—¿Valido?, soy Galán —dijo—, ¿Puedes comprobarme en la INTERPOL una identificación?
—Jefe, se supone que es su día libre —respondió el otro policía—. Sabe que no va a cobrar estas horas extras, ¿verdad? Si espera un minuto lo consulto, estoy en el ordenador.
Galán le comunicó los datos del conductor y esperó a un lado del vehículo. En aquel momento llegaron varios policías locales y una ambulancia. El ruido le obligó a desplazarse unos pasos para escuchar la respuesta de Valido. Marta le hacía señas de que había que volver a su coche, el tráfico se reanudaría en minutos. Galán le pidió con un gesto que aguardara un instante.
—Jefe —la voz de Valido volvió a escucharse en el móvil—, ¿No será usted el que está de broma? Según la base de datos de las policías europeas, este tipo no puede estar en Tenerife. Murió en Sicilia en un tiroteo con la policía hace casi un año.
El desconcierto inicial que sufrió Galán con la noticia dio paso a la inquietante sensación de que aquel asunto sin aparente importancia podía traer complicaciones inesperadas.
El policía volvió a su coche sin saber lo acertado que estaba.
Santa Cruz de Tenerife, Viernes. 22:00 horas.
Ariosto dejó caer con cuidado otro terrón de azúcar dentro del poleo menta que le había servido Adela. Al contrario que el de su hermana Enriqueta, éste no era amargo, pero necesitaba un punto de dulzura. Satisfecho de no haber provocado salpicadura alguna, se llevó la taza de porcelana francesa con motivos azules a los labios y sorbió en silencio con suma cautela. No era la primera vez que se escaldaba la boca. Sobre todo cuando Adela lo miraba fijamente con esa sonrisa beatífica que nada bueno presagiaba.
—Está buenísimo, querida tía —musitó Ariosto. A pesar de sus esfuerzos, se había quemado levemente la punta de la lengua—, como siempre.
—Me alegro, Luisito —dijo Adela con un orgullo no disimulado—. Lo que no entiendo es cómo puedes ponerte tanta azúcar, es tan perjudicial para la salud.
—De momento no tengo problemas de azúcar —respondió Ariosto, a la defensiva—, pero tomaré en cuenta tu advertencia. Tú tomabas azúcar con las infusiones —contraatacó—, me acuerdo perfectamente.
—¡Ah! —Adela se llevó el dorso de la mano a la frente, como rememorando—, eso fue hace años. Ahora me cuido mucho más, como sabes. Y últimamente, desde que me he puesto a dieta, el azúcar está desterrado de mi alimentación.
Ariosto no pudo evitar que una ceja se le contrajera y media sonrisa aflorara en su rostro. En la mesita de té destacaban unas galletas danesas en cuya superficie refulgían como diamantes unos diminutos granos cristalizados que no eran de sal, precisamente. Y Adela ya había dado cuenta de un par de ellas.
—¿Estás a dieta? —Ariosto inquirió con malicia—. Si no lo necesitas.
—Ay querido, tú siempre con la frase correcta. Eres un zalamero encantador. —Adela bebió a su vez de su taza el brebaje de color oscuro cuya composición siempre se negaba a facilitar—. Es que últimamente, con tanta celebración, he descuidado mi línea.
Ariosto no se había percatado de que la figura de Adela hubiera pasado de una viola a un chelo, sus curvas parecían las mismas. Siempre de punta en blanco, Adela Cambreleng era una señora de cierta edad cuya elegancia era muy comentada en la sociedad santacrucera. Las únicas arrugas que lucía eran unas inevitables patas de gallo —mejor pies de pavo real, decía— que se negaba a operarse, a pesar de que muchas de sus amigas lo habían hecho, y con ello habían conseguido unas inquietantes expresiones faciales. Adela Cambreleng, la tía Adela, como gustaba que la llamaran, era un brillante de edad indefinida —aunque de más de setenta— y de una elegancia a la antigua usanza. Todo el mundo lo sabía y lo aceptaba, unos con admiración antropológica y otros con envidia malsana. Su casa, decorada al estilo clásico —muebles de caoba y cerezo, cortinas beige y cientos de figuritas de porcelana desperdigadas por todas las estancias—, miraba al frondoso parque García Sanabria, y era uno de los principales centros de reunión de la sociedad sexagenaria de Santa Cruz. Todos los chismes y comentarios políticos y sociales de la capital necesitaban el
placet
de la propietaria antes de ver la luz en la calle.
