—Deberías intentar echar una cabezadita —sugirió Dan.
Tomó a los bebés de uno en uno y los dejó en sus cunas a juego. El cuarto de los niños —en realidad era la zona comedor del salón convertida en un dormitorio gracias a la adición de unos falsos tabiques— era un canto al color verde salvia. Verde claro en las paredes, las sábanas, las cunas. Todo ello salpicado con el rosa y el azul de las ranitas apiladas. Por lo visto, la vida de los bebés estaba muy codificada con colores.
Justo al otro lado de la pared verde, el salón ya estaba —inexplicablemente— lleno de juguetes. Los niños apenas podían sostener la cabeza y ya tenían más juguetes de los que Dan creía que había tenido en toda su vida. Y el apartamento sólo medía unos ochenta metros cuadrados. Si casi no había espacio para la gente de verdad, no digamos ya para Elmo y sus amigos.
De todos modos, Dan se sentía orgulloso. Se habían mudado de su apartamento barato de Nueva Jersey cuando él terminó su residencia en Los Angeles y regresó a la ciudad. Al final invirtieron todo lo que tenían para comprarse un piso de tres habitaciones ampliables a cuatro en régimen de cooperativa en el East Side, cerca del hospital Lenox Hill en el que Dan estaba de servicio. El apartamento estaba situado en la parte trasera del edificio, en la planta baja. Estaba muy bien si tenías que salir en caso de incendio, había señalado Dan, pero no era tan extraordinario en cuanto a las vistas o a un poco de luz solar. Además, se trataba de un piso de tres habitaciones ampliables bastante diminuto, pues en realidad no eran más que apartamentos de un solo dormitorio con estancias para comedor-salón en forma de ele que se prestaban a separarse exactamente de la manera en que lo habían hecho los Chiu-Leung.
Al menos, sus hijos no tendrían que dormir en el armario, había dicho Darwin cuando cerraron la compra. Claro que eso fue mucho antes de que los tratamientos de fertilidad aumentaran sus deudas. Entre el coste de la
in vitro,
las facturas de la facultad de medicina de Dan y las de la escuela de posgrado de Darwin, el presupuesto mensual para comida y la hipoteca asfixiante susceptible de revisión a los dos años, Dan y Darwin sufrían cierta falta de liquidez. Más que eso. Andaban verdaderamente cortos de dinero.
Así pues, nada de enfermeras nocturnas ni de niñeras. Eso de ser padres sin dinero no tenía ningún encanto, pensó Darwin. Lucie tampoco tenía dinero cuando nació Ginger. Antes de que terminara el reportaje sobre la tienda de punto, sobre el club, sobre Georgia.
—Le hice la cena —le dijo a Dan, no por primera vez, y no por primera vez aquel mismo día—. La primera noche que pasó en casa tras salir del hospital. Rosie y yo le hicimos espaguetis con albóndigas. Nos turnamos para cuidar de Ginger y hacer la comida mientras Lucie dormitaba en el sofá.
—Fue todo un detalle por tu parte, cariño —comentó Dan.
Él también estaba cansado, la verdad. Ser el padre tenía cosas buenas —cosas fantásticas, de hecho—, pero el hombre tenía tendencia a perderse en medio de la confusión del proceso del bebé. Como médico que era, le parecía lógico: la mujer pasaba por todo el estrés físico, los dolores del parto. Sin embargo, como padre, no le hubiera importado recibir un poco más de empatía por parte del mundo en general. Menos palmaditas cordiales en la espalda y más ofrecimientos para pasar la fregona.
—¿Tienes apetito? —preguntó a su ceñuda esposa—. Yo también puedo cocinar un plato italiano, ¿sabes? En el armario tenemos un bote de salsa.
—No quiero comer nada —dijo Darwin, que salió tras él del cuarto de los niños hasta la cocina, convenientemente adjunta. Mientras hablaba abrió el frigorífico y empezó a sacar recipientes con sobras de arroz y verduras. Dan mantuvo la boca cerrada—. Lo que quiero saber es qué diablos le pasa —añadió. Tenía esa expresión de niña pequeña que Dan reconocía como previa a un arrebato de llanto.
