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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (5 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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Al final del pasillo, y junto a una espléndida escalera de piedra que descendía al piso bajo, se enfrentaron a una pared de cristal traslúcido que llegaba hasta el techo. Era el acceso al despacho y a los aposentos privados del obispo. Esta vez la puerta se encontraba cerrada. El experto en aperturas se acercó y comenzó a trastear con sus herramientas. Trabajaba rápido y con cierta comodidad. Sabía que no había alarmas en aquel lugar del edificio. Medio minuto después el pasador dio una vuelta sobre sí mismo y el cristal se abrió.

El grupo tuvo acceso a otro ancho pasillo paralelo a la zona de trabajo del rector de la diócesis que desembocaba en la curiosa capilla del obispo —un gigantesco mosaico neobizantino en que la Virgen y los apóstoles amenazaban con envolver a cualquier visitante que entrara inadvertido—. Dejaron de lado la capilla y se centraron en la puerta extrema del pasillo. Dos macizas hojas de roble daban paso a un elegante salón de reuniones anexo al despacho obispal. Estaba abierta. Si los datos que poseían eran ciertos, en la siguiente estancia, tras el despacho, se encontraría el dormitorio del secretario del nuncio, su mano derecha. Rodearon un enorme escritorio de madera tallada con tres sillas tapizadas de púrpura que la enfrentaban y se asomaron a una puerta entornada. Los visores nocturnos enfocaron a un hombre acostado que dormía tranquilamente en una cama alta de hierro. El primero de los hombres se acercó, sacó de una riñonera una pequeña pistola de dardos y realizó un disparo al brazo de aquel hombre a corta distancia. Este notó el pinchazo, pero no llegó a despertarse, murmuró una queja mientras se giraba totalmente en la cama. Siguió durmiendo, pero esta vez narcotizado.

Pasaron al siguiente dormitorio, la última estancia de aquel lado del edificio. En una cama con dosel roncaba suavemente el objetivo del grupo, el nuncio papal. De igual manera que con el secretario, los hombres rodearon la cama y el portador de la pistola destapó la sábana que cubría hasta el cuello al sacerdote. A la vista del brazo, el asaltante disparó con cuidado de no fallar. Esta vez el receptor del impacto comenzó a despertarse.

El narcótico —una dosis especial de clorhidrato de ketamina— funcionaba en pocos segundos, pero había que evitar que el objetivo se despertara. El hombre que estaba a su izquierda echó mano de su riñonera y sacó una pequeña cachiporra que abatió profesionalmente sobre la sien del cura. Un leve gemido surgió de la garganta del nuncio, antes de quedar totalmente exánime en la cama, inmóvil.

El tercer hombre desplegó una enorme bolsa de tela que llevaba en una pequeña mochila mientras los otros dos procedían a atar y a amordazar a la inconsciente víctima. Después levantaron al nuncio en vilo y lo colocaron dentro de la bolsa. Sólo se oyó el cierre de la larga cremallera un segundo antes de que el más corpulento de los agresores se colocara la bolsa al hombro, como un fardo.

La salida era, en teoría, más fácil. No había que abrir más puertas. Sólo cerrarlas. Al pasar por el pasillo que daba al patio central del edificio dejaron la bolsa en el suelo y la arrastraron suavemente sobre la pulida madera. El vigilante, que se mantenía apenas despierto soportando un programa basura en el pequeño televisor portátil que descansaba en su mesa, no se percató de los movimientos que se producían en la planta alta.

Los asaltantes salieron al patio trasero y el nuncio volvió a ser subido al hombro de uno de su captores. Bajaron rápidamente la escalera y salieron de nuevo al exterior. La residencia de sacerdotes seguía igual de oscura que pocos minutos antes. Llegaron a la puerta del aparcamiento y la abrieron, dejándola entornada. Al cabo de medio minuto reapareció el mismo automóvil negro y se subió a la acera. Una vez comprobado que no hubiera miradas indiscretas en la desierta vía, los asaltantes se despojaron de los visores y pasamontañas, abrieron el maletero posterior del auto y el más fuerte depositó en él la carga que portaba. Cerraron el capó y subieron al coche. El
Audi
inició la marcha suavemente, bajando de la acera y enfilando, sin prisas, la calle abajo.

El conductor miró su reloj, la operación había durado cinco minutos y treinta y seis segundos, una marca aceptable. Sentía el clásico hormigueo de los grandes acontecimientos. De nuevo, la partida había comenzado.

8

Santa Cruz de Tenerife, sábado. 01:59 horas.

A Sandra sólo le faltaba colocarse pinzas en los párpados para no dormirse. El día había sido duro y no había podido acabar el reportaje hasta las nueve, cuando ya era de noche. La concentración había sido tan profunda que como recuerdo del esfuerzo le había comenzado un creciente dolor de cabeza. Llegó a casa, se duchó y cenó el contenido del primer plástico de comida preparada que encontró en el congelador —bendito microondas— aliñado con una dosis de ibuprofeno. Llevaba cuatro horas de zapeo descontrolado —hay que ver lo que ponen los viernes por la noche—, para acabar viendo un partido de tenis del cual se enteró que no era en directo —sino una reposición de tres semanas antes— al llegar al
tie break
del tercer set.

