El club de los viernes se reúne de nuevo (11 page)

Read El club de los viernes se reúne de nuevo Online

Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
6.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

¡Qué estresante era vivir en un país donde las madres recientes vuelven al trabajo a toda prisa pasadas doce semanas, obligadas, por la necesidad de percibir un sueldo, a comulgar en la oportuna suposición de que el embarazo, el parto y el alumbramiento no constituyen una experiencia médica grave, ya sea natural o no! Darwin se aferraba a su creencia sobre la necesidad de un permiso de maternidad más largo en Estados Unidos, pero al mismo tiempo hacía lo imposible por demostrar a su decano y a sus colegas que era igual de competente. O tal vez más.

No había lugar para limitarse a dejar que las cosas siguieran su curso y deleitarse con la alegría y los cambios de su cuerpo. Para echarse una siesta sin remordimientos, sólo porque se sentía cansada. Y no era sólo el hecho de que Darwin tuviera una carrera profesional: había hablado —o más bien interrogado; como siempre, Darwin seguía siendo un poco brusca con la gente de su clase sobre el método Bradley, y todas las mujeres estaban en la misma situación. Incluso las amas de casa se sentían presa de las nuevas expectativas. Ya no bastaba con estar creando un bebé en tu cuerpo. Ahora la futura mamá debía presentar un aspecto estupendo, al tiempo que realizaba todo lo que tenía apuntado en su lista de cosas por hacer.

Cuando era adolescente, Darwin había estado totalmente de acuerdo con la opinión colectiva de que menstruar no era nada del otro mundo. Pero luego experimentó el dolor, la hinchazón, los retortijones, el dolor de espalda y el malhumor general... además de aprender a actuar como si fuera un día como cualquier otro.

«Sólo estás embarazada.» Esto es lo que oía con tanta frecuencia que ya había perdido la cuenta. Sólo estás embarazada.

Sí, así es como estaba: construyendo otro ser humano con su cuerpo.

—Seguro que tiene que haber un término medio entre no querer que las mujeres estén limitadas en su educación, profesión y estilo de vida —había planteado a sus alumnos de pie al frente del aula, con su embarazo ya avanzado— y la pretensión cultural de que todo lo que es exclusivo de la experiencia de la hembra humana no es extraordinario. O mimamos o despreciamos. Lo que hace falta promover es el respeto, R-E-S-P-E-T-O.

En casa había procurado encontrar tiempo para los estiramientos, para leer e incluso para cocinar. Darwin, a quien la cocina nunca se le dio muy bien, sentía un deseo instintivo de atiborrar el diminuto congelador que había en la parte superior de su frigorífico con guisos que hacía con recetas de Internet. Aunque con frecuencia, cuando ya estaba a medias, descubría que no contaba con los ingredientes adecuados y tenía que improvisar. Sustituir una pizca de calabaza por zanahoria. La comida de color naranja es comida de color naranja, ¿no? Dan insistía en que se las comía cuando ella estaba durmiendo, pero Darwin sospechaba —aunque nunca encontró la basura que lo demostrara— que podía ser que las hubiera estado tirando.

—Ese plato era muy sabroso —decía por la mañana—. ¿Quieres que te traiga zanahorias cuando vuelva a casa esta noche?

Pero ahora ya se habían terminado los guisos en la cocina. Ahora se trataba de tomárselo todo con calma. De pensar cosas buenas. De encontrar su espacio tranquilo.

Esperando a Lucie.

Sí, había enviado un correo electrónico y devuelto la llamada de Darwin casi de inmediato.

—¿Estás bien? —preguntó, aunque la respuesta tendría que haber sido obvia.

—Esto... ¿no?

—Vale, no; vamos, lo digo en serio —dijo Lucie—. ¿Están bien los bebés?

—Siguen a bordo, si es lo que preguntas.

—Bien.

Las largas pausas que tenían lugar entre sus palabras indicaban que lo más probable era que no estuviera prestando mucha atención. Quizá estuviera leyendo el correo electrónico, o editando alguna toma.

—¿Vas a venir pronto?

Pensó que sería estupendo que Lucie fuera a verla. Quizá le llevara jengibre confitado como había hecho ella cuando Lucie estaba embarazada. O tal vez Lucie trajera las cosas para la canastilla que Darwin suponía que debía de estar preparando. Una de las mejores tejedoras de encaje que había no se limitaría a mandar a su mejor amiga un juego de caballitos de balancín, ¿no? Era un regalo caro, por cierto, y ella se lo agradecía mucho. Pero a Darwin le parecía que era necesario algo más personal.

—Sí —respondió Lucie tras una pausa—. En cuanto pueda.

La charla no había resultado tranquilizadora para Darwin.

