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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (7 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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11

Santa Cruz de Tenerife, sábado. 02:45 horas.

Ariosto colgó suavemente el teléfono, como con miedo. Marta le había comunicado la última noticia que deseaba escuchar. El nuncio había desaparecido sin dejar rastro. Esta circunstancia atribuía la mayor de las importancias al mensaje recibido por Sandra en su correo electrónico.

Se arrellanó en el sillón orejero de su salón y miró el clásico reloj de pared que se mantenía apoyado sobre la tela que forraba las paredes, era muy tarde —o muy temprano—, pero se le había quitado el sueño de golpe con el disgusto. Necesitaba reflexionar sobre la situación. Se enfrentaba a muchos puntos oscuros en aquel asunto y surgían inquietantes sospechas que debía desvelar. El silencio y el ambiente de penumbra de la habitación acudieron en su ayuda.

Miró de nuevo los folios que descansaban en su regazo. El mensaje del secuestrador desconocido y la carta que le entregó doña Adela.

El correo terminaba con las mismas palabras con las que comenzaba la misiva:
IN CIRCVLO PLATONICO ROMAE PRAECONEM INVENIES
. Venía a ser algo así como
En el círculo platónico encontrarás al heraldo de Roma
.

Esta frase críptica cobraba de repente un sentido aterrador. El heraldo de Roma…, es decir, el representante romano…, o lo que es lo mismo, el embajador del papa. Pero… ¿qué era aquello del círculo platónico? Sonaba a problema filosófico-matemático. ¿Se trataría de la gente que rodeaba al Platón de la Grecia antigua? Sabía que existía un círculo socrático, denominación referida al conjunto de sus seguidores, pero no tenía noticia de que ocurriera lo mismo con Platón.

Revisó el texto de nuevo. Parecía un conjunto de versos concatenados. ¿Un poema latino, tal vez? Fuera o no poesía, que no lo parecía, llevaba consigo un mensaje. Algunos pasajes le parecían de una dificultad considerable. Se percató de que tenía el latín bastante oxidado. No obstante, decidió intentar la traducción. Se levantó del sillón y se dirigió al despacho de trabajo. Encendió la lámpara de pie que presidía la mesa de nogal que ocupaba una parte importante de la habitación y sacó el viejo diccionario de latín-español que atesoraba en una de las estanterías de la biblioteca. Su tacto y su olor le recordaron otra época, casi treinta años atrás, cuando era un instrumento no ya de trabajo, sino de juegos intelectuales.

Se detuvo un momento. Recordó con claridad aquel extraordinario grupo de investigadores que confluyeron en la Universidad de Bolonia en los primeros años de la década de los ochenta. Para ocupar los ratos de ocio que les permitían los estudios de post doctorado, cinco de aquellos jóvenes se desafiaban entre ellos con acertijos redactados, al principio en varios idiomas, pero en los que, al final, acabó imponiéndose el latín. La lengua franca de la antigüedad. Hoy el mundo entero hablaría latín si no se hubiera producido la incomunicación de la Edad Media. No existirían tantos idiomas distintos de raíz latina y tal vez el inglés se hubiera quedado aislado en las Islas Británicas. El grupo quiso hacer así un tributo al mundo clásico, el germen de la cultura occidental.

Recordó que entre sus compañeros destacaba Maroni. Era el mejor de todos, casi un genio, a pesar de su excentricidad. No obstante, o tal vez por ser un estudioso de la física cuántica, los enigmas que planteaba a sus colegas universitarios eran indescifrables sin que condescendiera a aportar una mísera pista. Era un tipo original de pensamiento profundo. Una pena que hubiera fallecido tan joven. Enfrentarse al mensaje contenido en la carta de Adela le transportó al entusiasmo juvenil desplegado en aquellos días en la lucha con las dificultades de la lengua muerta.

Ariosto se sentó y puso manos a la obra. Se caló las gafas de presbicia para ver mejor y comenzó a escribir en un folio en blanco. Consultó el diccionario en más de treinta ocasiones. Intentaba que ningún giro o palabra quedase sin su verdadero significado. Así y todo, la labor era ardua, ya que las frases resultantes no siempre parecían tener sentido. Veinte minutos después acabó el trabajo. El resultado no era muy alentador:

En el círculo platónico encontrarás al heraldo de Roma

Se inicia en la jabalina que busca la cruz

Donde un extemporáneo se descubre al verlo

Allí donde debe estar, no está, pero se acerca

Pasa de largo por el camposanto pestilente

Y finaliza en el abrazo del águila oscura

El bautista te indica el espíritu

El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata

Donde la mirada se transmuta en rosario

El cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza

Desde donde se atisba el fuego consumidor

Acoge en tu mente la séptima oración

Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad

Justo donde se cruzan los excéntricos

Y al final, el vencedor portará la joya de la reina.

