El club de los viernes se reúne de nuevo (13 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Las cosas marchaban muy bien para todo el mundo.

—Ya que vamos a casarnos, lo haremos bien —le contó a Peri una de las mañanas en las que acudió a la tienda—. No queremos una cosa discreta. Nosotros vamos a hacer una fiesta de proporciones épicas.

—Entonces, ¿habéis fijado ya la fecha?

—No —respondió Anita con un suspiro—. Me temo que no hemos dado muchos pasos en ningún sentido.

Marty accedía a todas las sugerencias de Anita, incluso cuando éstas se contradecían. ¿Casarse en Central Park? Fabuloso. ¿Casarse en la sinagoga? Por él, estupendo. ¿Una recepción en el hotel Saint Regis? ¿En el Plaza? ¿En el Essex House? Bien, bien, bien.

—Al ritmo que vamos, cumpliremos los noventa y no tendremos nada organizado —rezongó Anita—. Nos preguntábamos si celebrar una fiesta de compromiso para empezar, que los chicos vinieran en avión y reunir a la familia y los amigos.

—¿Cuándo será eso?

—Tampoco lo tenemos programado —contestó—. Lo que pasa es que da la sensación de que hay mucho que hacer: banquete, lugar, flores, vestido...

—No hagas lo sensato y no te compres un buen traje de color crema —indicó Peri—. Ponte algo fantástico. Al fin y al cabo, eres la novia.

—Aunque esté un poco arrugada —precisó Anita—. Sí, soy una novia. ¡Una novia!

Una de las cosas que se encontró haciendo todas las mañanas en cuanto Marty salía del apartamento era sacar sus viejos álbumes fotográficos y examinar las fotos de su boda, maravillándose de todo. Su piel, sin ir más lejos, era muy suave. O el pelo, rizado con bigudíes al estilo de los años cincuenta y tirante sobre la cabeza. Los labios tersos y rojos. La seriedad con la que miraba al fotógrafo, una actitud bravucona que adoptaba cuando en el fondo estaba nerviosa. Esa foto tan natural en la que hacía un gesto admonitorio con el dedo a una persona que estaba fuera del enfoque de la cámara. Se había olvidado de ello hasta que empezó a ojear de nuevo el álbum. Recordó otra vez a la pequeña de las flores con su vestido de color verde menta que comía bombones a escondidas y se estropeaba los guantes. Anita se había quedado lívida, temerosa de que esos deditos sucios lo tocaran todo.

—Haz algo —le había dicho a su madre—. Asume el control.

A Marty no le hubiese importado que quisiera mirar las viejas instantáneas; habría estado encantado de sentarse allí con ella en la barra de granito en la que desayunaban y oírla hablar de su primera boda, de su primer matrimonio. Anita nunca tenía que fingir que no tenía una vida anterior a él. Pero, no sabía por qué, le parecía mejor ver las fotografías en privado. No tenía que modular su tono. No tendría la sensación de que debía enjugarse las lágrimas, o que tenía que afrontar la incomodidad de dejar que él la consolara suponiendo que lloraba por Stan.

¡Ojalá Catherine no hubiera decidido expurgar el correo!

Anita había examinado cuidadosamente todos los panfletos y folletos, pero aquella maldita cesta de mimbre sólo contenía propaganda. Llamó a Catherine, con toda tranquilidad, y le dijo que quería volver a visitarla, mirar por la cocina, para ver si se había caído algo detrás de la nevera.

—¿La nevera? —repitió Catherine—. Apenas la he abierto en cinco años, no digamos poner nada detrás.

¿Dónde estaba entonces? ¿Por qué no había llegado?

Sus hijos manifestaron claramente que les parecía extraño que hubiese dejado tantas cosas cuando abandonó el apartamento del San Remo para irse a vivir con Marty, pero, de hecho, ella se llevó lo que de verdad le importaba: las fotografías, las joyas de Stan y las postales. El montón de postales sin nada escrito, enviadas desde lugares de todo el globo, que había guardado en un cajón de la cocina lleno de cachivaches; allí donde nadie se molestaba nunca en mirar. La verdad era que al principio intentó dejarlas, aguardó unas semanas y al fin regresó en busca de las postales a escondidas, cuando Catherine no estaba en el apartamento. En cierto modo se sintió como una ladrona, robando sus propias cosas. Y allí estaban: el Big Ben, la Torre Eiffel, el Coliseo. Atadas con una gastada goma elástica y remetidas en ese cajón. Había metido todo el montón en el bolso y regresó a su nueva vida, de modo que la única pista de su apego a esas postales era su en apariencia intensa fascinación por la propaganda recibida por correo. Marty no parecía darse cuenta de que no revisaba la propaganda que llegaba aleatoriamente a su casa. A ella sólo le importaba la que llegaba al San Remo.