Tenía el portátil encima de la mesa de centro del salón, con el correo electrónico ocupando toda la pantalla. Desde las dos menos cuarto había estado entrenando el difícil ejercicio de tener un ojo en el ordenador y otro en la televisión, y comenzaba a ponerse nerviosa. Sandra dio un respingo cuando entró un mensaje. Lo abrió compulsivamente: publicidad de un juego de póquer online. ¿Quién diablos se entretenía a esas horas en enviar publicidad de algo así? Desde luego que se habían equivocado con el destinatario. Sandra ni siquiera sabía distinguir un ful de una escalera.

Entró otro mensaje. Este sí era el que estaba esperando. El remitente era el mismo, [email protected]. El título era un descorazonador
sin asunto
. Llevaba adjunto un fichero relativamente grande, de un par de megas. Pulsó con rapidez la apertura y esperó ansiosa a que apareciera el contenido en la pantalla.

Al Vaticano.

El nuncio Hesse está en nuestro poder. Estas son las condiciones de su rescate. Veinte millones de euros a ingresar mediante transferencia en la cuenta 010-983 17866 del Vanuatu Pacific Bank antes de las 06:00 a. m., del meridiano de Greenwich y hora de cierre de sus oficinas.

Una vez comprobada la transferencia, daremos instrucciones para liberarlo. El nuncio se halla en un lugar estanco que tiene oxígeno suficiente para su supervivencia durante cuatro horas a partir de ahora. Que viva o muera está en sus manos.

IN CIRCVLO PLATONICO.

Sandra cerró la boca a la tercera lectura del texto. Si era una broma, el que la hacía llevaba todas las papeletas para ganarse unas pulseras con cadenita, de ésas que pesan un kilo y reparten los polis.

Como aquello no acababa ahí, pinchó en el fichero adjunto y esperó a que se abriera. Tenía formato
AVI
, por lo que se trataba de un video. Se abrió el programa y en la pantalla apareció un fondo oscuro borroso. La imagen se enfocó poco después y Sandra distinguió en la penumbra, de frente, a un hombre sentado en una silla —los brazos parecían estar atados a la misma—, con la cabeza caída a un lado, inconsciente. La cámara se acercó al rostro, de forma que se vieran claramente las facciones. Y ahí acabó todo. La imagen de la cabeza ladeada de un tipo durmiendo quedó congelada al final del video, igual que el ánimo de la periodista.

Aquel hombre podía ser perfectamente el nuncio. Había estado toda la tarde viendo sus fotos. Sandra no sabía si el sillón en el que estaba sentada se había dilatado o era ella la que se empequeñecía por segundos. Mil pensamientos pasaron por su cabeza

pobre hombre — vaya notición — ¿Lo sabrá alguien más? — ¿Qué diablos hago ahora?

Intentó serenarse durante treinta segundos…, y no pudo. Estaba claro que el secuestrador la estaba utilizando para que el mensaje llegara a las autoridades. ¿Qué autoridades? Estaba dirigido al Vaticano.
¿Dónde tengo apuntado el móvil del papa?
, se dijo, riéndose de pura histeria.

Vayamos por partes
—reflexionó cuando la risa se convirtió en un suspiro—.
¿Quién debe saber esto primero? ¿La policía? ¿El obispo? ¿Su jefe?
Eso era, el primer paso debía ser llamar al jefe, que para eso le pagaba a fin de mes. Si no lo hacía así, el cheque corría peligro de extinción. Sandra buscó el número en la agenda del móvil y pulsó la llamada. Miró la hora, las dos y cinco. Vaya sorpresita que se iba a llevar. Al noveno timbrazo descolgaron.

—¿Quién coño es? —La voz sonaba pastosa e irritada tras unos segundos de silencio. El director Núñez estaba con toda seguridad en su primer sueño y no estaba tan lúcido como para mirar en la pantalla del teléfono quién llamaba.

—Jefe, soy Sandra —intentó hablar sin atropellarse—, acabo de recibir en exclusiva la noticia de que han secuestrado al nuncio. Ahora, aquí, en La Laguna.

El interlocutor de la periodista no contestó de inmediato, necesitó sus buenos diez segundos para asimilar lo que había escuchado.

—Sandra, sabes que te aprecio mucho, pero no me hagas esto, que mañana hay que trabajar.

—¡Jefe!, no es ninguna broma —la voz de la joven comenzaba a notarse alterada—, me lo han comunicado por email con un video donde aparece el nuncio atado y sin sentido.

—Te están tomando el pelo… —La voz del jefe, más despierta, sonaba condescendiente—. ¿No habrá sido tu amiguito Fabio Méndez? Esto huele a encerrona para dejarte en ridículo.

—Méndez no es amigo mío, ya lo sabe —Sandra ya estaba alterada—, y el video tiene todos los visos de ser auténtico. ¿Qué hago? ¿Llamo a la policía?