El texto tenía un ritmo que le recordaba a las profecías de Nostradamus. Y como aquéllas, estaban en clave.

Era un acertijo.

Una desagradable sensación de haber pasado por aquello en algún otro momento de su vida sacudió la mente de Ariosto.

No podía ser. No podía estar mezclado en este asunto ninguno de sus compañeros de Bolonia. Duvalier y Cavalcanti eran profesores de humanidades en París y Roma. Hoffmann vivía en California y se dedicaba a la investigación atómica. Y Maroni, el otro físico, ya no estaba. Era una casualidad impensable.

Pero entonces… ¿por qué habían dejado la carta a su nombre en casa de Adela? La respuesta no podía ser otra que para evitar la posibilidad de toparse cara a cara con él. Dejándole el sobre a su querida vecina el autor desconocido daba por seguro que llegaría a sus manos, y eso por no pensar en que conociera su rutina y supiera con antelación dónde iba a estar. Algunos viernes cenaba con ella.

Leyó de nuevo el texto traducido. No tenía sentido aparente, salvo lo del heraldo de Roma. Se encontraba ante un desafío intelectual, tal vez superior a sus posibilidades. Entraba en lo probable que escondiera una burla a su nivel de discernimiento. De cualquier manera, se desprendía de la carta que contenía un mensaje con una serie de pistas, y tal vez siguiéndolas se pudiera llegar a encontrar al representante papal.

Sin embargo, los versos eran desconcertantes. Parecían rimas surrealistas. Le recordaban mucho a los mensajes indescifrables de Maroni en la época de Bolonia. Pensándolo bien, le recordaban demasiado.

Ariosto se levantó y buscó su listín telefónico. El que mantenía a buen recaudo por la enorme relación de contactos importantes que contenía. Buscó por la «h».
Hoffmann, aquí está
, se dijo.
Hay ocho horas de diferencia con la costa oeste de Estados Unidos; casi las ocho de la tarde
, pensó. Con la tranquilidad de que no iba sacar a nadie de la cama, marcó el número internacional. No tardaron en responder.

—¡Amigo Ariosto! —La voz al otro lado sonaba jovial—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo estás?

—Muy bien, querido Hoffmann —respondió—, espero que la familia esté bien.

—Sí, sí, muy bien, gracias —el alemán se esforzaba en hablar en español, se había casado con una argentina años antes. Su origen le traicionaba, la última palabra sonaba como
ghrrassiass
—, ¿No me dirás que me llamas para decirme que te casas?

La pregunta pilló a Ariosto desprevenido. Tenía la cabeza en otras cosas y se asombró de que el alemán mantuviera su vieja obsesión —compartida por sus tías— de verle pasar por la vicaría.

—No, no lo siento, amigo mío —no pudo evitar una sonrisa, Hoffmann era hombre tenaz—, me parece que va a tener que esperar un poco más. Le llamo porque estaba dándole vueltas a una idea que me ronda la cabeza. ¿Se acuerda de Maroni, verdad?

—¿Maroni?, ¡pues claro!, era físico, como yo, y muy bueno, por cierto. No era muy simpático. A veces un arrogante capullo, pero brillante. Un capullo brillante, eso es. Fue una pena lo de su muerte.

—Estuvo en el entierro, ¿no es así?

—Sí, es verdad, coincidió que yo estaba en Italia cuando ocurrió. Y menos mal, porque en la ceremonia fuimos…, cómo dicen ustedes, los españoles, cuatro perros…

—Cuatro gatos… —aclaró Ariosto.

—Sí eso. ¿Sabías que no tenía familia directa? Nuestro Maroni estaba solo en la vida. Al menos yo pude darle el último adiós.

—Creo recordar que murió en un accidente… —terció Ariosto.

—Efectivamente. Su coche se despeñó en una de las peligrosas curvas de la estrecha carretera costera de la
costa liguria
, cerca de Cinque Terre. El automóvil quedó destrozado y fue rescatado del mar al encontrarlo unos pescadores un par de días después. Viendo cómo quedó la carrocería, lo mejor que pudo ocurrir es lo que ocurrió.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que nunca se encontró el cadáver… ¿no lo sabías?

Ariosto, lívido, se despidió del alemán, prometiendo contactar con más frecuencia. Una duda acuciante había tomado forma durante la conversación. Tomó el mensaje electrónico que había recibido Sandra y buscó el nombre del correo. Lo leyó en la pantalla del ordenador: [email protected].

Uno-ce-dos-cuatro… Aunque lo parecía, no era una secuencia numérica. Cambió la forma de las letras a cursiva:
l
c2439@
hotmail.com
.

Su sospecha inicial se confirmó, la letra inicial no era un uno, sino una ele. Ele-ce-veinticuatro-treinta y nueve. Era una cita del evangelio. Lucas, capítulo veinticuatro, versículo treinta y nueve. Todos los detalles de aquel correo tenían un significado, y la forma de identificarse del autor del envío no podía ser menos.