—¡Ay, Sarah! —suspiró Anita, mirando las fotografías de la niña de las flores como si éstas pudieran decirle por qué este año no había tenido noticias de su hermana menor—. ¿Qué te ha pasado?

Dejar a Ginger con Rosie estaba resultando un problema más que una ayuda. Lucie había llegado a su apartamento esperando encontrarse a su madre y a su hija haciendo la cena, como de costumbre. En cambio, su madre roncaba levemente en el sofá y la pequeña estaba sacando comida de la nevera. Había zumo de naranja derramado en el suelo y huevos cascados solidificándose en las baldosas.

—Estoy ayudando —explicó Ginger, que acto seguido se llevó el dedo a la boca—. ¡Chiiist...! La abuelita está cansada.

Lucie respiró hondo. ¡Justo lo que necesitaba! Y sólo faltaban dos semanas para que supuestamente se fuera a Italia. El plan había consistido en agarrar a Ginger y el conejito de peluche al que la niña llamaba Dulce, llenar la maleta con el dibujo de Elmo de
Barrio Sésamo
de leotardos y vestidos de algodón para toda una semana y una abundante dotación de
Barbie y sus amigos,
y mandarla a casa de Rosie por unas semanas mientras Lucie se ocupaba de su trabajo. Sin embargo, si sólo un día de soportar a Ginger a tope daba como resultado una madre exhausta y una hija sin supervisión..., ¿quién sabía lo que podía ocurrir en un par de semanas? Ginger acabaría columpiándose en las lámparas de la casa de dos niveles de su madre en Nueva Jersey, en tanto que Rosie permanecería sentada en su butaca reclinable La-Z-Boy de color azul pastel con una bolsa de hielo en la cabeza. Sería buscarse la intervención de los Servicios Sociales.

Sobornó a una Ginger hambrienta con un sándwich de mantequilla de cacahuete y un episodio de
Barrio Sésamo
y a continuación tapó a su madre con una de las mantas Georgia que había tejido para donarlas a beneficencia.

—Sólo he cerrado los ojos un segundo —farfulló Rosie, que volvió a dormirse en tanto que Lucie le daba unas palmaditas en el hombro.

Se dio cuenta de que no era justo esperar que su madre cuidara de Ginger.

«Mi madre está vieja», susurró para sí misma, y experimentó esa especie de sorpresa tanto por percatarse de ello como por la conciencia de haber tardado tanto tiempo en asimilar el hecho. Estaba claro que vigilar a Ginger era una carga excesiva: la dejaba a ella agotada, y eso que era muchos años más joven. Así pues, ¿qué iba a hacer respecto al trabajo temporal en Italia? Sus hermanos mayores y sus familias no tenían mucho espacio para una pequeña precoz, ni siquiera durante unas semanas. Ellos ya habían tenido su buena dosis de enfundar piernas gordezuelas en leotardos y soportar clases de natación mirando cabecitas que espiraban con orgullo y formaban interminables corrientes de burbujas.

Un año antes se lo hubiera pedido a Darwin y a Dan, por supuesto, que habrían estado encantados de acoger a Ginger y la hubiesen tratado como a su princesita. Pero ahora estaban atareados con sus dos hijos propios.

—Atareados, atareados, atareados —dijo Lucie entre dientes y en un tono de voz curioso, al tiempo que se apartaba el cabello rojizo recién teñido con el dorso de la mano, se ocupaba de recoger las cáscaras de huevo y las echaba a una servilleta de papel—. Atareados con los bebés.

Oyó sus palabras casi como si fuera otra persona quien las hubiera pronunciado. «Atareados con los bebés.» ¿Era posible que tuviera celos de Darwin por haber sido madre al fin?, pensó con un sentimiento de horror. ¿Estaba tan acostumbrada a contar con su apoyo que eso le causaba cierta amargura, la preocupación de que Ginger ya no fuera la niña de los ojos de su tía honoraria?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lucie, que estaba hasta el moño de zumo de naranja y cáscaras de huevo y tenía un nudo de culpa en el estómago—. Soy una mala persona.

Ginger apartó la mirada de la pantalla del televisor.

—Pero mamá, no importa —dijo—. Haces unas cenas muy buenas.