—Ve a darte un baño —le dijo al tiempo que dirigía una mirada nerviosa al cuarto de los niños—. Te llevaré esto y podrás comer en la bañera.
Un solo gemido por parte de mamá y tendrían que volver a estar al pie del cañón durante horas, sin tregua, igual que la noche anterior y la otra. ¿Acaso iba a ser siempre así? Darwin estallaba por cualquier minucia, y cuando se alteraba, Cady y Stanton recibían sus emociones y expresaban su indignación compartida. Lucie tampoco le había causado muy buena impresión, pero él no tenía la más mínima intención de hacer de ello un problema. En cambio, había decidido asumir el control. Dan había invitado a Lucie a comer al día siguiente. Su plan consistía en hacer que Darwin se levantase y se duchara antes, luego desmigajaría un poco de atún, lo mezclaría con cebolla y mayonesa y prepararía sándwiches de ensalada de atún. Aún tenía que comprar algo de postre —¿macedonia, quizá?—, pero podía hacerlo de camino al aeropuerto cuando fuera a recoger a Betty. Y todo ello dependía de poder conseguir unos minutos de descanso...
El pitido del microondas lo sobresaltó y estuvo a punto de darse un porrazo en la cabeza con un armario abierto. Apoyó la mano en la encimera para sujetarse y el crujido de las migas bajo los dedos le recordó que tenía que pasarle un trapo después. ¡Caray! Se maravilló porque acababa de quedarse dormido de pie, algo que no le había sucedido desde los tiempos de la facultad. Tomó el arroz y una de las pocas cucharas limpias —casi todos los platos estaban apilados en el fregadero— y se dirigió al único baño del apartamento para comprobar que Darwin no se hubiera desmayado en la bañera.
Eran los exhaustos ambulantes. Y aun así, pensaba que ojalá hubieran podido ser padres antes.
—¿Por qué dejas la ropa sucia amontonada en el salón?
Betty ni siquiera había visto aún a los gemelos y ya estaba criticando el apartamento. Cuando Dan se reunió con ella en la recogida de equipajes, justo a tiempo para levantar una maleta enorme de la cinta transportadora, la mujer no pareció muy contenta de verle. Aún entonces tenía el ceño fruncido.
—Hay mucho que hacer —dijo mientras él le llevaba el equipaje hasta la hilera de taxis, donde aguardaron a que llegaran más pasajeros para pagar a escote el trayecto en coche hasta Manhattan. Dan había ido al aeropuerto en metro para ahorrarse algún dinero. Tras abrocharse el cinturón, Betty sacó un grueso bloc de hojas amarillas de su gran bolso, seguido de un bolígrafo viejo de regalo—. Esto es para ti —anunció—. Para que puedas anotar lo que te diga.
Acto seguido comenzó a dictarle un programa de tareas coherente, una conversación que reanudaba cada vez que lo veía. «Una cosa más...», era la cantinela constante de Betty.
Pero bueno, Dan siempre había mantenido una relación amistosa con sus suegros, que aprobaban su licenciatura en medicina y su evidente devoción por Darwin. (Aunque Betty encontrara a su hija exasperante buena parte del tiempo, sin duda quería que tuviera un matrimonio feliz.) No obstante, por muy contentos que pudieran estar con su relación, en el aeropuerto Betty vio claramente que su yerno estaba desbordado: no había logrado hacer coincidir los botones de la camisa con los ojales correctos, lo cual le confería un aspecto descuidado. Tenía los ojos un poco hinchados por debajo de las gafas de montura metálica y bostezaba sin cesar.
No, Betty no iba a permitir que aquellos padres neófitos tomaran todo tipo de malas decisiones. Había acudido al rescate.
—Daniel —continuó luego mientras contemplaba el pequeño apartamento—, deberías contratar un servicio de limpieza para que vinieran a limpiar la casa. De momento lo haré yo, pero cuando no esté no tendréis tanta suerte.
—Puedo hacerlo yo —repuso él mientras calculaba mentalmente el coste anual que eso supondría.
