evitando concienzudamente cruzar la mirada con la suya.

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