Y en todas aquellas ocasiones, Anita o Catherine intervinieron de un modo sutil. Sugirieron otras alternativas. Negociaron acuerdos. Contribuyeron a que prevaleciera el sentido común.
Pero ¿y el sexo? Sí, Dakota lo había oído todo al respecto de boca de su madre, de Anita, de Catherine, de su padre. Todas esas conversaciones de pasada que tenían tanta chispa como un publirreportaje malo. Catherine pensaba que precisamente ella tendría que haber estado preparada para eso, tendría que estar dispuesta a procurar que a la hija de su mejor amiga le extendieran una receta y acabar con el tema. Sin embargo, se sentía aturdida. La había pillado desprevenida. Era más fácil olvidarse de que Dakota era una persona adulta. Y como la mayoría de los adultos, aún tenía que crecer mucho.
—¿Has tenido relaciones? —le preguntó Catherine entre dientes, cada vez más irritada por la expresión dolida de Dakota y molesta consigo misma por transmitir la actitud de un ama de casa puritana.
—No, Catherine —repuso ella, exagerando las sílabas mientras hablaba—. El amor y el sexo no son siempre la misma cosa. ¿Todavía no te has enterado a estas alturas?
¡Mira que llegaba a ser impertinente a veces! Más alarmante aún fue que Catherine podría haberse imaginado a Georgia diciendo exactamente lo mismo, suponiendo que el tono de voz hubiera sido un poco más de superioridad y menos malhumorado. «No, está claro que no me he enterado —respondió mentalmente, como si hablara con Georgia—. Y bien, ¿qué hago con tu hija aquí presente?»
—Lo siento, Dakota —dijo en voz alta, hablando con calma aunque tenía las mejillas ruborosas—. Me gustaría mucho que me hablaras de tu amigo. ¿Nombre? ¿Categoría? ¿Número de serie? ¿Dónde os conocisteis? Es muy emocionante cuando te enamoras. Al menos, eso leí en
Oprah.
Dakota se relajó al momento. Catherine se dio cuenta de que, sin duda, la joven se estaba muriendo de ganas de contárselo a alguien. Era una gran noticia para ella. Para cualquiera. El amor. La mejor sensación siempre era la de la primera vez, antes de los pasos en falso y las confusiones. Cuando todo era nuevo.
De los labios de Dakota brotó un cotorreo en apariencia interminable: era un chico divertido, asistían juntos a una de las clases, se llamaba Andrew. Y por fin, la noticia que le pareció más tranquilizadora de todas: todavía no habían salido juntos. Por lo visto, hasta podría ser que el muchacho ni se hubiera percatado de la existencia de Dakota.
«Cancela la alerta roja», se dijo Catherine, pero sabía que no sería por mucho tiempo. Dakota era una chica hermosa, igual que su madre. No tardaría en ser aún más atractiva.
Anita regresó a la zona principal del probador de la tienda vestida de calle: un traje pantalón de lino color beige que soportara bien su paseo por la ciudad. Era un día de junio agradablemente cálido, sin demasiada humedad en el ambiente, y el trío aún tenía que visitar más tiendas.
—¿Cuándo supiste que estabas enamorada de Marty, Anita? —le preguntó Dakota cuando salieron a la calle.
—Ah, eso fue lo más fácil —respondió la interpelada—. Sin embargo, tardé un poco en darme cuenta de que no sólo estaba «enamorada», sino que sencillamente lo quería.
—¿Qué? —dijo Dakota.
—¿Qué diferencia hay? —inquirió Catherine.
—Algún día lo sabrás —anunció Anita, y su mirada se cruzó con la de Catherine—. Y tú también, algún día.
A media tarde el trío quedó reducido a dúo. Dakota le había prometido a Peri que haría el último turno porque ella tenía planes para ir a cenar con K.C. Se suponía que, por fin, K.C. había organizado las cosas para que por una vez sus colegas terminaran el trabajo —a tiempo— y así poder pasar juntas una velada en sociedad.
La idea de quedarse sola en la tienda le resultaba apetecible. Dakota rara vez tenía ocasión de hacerlo, de estar en el espacio de Walker e Hija. La tienda era su casa más que ningún otro lugar en el mundo. Aun cuando no estaba segura de quererla.
Dio un abrazo a las dos mujeres para despedirse y dejó que Anita y Catherine siguieran adelante, rumbo a un sombrerero de señoras del SoHo.
—¿Un sombrero? ¿Estás segura?
