Matthieu vio correr a sus pies la sangre de Jean-Claude di luida en el agua que se perdía calle abajo. Y vio más sangre en sus manos, y por su cara y sobre sus ropas. Por un momento creyó que la sangre de su hermano le cubría por entero y a punto estuvo de gritar también. Pero no lo hizo. Por alguna razón se creía obligado a mantenerse sereno. Su padre no dejaba de golpearle la espalda con los puños.
—Es sólo un muchacho… Ambos lo sois… ¿Por qué nos hacéis esto? —se lamentó de forma maquinal, dirigiéndose a todos los hijos de un mundo plagado de guerras en el que muchos infantes morían antes que sus padres—. ¿Qué voy a decirle a su madre?
Poco a poco dejó caer los brazos.
—Eres tú, padre —le dijo Matthieu con cariño—. Siempre sabes lo que ha de decirse.
Durante un buen rato ninguno de los dos se movió de aquella postura. Arreciaba la tormenta, pero el grupo de curiosos era cada vez más numeroso. Para entonces medio París se habría enterado de lo ocurrido. Llegó una patrulla de corchetes dirigida por el propio Nicolas de la Reynie, el lugarteniente general que dirigía todas las fuerzas de policía. Su particular olfato y su osadía, que incluso le habían llevado a investigar sin reparos ciertos crímenes cometidos por miembros de la nobleza versallesca, jamás le habrían permitido perderse la inspección de un asesinato de semejantes características. Un anciano le contó una versión fantaseada y señaló a Matthieu y a su padre. De la Reynie se acercó para interrogarlos. Comenzó a hablar de forma protocolaria. No le escuchaban, ni siquiera se volvieron a mirar. Permanecieron abrazados, superando por una vez la distancia que habitualmente los separaba.
—Ve a casa —dispuso Matthieu al poco—. Es mejor que se enteren por ti.
—Quiero quedarme…
Se fijó en cómo le temblaban los párpados entrecerrados.
—No te sometas a esto, padre. Yo esperaré hasta que se lleven el cuerpo.
El propietario del carruaje se lo cedió de nuevo con amabilidad. El cochero hizo chasquear el látigo. Mientras los cascos traqueteaban enfilando la calle hacia el sur, el maestro escribano se asomó al ventanuco y le dedicó una mirada que Matthieu desconocía. Fue la primera vez que le miró como a un igual.
Se giró hacia la escalinata. Vio cómo un policía golpeaba con la uña del dedo índice el arco de violín clavado en la traquea de Jean-Claude. El resto hacía valer su autoridad para mantener alejados a los curiosos y preparaba un carro para llevarse el cuerpo. Lo contempló por última vez y pensó que la tormenta le había devuelto un cierto brillo a la piel cetrina. En su rostro se había estampado una mueca risueña.
«La casa del luthier…» —se le ocurrió.
Rogó a los gendarmes que tratasen el cuerpo con cuidado y echó a correr a través del manto de lluvia hacia la casa del fabricante de violines. Saltó el muro de los jardines del norte para no perder tiempo en rodearlos. Se torció un tobillo pero siguió adelante. Tomó un nuevo atajo, cruzando la taberna que regentaba un amigo de Isabelle, la dama de compañía de Nathalie, yendo a salir por el patio trasero directamente a la calle de los artesanos. Al poco se plantó ante la puerta del luthier. Trató de recuperar el ritmo de la respiración incorporándose hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas. La coleta se le había desecho y el pelo mojado se le pegaba a la cara. Estaba sudado y tenía frío. Pero ante todo tenía miedo, mucho miedo. Actuó deprisa, sin parar a preguntarse qué habría de encontrar en el interior de aquella casa de ladrillo ennegrecido.
Cogió el picaporte para llamar y vio que la puerta estaba abierta. Tras dudar unos instantes se introdujo en la sala oscura y cerró desde el interior. Localizó el candil palpando sobre la repisa de la pared. Conocía aquel lugar como la palma de su mano. La luz trémula descubrió la estancia. Todo seguía igual que el primer día que su tío los llevó allí para que vieran cómo se fabricaba un violín. Al fondo se alzaba el armario con las cajas y los astiles aún sin montar, a un lado el baúl en el que se guardaban las tablas vírgenes, de arce para el fondo y de abeto blanco para la tapa superior, y en medio de la sala el mostrador sobre el que el luthier exhibía a sus clientes los violines terminados. Todas las paredes estaban cubiertas de herramientas sujetas con clavos y de pequeños estantes abarrotados de frascos de aceites. Olía a maderas secas y también a maderas frescas, preparadas para ser tensadas hasta el punto que pareciera que fueran a quebrarse.
