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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

El Círculo Platónico (6 page)

BOOK: El Círculo Platónico
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La pasión de los primeros días dio paso a la búsqueda de un romanticismo compartido, sosegado, suave y dulce. Un poco anticuado, pero que satisfacía a ambos. Seguían viviendo por separado, cada uno con su vida, pero haciendo planes continuos para compartir las horas de ocio. Esta vez había tocado en casa de Marta, y aunque a Galán no le terminaba de gustar el mullido colchón del dormitorio —se hundía excesivamente—, no le importaba sacrificarse un poco en aras de la continuidad de la relación.

Galán miró a Marta y admiró su capacidad para seguir durmiendo a pesar del escándalo que producía el insistente timbre de su teléfono portátil —modo clásico, para que sonara más fuerte—. Esperó unos instantes, deseando que el impertinente sujeto que llamaba se cansara. Pero no, el horrible sonido continuaba, por lo que no tuvo más remedio que coger el móvil. Observó la pantalla:
Sandra Clavijo 2:15
, y no supo cuál de ambos datos le sorprendió más.

—Hola, Sandra —las primeras palabras surgieron trabadas y pastosas, a juego con su estado físico—. Me imagino que tienes una buena razón para llamar a esta hora. —Galán no pudo evitar un ligero tono de irritación. Si hubiera llamado media hora antes, el tono no habría sido tan ligero.

—Buenas noches, Antonio, lamento haberte despertado. —Sandra hizo una pausa—. Estabas dormido, ¿no?, como no oigo a Marta.

—Muy graciosa estás de madrugada. Me imagino que no habrás llamado a mi móvil para hablar con ella.

—No, perdona. Déjala dormir. Ahora sin bromas —la voz de Sandra adquirió una brusca seriedad—, te llamo porque no tengo claro a quién acudir ante una situación que se me escapa de las manos.

Sandra hizo una descripción de lo sucedido con el correo electrónico en apenas minuto y medio. Omitió la falta de interés de su jefe y aumentó el relato de la desidia policial. Galán no pudo evitar que le invadiera el escepticismo ante aquella rocambolesca historia. Sin embargo, sabía que Sandra era buena en su trabajo, y había aprendido a respetar las intuiciones femeninas.

—Por lo que me cuentas —respondió Galán—, es fácil salir de la intriga. Sólo hay que acercarse al obispado y comprobar que el nuncio esté allí.

—Sí, pero no lo veo tan fácil. Me imagino que el que abra la puerta no va a dejar pasar a la primera loca que quiera subir al dormitorio de un cura, y menos si soy yo, que no he ido a la peluquería en toda la semana.

—Te hace falta una placa oficial que al enseñarla te pueda abrir las puertas, ¿no es eso?

—Pues ya que lo dices…, no me parece mala idea. ¿Te parece si nos vemos en el obispado dentro de diez minutos?

—¿Diez minutos? —Galán calculó el tiempo que él tardaría en llegar, más o menos ese lapso, pero a Sandra, estando en Santa Cruz, no lo creía—. ¿Te dará tiempo a llegar?

—Creo que sí, ya estoy en camino —se oyó una débil risita de fondo al acabar la frase.

—¿No estarás hablando por el móvil y conduciendo, verdad?

—No, estoy conduciendo y usando el
manos libres
. Nos vemos en diez minutos. Hasta luego.

Tras colgar, Galán intentó hacer memoria y no recordaba que Sandra tuviera
manos libres
en su coche. La verdad es que era incorregible. Se imaginó que a Marta no le importaría que ayudara a Sandra a salir de su inquietud. Se deslizó fuera de la cama, cogió su ropa y entró en el baño, a vestirse. Un minuto después apagó la luz y salió furtivamente, tratando de no hacer ruido.

Galán se sobresaltó cuando vio la cama vacía. Giró la cabeza y descubrió a Marta de pie en la puerta del dormitorio, completamente vestida y preparada para salir.

—¿No pensarías irte sin mí? —preguntó.

10

La Laguna, sábado. 02:30 horas.

El segurita de noche del obispado se llamaba Manuel —Lolo para los amigos y para todos los que estaban por encima en el escalafón laboral—, y era conocido porque se ceñía estrictamente a las reglas. Se había aprendido de memoria el protocolo de seguridad y sus compañeros decían que había ocupado con ello toda la capacidad de almacenaje de su cerebro. La verdad era que Manuel era un poco corto, pero apenas se le notaba. Esta falta de profundidad intelectual se compensaba con una precisa agilidad a la hora de teclear al teléfono a la menor dificultad. Las operadoras de las fuerzas policiales ya lo conocían. De hecho circulaban chascarrillos entre ellas por su rapidez en desenfundar el auricular. El obispo, un tipo inteligente, sin duda, había descartado a otros candidatos al puesto por parecer más despiertos. «Se hubieran distraído en su trabajo», explicaba a sus atónitos ayudantes del proceso de selección. Y el tiempo dio la razón al prelado. El elegido se había revelado como un competente vigilante, por lo menos hasta esa noche.