El simple hecho de que algo sea natural no implica que vaya a ser fácil. Eso es lo que tendría que haber dicho alguien en la sala de partos. Y volver a repetirlo, más adelante, cuando le llevaron a los bebés para que los amamantara. Tal vez el hospital tendría que poner un letrero en alguna parte. Miró a Dan, su incondicional, el médico, pero sus ojos sólo reflejaban su preocupación.

«Vale, tengo tetas —se dijo Darwin cuando sus bebés empezaron a lloriquear—. ¿Y ahora qué?» Nadie las había necesitado nunca. Y eso eran los bebés: la necesidad constante, día y noche. Incluso cuando dormían requerían su vigilancia, comprobar que respiraban, que estaban calentitos, tranquilos y satisfechos.

Había momentos felices, muchos. Como cuando Cady lloró por primera vez, seguida a poco por su hermano. O como cuando los sostuvo en brazos y ellos suspiraron como para decir: «Por fin. Estar aquí contigo, mamá, es lo mejor del mundo».

Darwin hacía eso muchas veces, inventar pequeños diálogos para los bebés, tanto si se hallaba sola como, a veces, si estaba Dan. «Os quiero, mis pequeños ovillitos», les decía en media lengua, y le entraban ganas de odiarse por ser ridícula aunque, no tan en el fondo, le encantaba. Se encontraba pronunciando a borbotones una interminable retahíla de apodos —conejito, piruleta, barriguita, tontín, bollito— y fingía comerles los dedos de las manos y de los pies con una regularidad alarmante.

En fin. Darwin llevaba días sin lavarse el pelo; seguir el hilo de las horas constituía todo un reto. Su cuerpo la fascinaba y la asqueaba al mismo tiempo. Por lo que podía hacer, por cómo se quedaba sin fuerzas al término de la acción. Y todo —su cuerpo, los gemelos, la casa— estaba desagradablemente sucio. Asqueroso, incluso.

Estar con los bebés era como una montaña rusa continua, con las subidas de niños limpios, fragantes y dormidos, y las bajadas de unas bolas de furia malolientes, malhumoradas y sollozantes que se iban poniendo cada vez más coloradas con cada segundo que pasaba si ella malinterpretaba sus señales. Intentaba cambiarles los pañales cuando lo que necesitaban era eructar, o los envolvía con otra manta cuando ya tenían demasiado calor, y ellos apretaban sus dedos diminutos, y agitaban los puños como si dijeran: «¡Mamá! ¿Por qué eres tan tonta?».

—No puedo hacer esto sola —le gritó a Dan una noche en que los pechos le rezumaban y los recién nacidos lloraban; eran las cuatro de la madrugada y sólo habían podido dormir media hora entre los dos.

—Llamemos a tu madre —sugirió él—. O a la mía.

—No —dijo Darwin, y rompió a llorar—. Lo único que hacen es decirme cómo tengo que hacerlo todo.

—Pero es que en realidad no sabemos lo que estamos haciendo —repuso Dan mientras la crispación se reflejaba en su voz
—.
¿No deberíamos pedir ayuda?

—Soy inteligente —afirmó Darwin, llorosa, sintiéndose desesperada y abrumada—. Tengo un doctorado. ¿Por qué no iba a poder cuidar de mis hijos?

Los libros no habían resultado muy esclarecedores, la verdad. Oh, sí, aludían al sufrimiento, a la depresión posparto, al sentimiento de frustración cuando los pequeños no podían agarrarse al pecho y al dolor de los pezones agrietados. Pero sólo eran problemas teóricos. Temas a los que Darwin había confiado no tener que enfrentarse.

Quería muchísimo a sus hijos. Llevaba años soñando con ellos. Por lo tanto, todo iba a ser alegría, sin duda, ¿no?

Pues no. Resultaba que ser madre era más de lo que había esperado.

—No estoy preparada —le confesó a Dan cuando empezaba a amanecer—. ¡No soy capaz de hacer esto!

—Bueno, pues ahora ya no podemos separarnos de ellos, cariño —señaló él—. Creo que la cosa mejora cuando cumplen los veintiuno.

Sin embargo, no todos los sentimientos tenían que ver con Cady y Stanton. El hecho de convertirse en madre estaba obligando a Darwin a pensar más en sí misma como hija. «Imagínate —pensaba— si Cady no me llamara durante un mes. Una semana. Un día.» ¿Cómo podría soportar estar tanto tiempo separada de su niña? No obstante, la comunicación con su madre, que vivía en Seattle, era muy irregular. Rara vez llamaba sólo para saludarla.

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