—Tú no tienes tiempo. —Betty no había volado hasta allí ni dormido incómoda en el asiento entre dos hombres de negocios apestosos para malgastar el aliento en discusiones. Estaba allí para dar órdenes—. Los niños no necesitan una casa que se limpie una vez al mes, ni siquiera una vez a la semana. Los niños necesitan tener la casa limpia cada día.
—¿Quieres ver a Darwin?
Betty negó con la cabeza.
—Déjala dormir —dijo—. Voy a lavarme las manos, bañaré a los niños, haré la colada y luego empezaré por fregar el suelo. Después prepararé el desayuno.
—Los niños van a querer comer antes de que todo eso... —empezó a decir Dan.
—¿Cuánto tiempo crees que me va a costar? —preguntó Betty con incredulidad, mientras se decía a sí misma que, sin duda alguna, era una suerte que estuviera allí.
En el lapso de cinco días, Dan y ella habían consumido más comidas caseras en su diminuta mesa de comedor que las que Darwin hubiera imaginado que tomaría nunca seguidas. Se sentaban a la mesa y su madre ya tenía siempre un cazo al fuego, hirviendo a fuego lento para la siguiente comida. En casa todo era como en una cadena de montaje: levantarse, dar de comer, bañar, dar de comer, limpiar, dar de comer, fregar... ya fuera un niño, un suelo, una pared... Era curioso, pero no recordaba que su madre fuera tan competente cuando era más joven. Mandona, sí. Siempre enojada, también. Pero ¿hábil? No. Sin embargo, de pronto aquella eficiencia enérgica tenía sentido y era incluso admirable.
De alguna manera, el hecho de tener hijos hizo que su madre resultara mucho más interesante para Darwin. Además, hacía la colada.
—Nunca habíamos tenido la ropa tan limpia como ahora —susurró Dan mientras se metía en la cama con Darwin para cerrar los ojos unos minutos antes de que Cady y Stanton empezaran con su coro hambriento—. Hasta los trapos de cocina están doblados y huelen a limón.
El cambio doméstico resultaba evidente apenas se entraba en el apartamento.
—¡Caramba! —exclamó Lucie cuando fue de visita poco después de la llegada de Betty. Había cambiado de día la invitación de Dan y acababa de aparecer—. ¿Habéis pintado? Parece como si hubiera venido Don Limpio y hubiera desinfectado este lugar. Están perfectos hasta los rincones que siempre se encuentran sucios. Ha desaparecido ese aire
grunge.
Betty salió presurosa del dormitorio con una cesta de ropa sucia bajo el brazo.
—¿Más colada, mamá? —preguntó Darwin—. Tal vez deberías tomarte un descanso. Ven a conocer a Lucie —señaló a su amiga, quien se había quedado allí de pie, nada más cruzar la puerta.
—Hola, Lucie —saludó Betty.
Sabía que Darwin tenía una amiga íntima llamada Lucie, pero no la conocía. No es que supiera demasiados detalles sobre Lucie y Ginger, pues Darwin se había resistido a abrirle su corazón hasta que llegó con sus guantes de goma convenientemente metidos en el fondo de su bolso. Pero eso no le importaba: Betty estaba más que dispuesta a abrirse camino hacia su hija limpiando.
—Tendrías que ver su maleta —comentó Darwin con entusiasmo—. Es como el bolso de Mary Poppins. Siempre hay algo de comer, o un regalo para los niños, o un jabón especial que me deja la piel suave. Es asombroso.
Lucie estaba desconcertada. A lo largo de los años había oído un tema constante en boca de Darwin: ella y su madre no se llevaban bien. Sin embargo, helas aquí, actuando como una familia modelo como si nada.
—No tengo tiempo para charlar —dijo Betty—. Si no consigo hacerme con cuatro lavadoras ahora mismo, me pasaré todo el día subiendo y bajando en ese ascensor. Y no cometáis el error de pensar que puedes dejar allí tu moneda de veinticinco centavos y reservar una máquina. Los neoyorquinos no tienen ningún respeto por el dinero de los demás.