Anita acudía al apartamento de vez en cuando, a veces con Marty y en ocasiones sola. Catherine pedía demasiada comida en el restaurante italiano de la esquina y descorchaba una buena botella de vino que traía de El Fénix.
—Es de Cara Mia, mi nuevo viñedo favorito de Italia —explicó Catherine entonces mientras servía una copa—. Está en Velletri, no lejos de Roma. El hijo que se encarga de las exportaciones tiene una voz profunda y sensual... A veces lo llamo sólo para preguntarle qué tal crecen las uvas.
Estaba muy emocionada por tener a Anita en la casa, pues desde la fiesta con obsequios de Darwin de hacía algunas semanas había intentado pasar inadvertida. Para empezar, estuvo trabajando a fondo en la novela policíaca que le había mencionado a James,
Los muertos no vuelven a casarse.
Pero la mayor parte del tiempo se había sentido muerta de miedo.
—Mi tienda es una de las pocas que importan sus productos en Estados Unidos —continuó diciendo Catherine—. Se trata de un negocio familiar y la generación más joven se ha diversificado para probar con algunas variedades nuevas de uva...
Anita interrumpió sus divagaciones.
—Estás separando el correo —afirmó con rotundidad. Anita no alteró el tono de voz pero sus labios apretados revelaban su enojo—. Recoges mi correo y lo tiras. Te estás deshaciendo de él sin decir nada. Y eso que te pedí expresamente que no lo hicieras.
Era cierto, y Catherine sintió que la culpabilidad la embargaba. Durante años había recogido obedientemente todas las ofertas de crédito ya aprobadas y todas las invitaciones para refinanciar la hipoteca y cobrar el valor neto, había amontonado los folletos de cruceros encima de los cupones de ValuPak que llegaban cada semana. («¿En serio? —se había preguntado—. ¿Envían cupones al San Remo?» Pero, por lo visto, las empresas de venta directa no dedicaban mucho tiempo a cribar sus listas. Por ese motivo, Catherine recibía sus propios libros de cupones en la misma dirección.)
Rara vez llegaba una carta personal. O una postal. Anita llevaba ya tanto tiempo viviendo con Marty que casi todas las personas de su vida sabían dónde ponerse en contacto con ella. Lo más probable era que la correspondencia privada fuera dirigida al San Remo simplemente por la fuerza de la costumbre o porque la memoria de algún amigo ya no era la misma de antes. Catherine siempre se había asegurado de apartar dichos envíos.
Sin embargo, últimamente había decidido ser un poco más útil —estaba muy contenta con su iniciativa— y se le ocurrió reciclar los omnipresentes catálogos de grandes almacenes que parecían reproducirse por la noche en el buzón. Por lo visto, no había ni una sola tienda que no estuviera en un estado constante de ¡Rebajas, Rebajas, Rebajas!
—Sólo la propaganda, Anita —rebatió, pausada—. De todos modos, estoy segura de que recibes lo mismo en casa.
—Esto es sencillamente inaceptable, Catherine —afirmó Anita, con dureza en sus palabras—. No te pido mucho en este aspecto. Me da igual si hay algo que parezca sólo propaganda, quiero que se recoja y se me entregue —finalizó, sin levantar la mirada de la cesta, pero Catherine notaba su expresión ceñuda y no le gustó en absoluto.
—Lo siento.
—¿Lo revisaste todo bien? —preguntó Anita, que aún estaba molesta pero fingía estar calmada para obtener la máxima información. El viejo truco de madre—. ¿Te aseguraste de que no hubiese nada pegado a cualquiera de esas cosas que tiraste?
—Pues... no —admitió Catherine—. ¿Estabas esperando algo?
—La cuestión no es si esperaba algo o no —repuso Anita con acritud—. Eso no es de tu incumbencia. A veces eres muy impertinente, ¿lo sabías?
Anita lamentó su tono áspero de inmediato, al ver que Catherine hundía los hombros de manera instintiva. Sólo se trataba de una postal, se dijo en silencio. Sin pronunciar palabra, abrazó a Catherine y luego le dio una palmadita en la mejilla.
—Perdóname, querida —dijo—. Tomemos una copa de vino y pidamos el menú para llevar. Creo que volveré a comer ñoquis.
A cambio, Catherine le dirigió una sonrisa forzada. Aun después de todos los años que llevaba viviendo en el apartamento de Anita, siempre tenía esa leve sensación de inseguridad, de que ella sólo era las sobras. Dakota era la que importaba de verdad, sin duda, una parte genuina de Georgia. Pero ella era los restos de aquel último verano con Georgia, alguien con quien Anita seguía tratando por lástima, aun cuando Catherine tenía una fuerte necesidad de estar en buenas relaciones con la anciana para siempre. No hay momento en el que no queramos el amor de una madre.