Manuel acababa de cambiar la pila del mando a distancia —agotaba una cada semana— del pequeño televisor que le acompañaba fielmente noche tras noche, cuando sonó —le pareció que atronaba— el timbre de la entrada.
Viernes por la noche
—pensó—,
seguro que son unos estudiantes borrachines dando la lata una vez más
. Dio un salto sobre su gastada silla con ruedines y se asomó cauteloso a la calle por la ventana de su cubículo. A través de los barrotes que la protegían, observó a un hombre y a dos mujeres que esperaban ante la puerta de hierro.
¿No pretenderían entrar, verdad?

—Está cerrado —dijo Manuel, solemnemente, acercándose a la entrada.

—Antonio Galán, inspector de Policía —Galán sacó su placa y la exhibió al empleado, que se puso bizco tratando de leer los grabados—. Tengo que comprobar una llamada de emergencia. ¿Es tan amable de abrirme?

—Perdone —repuso con displicencia el segurita, metiendo los pulgares en el cinturón—, pero tengo órdenes de no abrir a nadie, salvo a los bomberos, que esos sí que tienen la puerta abierta en este edificio.

Galán miró irritado al guardián. Lo menos que esperaba era encontrarse con un obstáculo burocrático de uniforme en aquel lugar y a aquella hora. Notó el encuentro de las miradas burlonas de ambas mujeres a su espalda. A ver cómo salía de ésta.

—Perdone usted —Galán intentó ser lo más sociable que pudo—, le repito que soy policía y que tengo que entrar en el edificio con urgencia. Es posible que haya alguien en peligro.

—Oiga, llevo toda la noche aquí y le puedo asegurar que no ha pasado nada. —Manuel se sentía satisfecho de su saber estar ante aquel tipo. Realmente no tenía pinta de policía. Recordó algo que había visto en una película de detectives y que siempre había querido decir—. Vaya a por una sentencia judicial si quiere entrar aquí.

—Se dice orden judicial —Galán comenzaba a taladrar con una mirada exasperada al vigilante—. Óigame, tengo información que dice que el nuncio podría estar en peligro, ¿por qué no comprueba si está en su dormitorio?

—¿Se cree que estoy loco? Si despierto a algunos de esos jefazos del Vaticano sin una razón muy fuerte, tengo los días contados. —Manuel estaba cada vez más amoscado—. ¿Por qué quieren saber si el nuncio está en un sitio u otro? Estará donde le dé la gana. Si cree que le voy a llevar a su dormitorio, y además con dos mujeres jóvenes, es que está mal de la cabeza. ¿Sabe lo que diría la prensa si descubrieran que el nuncio recibe señoritas en su dormitorio a las dos de la madrugada?

—Yo soy periodista… —dijo tímidamente Sandra.

—Pues peor todavía, olvídese de entrar —respondió Manuel, tajante.

Galán se volvió a sus acompañantes. Habría que puentear de alguna manera al segurita sin pensar siquiera en molestar a un juez para ello.

—Este tipo es peor que un político, no hace caso a ningún argumento. ¿A alguna se le ocurre algo?

—Sé que no te va a gustar —respondió Sandra—, pero, ¿y si llamamos a algún cura del obispado? ¿Conocemos a alguno?

A Marta le vino a la mente el padre Damián, un cura de los del concilio de Trento, con sotana y todo, pero dudaba de que prestara su ayuda fácilmente después de lo que ocurrió en la Catedral hace unos meses. Todavía no había devuelto el angelito de bronce reparado.

—Se me ocurre alguien que conoce a las personas en que estamos pensando —dijo Marta.

—Sí, Luis Ariosto —respondió Galán—, yo también me he acordado de él. Pero… ¿quién es el valiente que le llama a esta hora para que localice a alguien del obispado? Recuerda que mañana tiene la inauguración de la exposición.

Marta zanjó el problema sacando su móvil multiusos —como ella lo llamaba—, y tecleó el número una vez lo encontró en la memoria. No daba un euro porque le respondiera a la llamada, pero lo intentó.

Ariosto no dormía, se había despertado una media hora antes, y estaba desvelado. Se sentía intranquilo, muy posiblemente debido a la tensión de los últimos días. Los preparativos habían sido minuciosos y los colaboradores de la exposición no siempre llegaban a estar a la altura de los planes iniciales. Sin embargo, al final, todas las previsiones se habían cumplido y por ello —se decía— no había razón para no estar relajado. Por lo menos hasta ese momento. De hecho, casi fue un alivio que sonara el teléfono para hablar con alguien, aunque fuera a aquella hora tan extraña.

—¡Querida Marta! ¡Qué agradable sorpresa! —La voz de Ariosto sonó fresca y despierta en el móvil, para asombro de la arqueóloga—. Espero que su llamada no obedezca a algún problema de consideración.

Marta no se había olvidado de aquella forma tan especial de hablar de Ariosto, tratando siempre de usted a sus amistades. Su correcto manejo del lenguaje producía la impresión de que hubiera escrito previamente lo que iba a decir.