—Mañana es el gran día —Adela abrió un nuevo tema de conversación—. ¿Está todo a punto?
—Creo que sí —respondió Ariosto—. Incluso podré disponer del
Mercedes
, que estaba en el taller. Pero siempre aparece algún detalle que no hemos previsto. Espero que sepamos improvisar si eso sucede.
—Seguro que no va a ocurrir nada malo, querido. Además, en cualquier caso, siempre contamos con la campechanía del obispo, que sabe salir airoso de las situaciones comprometidas. Y ese otro cura, el nuncio, ¿Qué tal es?
—Parece una buena persona. Mira a los ojos con limpieza, y eso es algo que dice mucho de su personalidad. Es buen conocedor del arte y posee una diplomacia innata. El Vaticano sabe escoger a sus embajadores.
—¿Y cuál es el orden de eventos? —Adela terminó la pregunta y disimuladamente echó mano a otra galleta.
—A las once habrá una misa de obra nueva oficiada por el obispo y por el nuncio, con lo que quedará reinaugurada oficialmente la Catedral, y a las doce, le tocará el turno a la exposición.
—¡La Catedral! —Adela suspiró—. Casi no me acuerdo de ella… ¿Cuántos años lleva de obras?
—Más de una década, por desgracia —respondió el invitado—. Ha sido como una larga travesía en el desierto para los laguneros, pero por fin está acabada.
—La verdad es que ya era hora… si hubiera sido el Ayuntamiento, lo habrían hecho en seis meses.
—Bueno… —Ariosto revisó mentalmente la frase de Adela—, creo que exageras. En la obra pública, ni siquiera con el Ayuntamiento se habrían dado tanta prisa como dices…
—De acuerdo, de acuerdo, no me hagas hablar de los políticos que no tengo ganas de tomarme la tensión. —Adela se sirvió un poco más del humeante líquido negro de su pequeña tetera—. ¿Otra pastita?
—No gracias, debo irme, querida —Ariosto hizo ademán de levantarse—. La cena ha estado exquisita. El lenguado a la
Meunière aux estragon
estaba fantástico.
—Gracias, Luisito ¿De verdad que no te apetece una copita de algo? ¿Cómo dicen los jóvenes?… ¿Un… chupito?
—Nada, nada, gracias, mañana debo estar despejado.
—De acuerdo —se rindió la anfitriona, que se levantó a su vez—, pero no se te ocurra recoger nada, que ya me ocupo yo. Por cierto, se me olvidó decirte que esta tarde un joven entregó un sobre para ti.
—¿Para mí? —Ariosto no pudo evitar mostrar interés por el asunto—. ¿Aquí, en tu casa?
—Pues… por lo visto sí. Dijo que no había nadie en la tuya y que como yo era de la familia…
—Pero… —Ariosto hizo memoria—, Fidela, la asistenta, ha estado en casa toda la tarde. ¿Cómo pudo alguien adivinar que yo vendría a cenar contigo esta noche?
—Pues la verdad es que no lo sé. Ni se me ocurrió preguntarlo. —Adela sonrió con el recuerdo—. Es que era un joven tan apuesto…
—¿Apuesto?
—Sí, sí, me recordó a ti. Con un traje elegantísimo azul oscuro y corbata púrpura, como debe ser. Aparentaba tu edad, más o menos. Poseía un misterioso acento extranjero y unas maneras educadísimas. Un bombón seductor, en suma.