El día se estaba haciendo cada vez más largo, y Anita distaba mucho de ser una novia relajada.
—Podría ser que un sombrero fuera justo lo que hace falta —contestó Anita—. Sólo lo sabremos si echamos un vistazo.
Catherine detuvo un taxi sin problemas —sólo eran las dos de la tarde y todavía no había empezado la desbandada hacia los taxis de la gente que quería evitar el metro en un día caluroso— y subió a él con dificultad, dejando que Anita, grácil, la siguiera. Esto, pensó, era lo que habían conseguido con la ley que obligaba a entrar en el vehículo sólo por el lado de la acera: que uno de los pasajeros, torpemente, tuviera que deslizarse medio sentado hasta el otro extremo del asiento mientras el otro seguía teniendo la oportunidad de acomodarse con delicadeza.
—Últimamente Dakota está un poco irritable —se aventuró a decir Catherine cuando ya llevaban un rato sentadas en cordial silencio, contemplando las vistas de la Quinta Avenida (Tiffany, Versace, Rock Center, la biblioteca) que pasaban veloces ante la ventanilla—. No parece feliz.
—Por supuesto —asintió Anita—. Tiene dieciocho años, no lo olvides. Es una época llena de altibajos.
—Sí, pero ella nos tiene a todas nosotras.
—Oh, ya lo creo. Un grupo de amigas de su madre muerta que la rondan —Anita se rió—. Quizá tuviéramos que considerar que no somos nada fáciles, ni mucho menos.
Sí, eso Catherine ya lo veía, desde luego. Pero estaba claro que no podía aplicarlo a sí misma. Ella no era como las demás. Éste era uno de los motivos por los que nunca encajó del todo. Eran todas tan... típicas. Y ella..., bueno, ella era distinta.
—Ni siquiera tú —añadió Anita, como si le leyera el pensamiento. Catherine permaneció sentada en silencio mientras Anita discutía los pros y los contras de las rosas antiguas, y se sintió aliviada cuando el taxi llegó a su destino.
Anita era más rápida que Catherine con las facturas y pagó generosamente al taxista.
—Vayamos a ver los sombreros —decidió—. Estoy casi segura de que Marty tiene intención de llevar una gorra de béisbol.
—¡No lo dirás en serio!
—No. No lo digo en serio. Sólo tenía curiosidad por saber si estabas escuchando.
En el desembocadero de West Broadway, al sur de la calle Houston, Anita subió por un tramo de escaleras de hierro en espiral.
—Mi madre solía ir con sombrero a la sinagoga —comentó—. Tenía toda una colección.
—¿Y tú?
—Bueno, hace mucho tiempo que no asisto a ningún oficio. La esposa de Nathan ya cubre con creces el cupo religioso de toda la familia.
—Tengo la sensación de encontrarme en una cárcel de pensamientos —murmuró Catherine.
—Hay muy poca gente que se conforme únicamente con su propia compañía. Pasas demasiado tiempo obsesionándote.
—No espero que lo entiendas.
Mientras respondía, Catherine eligió un sombrero descomunal de color rosa y se lo puso en la cabeza en lugar de pasárselo a Anita. Tenía el aspecto ideal para una recepción al aire libre, con la cabeza cubierta de plumas y tiras de encaje. Lista para entablar serias conversaciones sobre el tiempo y sobre la situación de la subasta benéfica. «Pues sí, los chicos ya se están preparando para ir a la universidad —diría—, pero su padre y yo no estamos del todo preparados para dejarlos marchar.»
Era una bonita fantasía, una de sus favoritas.
—¿Y por qué no iba a entenderlo? —replicó Anita, y miró a Catherine por debajo del ala ancha del sombrero.
—Porque tú no tienes nada de lo que arrepentirte. Tú eres la persona que siempre hace lo correcto, que sabe exactamente qué decir, que es amable y justa. Tú y yo somos muy distintas.
—Catherine —le dijo Anita en tono enérgico—, tu lucha por ser perfecta será tu perdición. Es la perdición de cualquiera. La vida no es de talla única.
—Dime un error que hayas cometido.
—Dejar que Dakota me convenciera para comer una hamburguesa... No me ha sentado muy bien, la verdad.
Catherine abrió la boca pero vaciló al pensar de nuevo en Dakota y en la reacción que había tenido ante su gran revelación. No quería sentirse tan estúpida como se había sentido con Dakota.