Se acercó a la biblioteca y extrajo una Biblia. Saltó las páginas hasta que llegó al evangelio de san Lucas. Al poco dio con el texto que buscaba:

«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo».

Como se temía, era una referencia a Jesús resucitado. De una forma figurada, alguien le estaba enviando el mensaje de que volvía de la muerte.

12

La Laguna, sábado. 03:10 horas.

—¿Y dices que el secuestrador te va a utilizar como única interlocutora? —La mirada de Galán mostraba un escepticismo profundo—. ¿Como en el
Código da Vinci
?

—No ocurre así en el
Código da Vinci
, sino en
Ángeles y demonios
—respondió Sandra, un poco cansada—. El malo de la novela utilizaba a una unidad móvil de televisión para filmar cada asesinato. Mi caso tiene un cierto parecido, lo reconozco. No sé, será que a nuestro villano le gustan los
thrillers
.

Galán se encontraba en su despacho minimalista de la comisaría de La Laguna —apenas una mesa, un ordenador, dos sillas, un calendario semitachado y una amarillenta circular sindical colgada de un panel informativo— acompañado de Sandra y Marta. Estaba tomando declaración a la periodista, de forma que la Policía tuviera un documento base para la investigación. El resumen de lo ocurrido en la última hora quedó listo en tres folios. Galán adjuntó una copia del correo electrónico del secuestrador y esperó. El comisario jefe debía de estar a punto de llegar. Siguiendo sus instrucciones, no avisó a nadie hasta que se formara el grupo de crisis policial.

Intentó encontrar alguna pista con los datos de que disponía hasta ese momento. Un grupo —el mensaje decía
en nuestro poder
— había secuestrado al nuncio y solicitaba un rescate. Daban de plazo sólo cuatro horas a partir de las dos, de las que ya había transcurrido una.

No había tiempo para encontrar el origen del correo electrónico. La compañía propietaria del correo, Microsoft, podía certificar a qué IP, o lo que es lo mismo, a qué
router
estaba conectado el ordenador desde el que se envió el mensaje. Lo malo era que los certificados tardaban semanas, y había que pedirlos con orden judicial. Y en muchas ocasiones lo único que se conseguía era averiguar que el
router
, es decir, el pequeño aparato con que el ordenador se conectaba a Internet, era un
Wi-fi
público, como el de los aeropuertos, restaurantes y algunas zonas de ocio con conexión gratuita.

Por otro lado, era inútil plantearse organizar cordones policiales, ya que no sabían la hora del secuestro. Entre las diez de la noche y las dos de la mañana. Los secuestradores podían haber dado la vuelta a la isla varias veces. Y el secretario del nuncio no servía como testigo. Seguía durmiendo como un bendito en la ambulancia donde un par de médicos entusiastas —¿estarían de prácticas?— habían revisado sus constantes.

También era importante el tema del dinero. Debía de ser entregado en una sucursal bancaria de una remota isla de la Micronesia, de la que no estaba seguro de que siquiera tuviera relaciones diplomáticas con la Unión Europea. Había comprobado el dato en Internet. Las oficinas de aquel pequeño paraíso fiscal cerraban a las cuatro, justo a las seis de la madrugada hora canaria. Posiblemente alguien conectado a la red desde cualquier punto del globo estaría pendiente del ingreso y lo transferiría de inmediato a otro paraíso fiscal, y de éste a otro. Seguir la pista duraría semanas, si es que podía seguirse. La cuenta debía ser numerada, sin titular físico, o a nombre de una corporación fantasma de algún país asiático. Ya había tenido noticia de este tipo de operaciones. Por ahí no veía mucho recorrido, al menos
a priori
. El problema principal era que este tipo de investigación requería tiempo y paciencia, y eso era precisamente de lo que carecía.

La otra pista era el acento italiano del secuestrador. Italiano… ¿Podría haber alguna relación entre el secuestro y el abandono del coche que presenció esa misma noche? Estaba tan a ciegas que no podía descartar nada. Pensar en conseguir la descripción del tipo que alquiló el coche y rastrearlo en la INTERPOL significaba sacar de la cama al director de la empresa de alquiler, averiguar quién y cuándo se entregó el coche y a qué persona. Veía difícil seguir ese rastro en plena madrugada.

El caso es que el maldito secuestro estaba bien planeado. No dejaba tiempo a la reacción. Cuatro horas no eran nada. El asunto escapaba a sus posibilidades, y a menos que al jefe se le ocurriera alguna genialidad —que era posible pero nada probable—, la cuestión se centraría en el pago del rescate. Pero eso incumbía al Vaticano, nada menos. Esta noche los teléfonos iban a echar humo.

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