Ariosto comenzó a estar intrigado. Que Adela considerara un bombón a un cincuentón como él era una opinión subjetiva que iba a pasar por alto, pero lo de extranjero no le cuadraba.
—¿Y dijo que me conocía?
—Bueno, no lo dijo expresamente, pero me pidió algo así como «¿Se lo entregaría a Luis?», de lo que deduzco que te conoce con cierta familiaridad. ¿No crees?
—Sin duda, pero ahora mismo no caigo en quién puede ser.
Adela se levantó y se acercó a una consola de caoba llena de portarretratos de plata de los que sobresalía un reloj con florecillas de porcelana y tomó un sobre que dormitaba en una bandejita rectangular con asas repujadas.
—Aquí lo tienes.
Ariosto tomó el sobre y lo examinó. Sólo su apellido aparecía escrito a mano en el anverso. Ante la curiosidad inquisitiva de Adela comenzó a abrirlo. Ariosto cruzó un instante su mirada con la de ella y las pupilas de la mujer se desviaron con irritado rubor hacia algún rincón oscuro de la habitación. Del sobre extrajo un único folio de alta calidad. Estaba escrito a máquina. A máquina antigua, de las de carrete de cinta que manchaba los dedos, de aquellas que ya no se veían. En el grueso papel quince versos en latín descendían en cascada hasta su borde inferior. Ariosto pensó que era objeto de una broma extraña. Su conocimiento del latín no era tan profundo como para traducir mentalmente aquel texto. Además, parecía estar redactado de modo críptico:
IN CIRCVLO PLATONICO ROMAE PRAECONEM INVENIES
INCIPIT A IACVLO QVOD CRVCEM QVAERIT
VBI EXTEMPORALIS HOMO HUNC VIDENS DETEGITVR
ILLIC VBI ESSE DECET IS NON EST SED CERTE ILLVC SE ADMOVIT
PESTILENS COEMETERIVM ANTEIT
ATQVE IN COMPLEXVM OBSCVRAE AQVILAE PERVENIT BAPTISTA TIBI SPIRITVM INDICAT
ARCANGELVS HVNC ACCIPIT ET EX ARCANA DOMO IN ARGENTEAM CRVCEM TRADIT
VBI INTVITVS IN ROSARIVM SE MVTAT
SVFFERENS CHRISTVS HOC TRANSMITTIT ET SPEI CRVCEM INDICAT
VNDE EXVRENS IGNIS SCRVTATVR
ACCIPE IN MENTEM TVAM SEPTIMAM PRECEM
PROFVNDE INTVS INQUIRE ET VERITATEM INVENIES
PLANE VBI EXCENTRICI CONCVRRVNT
DENIQVE VICTOR REGINAE GEMMAM SVSTINEBIT
Ariosto lo dejó por imposible. Aquello tendría que esperar a otro día, no tenía la cabeza para latinajos.
—Debe ser una broma de alguno de mis amigos —dijo, exhibiendo la carta a Adela para tranquilizar su curiosidad.
—La verdad es que tienes algunos amigos un tanto excéntricos —respondió la mujer—. Aunque aquel muchacho era en verdad interesante.
—Diría que no te disgustó el portador del sobre —insinuó Ariosto, dirigiéndose a la salida.
—Bueno, la verdad es que ya no se prodigan personas con ese porte, por desgracia. Salvando lo presente, claro. —Adela cogió la chaqueta de Ariosto de un colgador y comenzó a colocársela—. Bueno, mañana nos vemos en la exposición. No me la perderé por nada del mundo.
—Eso espero, querida —Ariosto se despidió con un beso.
Mientras bajaba los escalones hacia la calle, no dejó de darle vueltas al primer verso latino. No sabía por qué, pero estaba comenzando a inquietarle…
IN CIRCVLO PLATONICO ROMAE PRAECONEM INVENIES
…
La Laguna, sábado. 01:31 horas.