Bueno, lo cierto era que Darwin no tenía un montón de amigos. Tenía a Lucie, y también a las otras socias del club, y a Dan. No obstante, seguía resultándole difícil establecer relaciones: a menudo arremetía con sus firmes opiniones y se olvidaba de escuchar las ideas de los demás. Este hecho no aumentó su popularidad entre el resto de profesores de Hunter y tampoco la convirtió en favorita entre los colegas médicos de Dan. Y si Lucie parecía estar distanciándose, ¿entonces qué? La perspectiva resultaba sombría.

—Se está separando de mí —comentó Darwin a Dan en voz baja.

Él estaba tendido sobre el cobertor, arropándola antes de irse a dormir unas horas al sofá. La verdad era que Darwin no había tenido ningún otro novio antes de Dan, por lo que nunca experimentó la humillación y confusión de verse rechazada por alguien a quien amaba. Bueno, su madre la criticaba, sin duda. Pero no podía decirse que esperase que su madre dejara de contestar al teléfono. Podía ser que le largara un rapapolvo, pero siempre contestaba a las llamadas de Darwin.

—Supongo que no soy lo bastante importante, ahora que dirige y todo eso —explicó—. Tal vez esté conociendo a personas fascinantes, que son más divertidas y más presentables.

—Es posible.

Dan asintió, no porque pensara que Darwin tuviese razón, sino porque comprendía que ella sólo quería que escuchara. Quería soltarlo sin tener que debatirlo o razonarlo como hacía cada día, sólo quería sentirse un poco triste y exudar sus emociones sin interrupción.

«Sería un gran psiquiatra», pensó Dan mirando al techo mientras acariciaba la frente a Darwin, peinada con dos coletas que separaban sus cabellos negros. Llevaba una camiseta azul tan grande que le quedaba holgada incluso sobre su amplio vientre, y gesticulaba enérgicamente aun cuando estaba tumbada de lado.

—Sólo me gustaría saber qué hice para ofenderla —susurró.

Dan la quería porque era brillante, porque era amable, porque era vehemente e impetuosa como él y porque en su compañía bajaba la guardia y revelaba su vulnerabilidad oculta. Paseó la mirada por la habitación, por la vieja y desportillada cómoda de melamina blanca que tenían desde antes de casarse, por la mesa de madera llena de papeles colocada junto a la cama en lugar de una mesita de noche. Se dio cuenta de que era bastante deprimente y que sin duda contribuía al malestar de Darwin.

—Necesitamos algunos muebles nuevos —dijo.

—No quiero elegir nada más.

Darwin no quería empeorar potencialmente las cosas comprando enseres para los bebés. Había dejado de fantasear sobre esa cuna extravagante, salvo durante cinco minutos todas las noches, cuando se permitía una selección limitada de pensamientos optimistas. Lo justo para mantener una chispa de esperanza, lo justo para no tentar a las Parcas.

—No. Para nosotros —aclaró Dan—. Nos vendría bien una cama nueva. Una cómoda. ¿Y qué me dices de ese salón?

—Yo no puedo ir de compras...

—Pues claro que puedes —rebatió Dan—. Tienes tu ordenador y tu tarjeta de crédito. Lo único que hemos de hacer es fijar las entregas para cuando yo esté en casa y ya está.

—No tenemos presupuesto para eso, la verdad —le recordó, aunque no es que Dan necesitara que le señalase el montón de facturas que había sobre la mesa desordenada, los posibles gastos médicos que se avecinaban tanto si las cosas salían bien como si salían mal.

—¿Qué más da?

Dan solía ser meticuloso cuando se trataba de ajustarse a sus recursos. Su habilidad para ahorrar les había ayudado a reunir la entrada del apartamento a la vez que intentaban que sus aspiraciones merecieran la pena. Parecía muy fácil, para dos chicos listos, convertirse en médico y en profesora universitaria. Estaba muy bien sobre el papel. Pero cuando tuvieron más papeles —en forma de facturas de préstamos universitarios—, el caché de sus carreras inteligentes, no manuales, quedó un tanto deslucido.

Pero Dan creía que lo que entonces necesitaba Darwin era distraerse de la salud de los bebés y de la falta de atención por parte de Lucie. Hubiera llamado a toda la pandilla del club de los viernes, pero le preocupaba provocar demasiado alboroto. Por no mencionar que tendría que limpiar para ahorrarle a Darwin la vergüenza del estilo de vida «calcetines sucios por el suelo» que llevaban; y él no tenía tiempo para limpiar porque estaba de guardia todo el fin de semana.

Deseó sinceramente tener a alguien que pudiera venir y hacerle compañía a su esposa. Pero una visita de la madre de Darwin no era la fórmula para lograr relajarse, y sus respectivas madres nunca se habían llevado bien.

A decir verdad, Dan contó mucho con Lucie. Él no había pasado tanto tiempo con Ginger como Darwin, pero cumplió su condena jugando a Candyland. Y habría agradecido un poco de apoyo cuando era el momento.

—Pide todo lo que quieras —dijo, intentando animar a Darwin y alejarla de sus miedos.