—No, perdóname tú, Anita —dijo—. Me he pasado de la raya y te pido disculpas.
Anita le hizo un ademán para que olvidara el asunto y se dirigió al salón. Como de costumbre, disfrutó echando un buen vistazo por el apartamento, no tanto para comprobar el desgaste natural provocado por la estancia de Catherine como para obsequiarse con una pequeña historia sobre todos y cada uno de los muebles. Anita se había llevado algunas antigüedades, todos sus álbumes de fotografías, varios cuadros y su guardarropa cuando ella y Marty compraron su nuevo apartamento. Aparte de eso, ellos habían adquirido las cosas juntos y amueblaron su hogar desde cero, dejando a Catherine una casa hermosamente equipada que no era en absoluto de su gusto. Pero Catherine lo había preferido así, disfrutó de la sensación de que se hallaba en un paréntesis, de que estaba de vacaciones en algún sitio y no del todo preparada para tomar decisiones permanentes. Esto aumentaba la sensación de que el tiempo —y la vida, incluso— estaba en suspenso. Y hasta hacía poco, no se había encontrado cómoda con casi nada.
—Bueno —dijo Anita, que se sentó en el sofá que eligió con Stan en 1980 y había vuelto a tapizar con un brocado magnífico en 1995. Dio unas palmaditas en el asiento a su lado—. Tengo una noticia que compartir contigo...
Anita y Marty, como cualquier otra pareja, habían llegado a ciertos acuerdos. Tuvieron que resolver en qué lado de la cama dormía cada uno, quién fregaría los platos y si era importante o no para la pareja seguir los mismos programas. Por no mencionar sus divergencias en lo concerniente a los pasatiempos: a ella le gustaba la ópera, a él le gustaban los partidos de béisbol; o, para ser más exactos, los de los Yankees. A ella le gustaba tejer; a él, ver a los Yankees en televisión. A ella le gustaba pasear por el parque; a él, escuchar los partidos en el iPod.
—¿Qué más me da? —le había dicho Anita a Dakota hacía mucho tiempo—. Es un hombre bueno y dulce y me alegra que se interese por mí. Esto mantiene la mente activa.
Y aun cuando Marty nunca se interesó por los puntos, Anita lo acompañaba a ver a su equipo, a los jugadores situados en las bases a la espera de que alguien lanzara un fly o vete a saber qué. «Es alto», comentaba ella; o «Si el equipo fuera mixto no creo que escupieran tanto». Se sumergiría, como siempre, en una tórrida novela romántica, de las que compraba en la tienda, y sólo levantaría la mirada cuando la multitud se animara. Como siempre, le repetiría a Marty que le parecía una falta de criterio que el estadio de los Yankees tuviera un problema con las agujas de hacer punto.
—Otros equipos dejan que las tejedoras chasquen las agujas a su antojo —decía—. Incluso las invitan a que traigan a sus amigas. Alguien debería escribir una carta al señor Steinbrenner y decírselo.
Y, como siempre, Marty asentía con solemnidad mientras tomaba nota de los resultados en su programa y luego guardaba con cuidado el papel en el archivador de color azul Yankee de la charcutería, con otros documentos importantes.
Actualmente Marty seguía trabajando, y acudía a la charcutería casi a diario para elaborar altas pilas de sándwiches perfectos con pastrami y mostaza picante. Era lo que había hecho toda su vida, sustituyó a su padre en el negocio y lo compartió con su hermano, a quien más adelante compró su parte y entonces se ocupó él solo de todo. Y en el transcurso de todo ese tiempo, poco a poco y con meticulosidad, invirtió en valores inmobiliarios en el Upper West Side, primero con el edificio en cuya planta baja se encontraba la charcutería y en el primer piso, Walker e Hija, y luego con casas de piedra rojiza y otras propiedades comerciales y residenciales. De hecho, Marty Popper era uno de esos millonarios discretos que podrían permitirse prácticamente cualquier cosa que quisieran y que, sin embargo, optan por vivir con sencillez.
—¿Quién serviría el café? —respondía siempre que le preguntaban si, con setenta y tres años, no pensaba ya en retirarse, si bien, cuando le insistían, admitía cierto deseo vehemente por una caravana bien equipada, donde Anita haría punto con atención, viajando como guardia armado y viendo cómo los árboles pasaban ante la ventana.
El interés por los viajes era una cosa que compartían. En cuanto Anita y Marty se fueron a vivir juntos, él se encargó de buscar un brazo derecho que se hiciese cargo de todo y asumiera algunas de las tareas de ínfima importancia que Marty sentía que ya había realizado durante tiempo suficiente, una persona que cuidara de la charcutería cuando Anita y él tomaran el tren para recorrer la campiña en otra segunda luna de miel.
—No podemos tener una segunda luna de miel —bromeó Anita por la noche, cuando él se metió en la cama a su lado—. No hemos tenido una primera.