—Anita, yo nunca sé lo que voy a hacer el día de Acción de Gracias —dijo al fin. No era exactamente lo que quería decir, pero se aproximaba bastante—. Soy una persona sin familia.
—Nosotras somos tu familia —replicó Anita—. Yo. Dakota.
—No. No me refiero a eso. Quiero una familia de verdad. Cada día, que coman en mi comedor de paredes anaranjadas.
—Entiendo —comentó Anita—. Eso supone un gran cambio, viniendo de ti. ¿Acaso ha entrado alguien nuevo en escena?
—No, la verdad es que no —admitió Catherine—. Bueno, me he enamorado por teléfono de mi distribuidor de vinos. Es italiano.
—¿Lo conoces personalmente?
—Eso echaría a perder la magia del asunto. Es una relación perfecta, en el sentido de que sólo hablamos. Puedes llegar a saber muchas cosas de una persona cuando no la estás mirando, ¿sabes?
—Mirarse el uno al otro también puede ser muy divertido.
—¡Por una vez en la vida no soy yo quien saca el tema del sexo! ¿Qué le pasa a todo el mundo?
—¡La vida! —Anita se rió—. Relájate un poco, Catherine. Si la vida no se ha terminado a los setenta y ocho... y créeme, no se ha terminado, a tus cuarenta mucho menos todavía.
—Para ti es fácil decirlo... Lo tienes todo.
—Los hijos a los que rara vez veo. Sí, sí, los tengo, ya lo creo.
—Los ves, Anita.
—A veces —respondió mientras tomaba un casquete de color marfil que se ajustó perfectamente sobre sus ondas plateadas—. Pero, no sé por qué, ellos nunca me ven del todo.
El apartamento de Dan estaba plagado de madres.
Había llegado Betty Chiu, quien había acudido literalmente a toda velocidad desde su casa en la costa noroeste del Pacífico para tomar un vuelo nocturno en el aeropuerto de Sea-Tac rumbo al FK.
—Conduce más deprisa, papá —le había dicho a su esposo—. Nuestra hija por fin ha entrado en razón y me ha llamado.
Hacía semanas que tenía la maleta hecha, esperando en lo alto de las escaleras.
En un primer momento su intención había sido dirigirse a Nueva York sin decir nada, alojarse en un hotel y luego presentarse en el hospital sin previo aviso. Al fin y al cabo, no sólo eran los bebés de Darwin. Eran sus nietos.
Maya la había convencido para que abandonara ese plan. Daba igual lo que Darwin hiciera o dijese, que Maya siempre la defendía. Betty no recordaba que Darwin hubiera sido particularmente buena con Maya y, sin embargo, su hija menor tenía devoción por su hermana.
—Nos ha pedido que esperemos, madre —le había dicho—. Y eso vamos a hacer.
Maya siempre era la chica más razonable. Simpática. Feliz, incluso. Era bióloga como su padre, estudiosa y reflexiva.
Darwin, por el contrario, era huraña, de semblante avinagrado. Era inteligente, sí, pero ¿para qué le servía tanto cerebro? Para convencerla de que tenía que vivir en el otro extremo del país, de que tenía que casarse en un ayuntamiento sin invitar ni a su propia madre, de que tenía que escribir una tesis sobre las labores de punto.
Y nunca le contaba nada a su madre. Podía pasarse diez minutos hablando por teléfono con esa chica y Betty nunca sabía nada más que antes de empezar la conversación. Llevaba años preguntándole cuándo iban a tener hijos, y entonces, por fin, le dan la noticia, y luego pasan los siguientes nueve meses haciéndole saber que sus servicios como abuela sólo serían requeridos cuando Darwin así lo estableciera.
Bueno, lo que estaba claro era que los dos pequeños habían hecho cambiar de opinión a todo el mundo. Ellos sabían cuándo necesitaban tener a una abuela cerca. Había hecho bien llevando la maleta grande, se dijo entonces. El verano iba a ser largo.
Lucie fue al hospital. Dan le había recordado este hecho millones de veces. Pero, francamente, no es que sirviera de mucho.
—Yo le sostuve la mano a Lucie durante su parto.
Mientras lo decía, Darwin echaba un vistazo a medias a los dos bultitos durmientes que tenía en brazos. Iban limpios, habían comido y estaban dormidos. Tal como a ella le gustaba. Si no se movía ni se inquietaba demasiado, podría ser que tuviera media hora de tranquilidad. Quizá incluso tres cuartos.