—Buenas noches, Luis —Marta hablaba con cierta prevención, tanteando el terreno—, sé que no es hora de llamar a nadie, pero tenemos un problema, y tal vez nos puedas ayudar.

—¿Tenemos un problema? Eso es que afecta a varias personas. Temo sus llamadas porque siempre acaban intrigándome. ¿De qué se trata?

—Te paso a Sandra, que está más metida que yo en el asunto.

Ariosto no pudo reprimir la sorpresa. ¿Qué hacían Marta y Sandra juntas a aquella hora?

—Querida Sandra, no creo que me llame a esta hora por algún problema en la maquetación de nuestro libro, ¿no es cierto?

El libro sobre los sucesos del caso del asesino en serie ya estaba punto de publicarse. Habían trabajado duro en los últimos meses y sólo quedaban pendientes algunos aspectos técnicos que Victoria, su eficiente maquetadora, se encargaría de resolver en tiempo récord, como siempre.

—Pues, no. Se trata de algo que puede ser mucho más serio.

La periodista puso al corriente rápidamente a Ariosto. A petición de éste, le leyó el texto impreso del correo electrónico. Sandra no pudo apreciar la palidez que se apoderó del semblante de Ariosto al otro lado de la línea cuando leyó la última frase.

—¿IN CIRCVLO PLATONICO ha dicho?

—Sí… ¿te dice algo?

Ariosto tardó en responder. Aquella frase era exactamente la misma con la que comenzaba la carta que doña Adela le había entregado aquella tarde. Un escalofrío recorrió su espalda.

—Es posible —contestó con voz contrariada—. Pero por ahora lo importante es descartar esa noticia tan descabellada. El secuestro del nuncio podría conllevar unas consecuencias que no podemos prever. Me encargo de llamar al obispo. Esperen ahí unos minutos.

Los tres esperaron pacientemente frente a la enorme puerta que daba a la calle de San Agustín. La enmarcaban dos parejas de dobles columnas corintias de la misma piedra negra de que se componía toda la fachada, dándole de noche al conjunto un aire amenazador. Doce interminables minutos después sonó el teléfono del cubículo del vigilante. Oyeron lejanamente a Manuel repetir cinco veces
sí, señor
—con un servilismo extremo—, antes de que colgara. A continuación, apareció con las llaves de la puerta con aspecto atribulado y confuso.

—Por favor, me han dicho que pase sólo el policía —musitó, abriendo la cerradura de la verja—. Las señoritas mejor se quedan aquí, en la entrada. Espero que comprendan el problema que se podría crear.

Sandra y Marta refunfuñaron, pero no quisieron forzar la situación. El guardia, seguido de cerca por Galán, cruzó el patio, pasó al lado de la fuente donde se aburrían unos peces colorados y subió por la gran escalera de piedra que se encontraba al otro lado. Una vez arriba, llegaron a la pared de cristal que daba acceso a la zona noble del obispado. Manuel pulsó un par de veces un timbre que existía a la izquierda de la puerta, junto a un plano de evacuación del edificio que quedaba un tanto fuera de lugar en aquel entorno clásico. Nadie respondió.

—Abra la puerta —conminó Galán a Manuel—, ya han tenido tiempo de despertarse. ¡Rápido!

Manuel intentó dilucidar en el enorme manojo de llaves que colgaban de un amplio aro metálico cuál era la que abría aquella puerta. La mirada del policía le ponía nervioso, por lo que tardó unos segundos más de lo esperado. Por fin la cerradura recibió la llave correcta y se abrió.

Los hombres traspasaron el umbral y accedieron al ancho pasillo que cruzaba el ala este del edificio. No se oía nada. Observaron que la puerta del fondo estaba abierta. Con cautela se asomaron al otro lado, a la sala de reuniones que servía de antedespacho del obispo. Ningún movimiento. Avanzaron a través del despacho y llegaron al dormitorio del secretario, que roncaba suavemente en su cama. Manuel dirigió una mirada a Galán que expresaba un
ya se lo había dicho-qué hacemos aquí-vámonos antes de que se despierten
. El policía acercó el índice a los labios y señaló el dormitorio del nuncio.

Se acercaron sigilosamente y empujaron la puerta entreabierta. La gran cama de dosel se encontraba vacía, las sábanas y la manta por el suelo, las gafas del nuncio en la mesilla de noche y las zapatillas al pie de la cama. La ropa y el calzado permanecían en el armario. No parecía faltar nada. Galán giró la vista a su derecha, el baño también estaba vacío.

—Despierte al secretario —ordenó Galán.

Manuel, perdido por completo cualquier atisbo de la arrogancia de que hacía gala tan sólo diez minutos antes, obedeció sumiso y pasó al otro dormitorio. Se acercó a la cama y tocó en el hombro del durmiente. Del toque pasó al arrullo y posteriormente a un zarandeo vigoroso.

—¡No se despierta de ninguna manera! —Manuel miró a Galán, esperando algún tipo de ayuda—. ¡Ay madre!, me parece que voy a tener problemas.

—No, amigo —respondió Galán con cara de pocos amigos—, no vamos a tener problemas. Ya los tenemos, y de los buenos.

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