Eran pareja, cierto, pero no eran marido y mujer.
Marty no se había casado y no tenía hijos: el hecho mismo de que fuera un huérfano sin hijos facilitó un poco su unión. Por otro lado, Anita aportó familiares problemáticos más que suficientes para una relación. Había pillado desprevenidos a sus hijos, la verdad sea dicha, los asustó con la idea de que necesitaba compañía y quizá, aunque no se atrevieran a profundizar demasiado al respecto, una vida sexual. No era que quisieran verla muerta, ni mucho menos. Ellos hubieran preferido que actuara como si lo estuviera... en ciertos aspectos. Ésa era la cuestión. ¿Acaso las mujeres mayores no podían centrarse en otra cosa que no fueran las labores de punto y el Mahjong?
La solución de Marty y Anita fue seguir un camino neutral en el tema de los hijos. Alojarse siempre en hoteles cuando iban a visitar a Nathan y a su familia en Atlanta, por ejemplo, para evitar la discusión de quién dormiría con quién y en qué dormitorio. («Es por los niños, mamá», insistió él, aunque, de todos modos, resultaba tan difícil que sus nietos le prestaran atención que Anita dudaba que se hubieran dado cuenta siquiera.)
Anita nunca tenía la sensación de ver a sus nietos tanto como deseaba. Hubo una época en que fue porque los niños eran jóvenes y andaban atareados con actividades, y a Anita, a quien le daba miedo volar, no le resultó fácil realizar los viajes. Pero luego los nietos crecieron y, ¡quién lo iba a decir!, no estuvieron menos ocupados sino todo lo contrario. Incluso cuando había ido invitada a casa de sus padres, suponía toda una hazaña conseguir sentarse a charlar con sus nietos, que siempre comían a toda prisa y salían corriendo a los partidos y a las clases de danza y a trabajos temporales voluntarios que constarían como altruistas en sus solicitudes para la universidad. Anita suponía que ella manejaba igual su casa cuando sus hijos eran jóvenes y ella tenía el pelo castaño en lugar de plateado, pero le parecía que hoy en día las vidas de los niños tenían un calendario demasiado apretado y prolongado.
—Toda esa diversión va a acabar por estresarlos —advirtió a Nathan, que le hizo caso omiso, como siempre.
Pero en fin... Ella no había permitido que la reticencia de sus hijos la disuadiera de irse a vivir con Marty. Hablaron sobre el matrimonio muchas veces y Anita siempre había expresado sin ambages que lo consideraba innecesario y potencialmente complicadísimo. Además, ese tipo de limitaciones eran para la gente de menos de sesenta años, se dijo, personas que carecían del sentido común necesario para apreciar la excepcionalidad de encontrar un verdadero compañero.
Así pues, cuando se levantó durante la pausa previa a la séptima entrada en la que Marty y todos los demás seguidores se ponían a cantar, vio con gran sorpresa que Marty no se unía con su entusiasmo habitual. Al contrario, estaba sudando.
—¿Estás enfermo? —le preguntó.
—Nervioso —respondió él, que le tomó la mano mientras la gente que los rodeaba se desgañitaba con los últimos compases de «... el viejo juego de pelota».
—Anita, ¿quieres casarte conmigo?
Tras hacer la pregunta, Marty rebuscó en su bolsillo y sacó una cajita de terciopelo que, al abrirla, reveló un anillo de diamantes y rubíes enormes. Anita se sonrojó al notar las miradas de los desconocidos de alrededor que la observaban. Pero sólo tenía ganas de reírse tontamente. De echar la cabeza atrás y estallar en carcajadas. Por aquella situación absurda, por aquel hombre alocado y generoso que pensaba que compartir su amor por el juego más lento del mundo con ella era el súmmum de la conexión. Y lo amaba por ello.
Pedirla en matrimonio en el estadio de los Yankees era algo que Stan no hubiese hecho nunca. Y de hecho, en cierto sentido, eso era parte de la cuestión. Parte del atractivo de Marty. A las mujeres no les gusta sólo una clase de comida y tampoco les gusta sólo una clase de hombre.
Entonces fue cuando se decidió. Sí, se casaría con Marty. Y le diría a Catherine que estaba dispuesta a vender el apartamento del San Remo.
Lo más fácil fue dar el sí.
Ahora, su lista de cosas por hacer estaba fuera de control; y eso que tan sólo había transcurrido una semana desde la proposición. Anita se había reservado un poco la noticia, sólo para saborearla, y luego compartió los detalles con Catherine, Dakota y James, tras lo cual se sentó con las socias del club en Walker e Hija y lo anunció alegremente. Fue una buena noche, y se alegró de oír que Darwin estaba fuera de peligro y que había dado a luz a sus dos bebés sanos de dos kilos setecientos, Cady y Stanton.