Quería ayudarla a encontrar formas de entretenerse y, sobre todo, de sentirse útil. Nunca se le había dado muy bien eso de apalancarse en el sofá ante el televisor. Ella decía que en la televisión nunca daban nada que quisiera ver, y explicaba que casi todos los programas cubrían la misma franja estrecha y antifeminista una y otra vez. Las familias igualitarias y funcionales no eran un entretenimiento convincente.

—Bueno —repuso entonces Darwin, pensando en qué otra cosa podía hacer sin que se le ocurriera nada—. Podría echar un vistazo rápido en Craigslist.

Al final fue Dakota quien la salvó de la demencia.

—¡Estás enorme! —había dicho al llegar al dormitorio, cuando se presentó de improviso para hacerle una visita.

—¡Qué dices! —exclamó Darwin, quien se acodó en la cama e hizo un gesto hacia sí—. Tráeme el espejo de mano que hay en el baño. —Se observó detenidamente en él mientras Dakota también miraba—. No es verdad.

—Es que sólo te miras la cara —señaló Dakota—. Tienes los tobillos que parecen salchichas.

—La vista no me alcanza tan lejos —admitió Darwin—. Supongo que habrás traído algo para picar, ¿no?

—Sin duda alguna —contestó Dakota, que sacó de su atiborrada mochila amarilla un poco de pan de plátano—. Lo hice en la cocina de casa de mi padre.

—¿Sólo has traído esto? —Darwin ya había arrancado un pedazo y se lo había llevado a la boca—. En cuanto coma un par de bocados estaré llena, o sea, que supongo que da igual.

—¡Ah, es dramático! —exclamó Dakota al tiempo que sacaba una carpeta—. Me preguntaba si querrías ayudarme con mi trabajo sobre las guerras mundiales y sus efectos sobre las mujeres.

Darwin alzó la voz:

—¿Has venido para pedirme ayuda con tu trabajo?

—Sí —respondió Dakota, que a menudo recurría a Darwin cuando se trataba de cuestiones de educación y feminismo.

—¡Esta es mi chica! —se exaltó Darwin, y alzó el brazo para chocar esos cinco—. ¿Dónde te habías metido, señorita? ¡Llevo semanas sin mover el culo de aquí!

—Entonces imagino que las cosas por fin están mejorando —concluyó Dakota, que se inclinó y chocó palmas con su profesora favorita—. Algunas veces las cosas van bien, ¿sabes? Y para demostrártelo, voy a enseñarte a tejer unos calcetines de bebé.

Fácil

Se trata sólo de pillarle el truquillo a las cosas. Basta con no forzarlas; tómatelo con calma. Con el tiempo lo entenderás todo. Pero, de momento, sigue intentándolo. Presta atención y evita la tentación de avanzar más de lo que tu nivel te permita. Habla menos. Y escucha más.

Capítulo 9

Echar un vistazo al correo.

Ésta era la única norma que Anita había impuesto a Catherine para quedarse en el apartamento del San Remo.

—Siempre lo hago —había bromeado Catherine, que en ese momento se percató de la mirada severa que le dirigía Anita, quien nunca había tolerado el humor de devoradora de hombres de Catherine.

—No tires absolutamente nada —le había dicho Anita.

Por supuesto, no le preocupaba lo que hiciera Catherine con sus propias cartas y folletos publicitarios. Sencillamente, explicó que quería que Catherine apartase todo lo que llegara dirigido a cualquier Lowenstein: Stan, Anita, Nathan, Benjamín o David. Daba igual que ninguno de ellos viviera ya en el apartamento, que en realidad los chicos fueran unos hombres de mediana edad que vivían su propia vida con sus familias en Atlanta, Zurich y Tel Aviv.

Anita tuvo la gentileza de proporcionarle una cesta de merienda de mimbre (sin rastro de tela a cuadros) para guardar en ella los sobres. Catherine colocó la cesta en la cocina, en un extremo de una larga encimera. Al igual que todas las habitaciones del apartamento que Anita y Stan habían compartido, la cocina era espaciosa y hasta el último detalle estaba perfectamente combinado, desde el denso barniz de las anchas tablas de madera del suelo hasta el lacado de un intenso color café de los armarios extragrandes.

—Este mes no parece estar muy llena.

El comentario era de Anita, que echó un vistazo al interior de la cesta y luego levantó la mirada. Regresar al San Remo era como canalizar una vida pasada. Un sueño que había tenido y del cual recordaba algunos detalles con mucha claridad, en tanto que otros eran borrosos y parecían desvanecerse cuando intentaba atraparlos en su memoria: «Esta cuchara la utilizábamos para remover la salsa de carne. Esa taza, antes era mi preferida para la infusión de menta...».

Other books

Mark of the Beast by Adolphus A. Anekwe
L.A. Confidential by James Ellroy
Adam 483: Man or Machine? by Ruth D. Kerce
Harvests Pride by Paulin, Brynn
Richard III by Seward, Desmond