—Oye Sandra, haz lo que te dé la gana. —El jefe comenzaba también a estar cansado de la conversación—. A estas horas no me apetece que tus admiradores me tomen el pelo también a mí, así que cuelga y no me llames hasta que hayas confirmado la noticia. ¿Entendido?

En el teléfono de Sandra se escuchó un clic y después el silencio.
¡Me ha colgado! ¡El muy capullo!
No se lo podía creer. Estaba ante la noticia del siglo y el muy miope no era capaz de verla.
Estaba clarísimo… ¿O no?
Tal vez fuera realmente una broma. Muchos colegas no habían digerido bien su rápido ascenso a redactora jefe. Además, había visto cientos de falsificaciones en videos y fotografías que parecían reales. Volvió a revisar el mensaje y la grabación de imagen en el ordenador. Parecía tan real…

Resolvió llamar a la policía. Si aquel montaje era cierto, un tipo lo estaba pasando mal. Y si no, pues ya vería como escapaba. Una voz cansada respondió en el 091.

—Comisaría de guardia, Dígame.

—Soy Sandra Clavijo, periodista del
Diario de Tenerife
, y he recibido una comunicación en la que me indican que han secuestrado al nuncio.

—Perdone, no le he entendido —la hora hacía estragos—. ¿Puede repetirlo, por favor?

Sandra repitió la historia con otras palabras.

—Mire señorita, son las dos y pico de la madrugada —se notaba en la voz una leve indignación contenida—. Tenemos cuatro o cinco borrachos que están dando la lata en los calabozos desde que llegaron y me está empezando a doler la cabeza. Aquí estamos sólo los agentes de guardia, y si usted cree que lo que me ha contado es competencia de la policía, acérquese a comisaría y presente la correspondiente denuncia. Si no es así, espérese a mañana, que seguro que será un día mejor. Buenas noches.

Sonó de nuevo el familiar clic y la comunicación se cortó.
¡Me han colgado de nuevo! ¿Pero es que nadie se da cuenta de que se trata de una emergencia?

Sandra intentó salir de la indignación y estupor que la invadían. ¿A quién podía acudir que le hiciese un poco de caso? No necesitó pensar mucho… Galán, eso era, Antonio Galán, el inspector del caso de los túneles. Hacía tiempo que no hablaba con él ¿Tenía su móvil? Rogó para que así fuera. Buscó en la agenda la letra «g». Salió el primero. Sin pensárselo dos veces, pulsó el botón de llamada.

9

La Laguna, sábado. 02:15 horas.

No hacía más de diez minutos que Galán había conciliado el sueño cuando sonó el timbre de su móvil. Abrió los ojos y por un momento no recordaba dónde estaba. En unos segundos reconoció el dormitorio del piso de Marta, donde había acabado la noche.

Después del incidente con el coche de alquiler, habían cenado en
El Jardín del Hada
, en la mesa de la esquina, al lado de un enorme árbol inspirado en
El bosque animado
dibujado en la pared. La cena había transcurrido muy tranquila y agradable, acorde con el local, arropada con un espléndido vino blanco afrutado de Güímar.

Luego, por la insistencia de Marcos, el gerente de
El Kastillo
, acabaron tomando una copa en el curioso edificio con almenas que destacaba entre las palmeras, al comienzo del Camino Largo. Se festejaba allí la inauguración de una exposición colectiva de fotógrafos locales, y una de los protagonistas del evento era amiga de la arqueóloga.

Aquello estaba lleno. Entre empujones y saludos a los conocidos, pasaron un par de horas en las que el policía, tras un buen Capitán Morgan con cola, tomó como segundas copas varias insulsas tónicas con hielo. Marta, sin mayor problema, dio cuenta de un par de
gin-tonics
al estilo margarita, con sal y limón en el borde de una copa balón.

Marta se encontró con una amiga de la infancia, Reyes Dorta, una chica morena y simpática que también era su dentista, y se pusieron a parlotear interminablemente de unas conocidas comunes que Galán no recordaba. El policía procuró no abrir la boca, sabía que corría el peligro de recibir algún consejo de ortodoncia, y a su edad ya no le apetecía ponerse aparatos en los dientes. Cuando las mujeres agotaron el repertorio de amistades y la paciencia de Galán, fue el momento en que se acabaron los canapés y la cosa comenzó a decaer. Se despidieron de Reyes y a pesar de la hora, todavía aguantaron un rato más, apoyando a los fotógrafos —que no se iban—, hasta que, en un momento dado, el cansancio pudo más y todos decidieron marcharse.

Del Camino Largo a San Benito —donde vivía la arqueóloga— apenas hay cinco minutos en coche, y Marta propuso tomar la penúltima en su casa, como otras veces.

Y como otras veces, Galán y Marta se dispusieron a recuperar el tiempo perdido desde aquella lejana época de estudiantes en que tuvieron un primer escarceo amoroso que quedó en nada durante muchos años. Sus vidas se volvieron a entrelazar unos meses atrás, a causa del terrible caso del asesino en serie, y el lazo seguía firme desde entonces.

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