La sombra de un hombre surgió del silencio en la fría noche lagunera. Sus botas de goma no hicieron ruido sobre el asfalto del pequeño aparcamiento existente en la trasera del edificio del obispado. Había bajado de una vieja
Ford Transit
de reparto, aparentemente averiada, que llevaba quince horas estacionada en aquel lugar, esperando con paciencia a que acudiera un mecánico.
Si hubiera habido alguien lo suficiente inconsciente como para estar aquella hora y con aquel frío húmedo cerca de la furgoneta, habría sentido la alarma de un pequeño reloj
Casio
que sonó impertinente a la una y media de la madrugada, un minuto antes. Pero no lo había.
En apenas diez segundos, con furtivos movimientos que contradecían el previsible entumecimiento por la estancia de todo el día agazapado dentro del automóvil, el hombre se acercó a la enorme puerta de metal que separaba el recinto de la calle Tabares de Cala. Después de dejar en el suelo una mochila con los recuerdos de su encierro, sacó una linterna minúscula y dibujó con ella un ojal de luz en la cerradura interior del portalón. Nadie escuchó un leve tintineo metálico cuando una mano experta introdujo unas pequeñas ganzúas en el mecanismo de apertura. La puerta se abrió por fin y la luz de las farolas de la calle acompañó al giro de las bisagras. Al otro lado esperaba, subido momentáneamente a la acera, un
Audi 6 Avant
negro del que descendieron dos figuras gemelas a la que les franqueó la entrada. Pasaron a la oscuridad del aparcamiento en medio segundo y cerraron la puerta tras ellos, mientras el automóvil volvía a la circulación.
Sin dirigirse la palabra, y como piezas autómatas de una coreografía teatral, los tres hombres vestidos de negro se colocaron pasamontañas y visores nocturnos y caminaron agachados en fila india por la pared de la fachada trasera del enorme edificio obispal. Enfrente, al otro lado de un amplio patio, se encontraba la residencia sacerdotal. Las ventanas permanecían oscuras. Los ocupantes de sus estancias tenían hábitos saludables, y todos dormían plácidamente. Las mortecinas farolas de aquel espacio estaban apagadas a aquella hora. Cuestión de ahorro.
Los tres hombres se detuvieron frente a una puerta de madera al extremo del muro que recorría aquella zona trasera del edificio principal. Era la entrada de servicio al obispado. Su cerradura resistió aún menos tiempo que la de la calle. La puerta se abrió lentamente, empujada por una previsora mano, que intentó evitar el rechinar de las bisagras. Vana precaución, estaban perfectamente engrasadas fruto de la rehabilitación exhaustiva a que fue sometido el edificio tras el voraz incendio que lo consumió casi por completo en enero de 2006.
Los tres hombres entraron al antiguo edificio y desembocaron en un estrecho patio trasero. La puerta que conectaba con el gran patio porticado central, que presidía una pequeña estatua de la Candelaria sobre una fuente, estaba cerrada. Mejor, así no se tendrían que encargar del vigilante de seguridad que ocupaba un pequeño despacho junto a la puerta principal, en la calle de San Agustín.
El grupo rodeó la tapa de madera que cubría el aljibe original de la casa y comenzó a subir por una escalera de piedra adosada al muro exterior. La oscuridad les impidió observar el verdín que cubría como una alfombra los grises escalones, pero notaron su viscosidad en las suelas de goma. La escalera terminaba en otra puerta en el piso superior. El hombre que iba en cabeza probó a girar el picaporte de hierro en forma de argolla. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió hacia fuera y aquellas sombras entraron en el edificio en completo silencio.
Las botas de goma apenas reverberaban en el piso de madera de la planta superior. Cualquier otro calzado hubiera rechinado escandalosamente. Olía intensamente a barniz. Otra puerta abierta les introdujo en un amplio comedor, y de allí al pasillo porticado que daba al patio. Enormes aparadores de oscura madera tallada alternaban con sillas forradas de tela, todo ello débilmente iluminado por altos ventanales, por donde se filtraba el resplandor de la ciudad. Los intrusos no detectaron movimiento alguno, como estaba previsto.