Se aseguró de que no había nadie en el piso superior y comenzó a revolver con nerviosismo los estantes, esperando hallar algo fuera de lugar que le diese alguna idea. Abrió varios cajones y sacó innumerables dibujos de violines que parecían mapas anatómicos plagados de anotaciones, diseños para nuevos clavijeros y algunos grabados que representaban los trabajos culminados de los que el luthier se sentía más orgulloso. Entonces se le ocurrió mirar en el compartimiento bajo la tarima donde el artesano escondía los instrumentos más valiosos ya terminados. Se agachó, levantó la tabla correcta y, tras una nube de polvo y serrín, encontró un bloque de partituras enlazadas.
Las colocó sobre el mostrador.
Debía de haber más de cien.
Recordó que el asesino del doctor Evans le preguntó por una partitura antes de clavarle la daga. Sin duda tenía en sus manos lo que estaba buscando. Examinó los trazos y al momento supo que habían sido escritas por su hermano. Se estremeció. ¿Cuándo había compuesto tal cantidad de melodías? ¿Con qué motivo? Comenzó a examinarlas una a una. Apenas llegaba luz desde el candil. De repente, llevado por un repentino ataque de furia, las barrió con el brazo y las arrojó al suelo. No podía entender lo que estaba viendo. Más bien se negaba a admitir que su hermano tuviese algo que ver con aquello. Estaba ante la obra de un loco. Todas las partituras eran idénticas. Todas y cada una tenían copiada, en un solo pentagrama sin armonías, la misma melodía.
Trató de serenarse. Respiró hondo y se concentró en una de las que todavía seguían sobre la mesa. Siguió con el índice el pentagrama para leerlo con detalle. Se angustió aún más. Por algún extraño motivo no podía reproducir en su mente la línea melódica. Llevaba haciéndolo toda su vida, había estudiado dictado musical cuando tenía seis años y con siete ya era capaz de cantar una partitura según la iba leyendo por primera vez. ¿Qué ocurría?
—Estoy turbado —dijo en voz alta, como si quisiera convencerse de que se debía a la impresión que le había causado la horrenda muerte de su hermano.
Cogió otra partitura del suelo para volver a intentarlo. Pegó los ojos al papel y fue entonces cuando se dio cuenta: no era exactamente igual a la anterior. La que ahora sostenía en sus manos tenía un silencio de corchea en la tercera línea del pentagrama, mientras que en la otra el silencio era de semicorchea, por lo que a su vez se modificaba la duración de la nota siguiente. Repasó con detenimiento las demás y comprobó que, a pesar de que todas contenían melodías aparentemente idénticas, cada una albergaba un ínfimo matiz que la diferenciaba del resto.
—Jean-Claude… ¿qué es esto? —murmuró.
—Nada que te interese —contestó una voz rotunda desde la puerta.
Se volvió, asustado, y percibió la figura de un hombre. Apenas pudo verle, ya que éste barrió con una espada el aire moteado de serrín y destruyó el candil. El taller del luthier se sumió en la negrura. Matthieu reaccionó deprisa y se lanzó de forma certera por la escalera del fondo hacia el piso superior. Antes de llegar arriba se dio cuenta. «La partitura…» Se detuvo de improviso y se concentró para escuchar cualquier ruido que le indicase si el extraño le estaba siguiendo. Decidió que no. Sólo percibía el crepitar de los débiles escalones de madera que él mismo pisaba y el eco de la lluvia que anegaba la calle. Se atrevió a saltar por encima de la barandilla hasta la parte de atrás de la estantería. Volvió a quedarse quieto según había caído, con las piernas flexionadas. Escuchó cómo la puerta de la casa golpeaba varias veces el marco sin llegar a cerrarse del todo. «Dios mío, se ha ido…», pensó. Giró despacio hacia el frente de la estantería y se acercó al mostrador. Estiró la mano para coger la partitura que había tratado de leer. Palpó con nerviosismo y cogió la primera que encontró. En aquel mismo instante el silbido de la espada rasgó la oscuridad. Se clavó en el mostrador a pocos centímetros de sus dedos, guillotinando una esquina del pliego. Matthieu tiró de ella y echó a correr de nuevo hacia el piso superior, ahora con la entrecortada respiración del extraño a pocos centímetros de su espalda. Creyó que le iba a reventar el corazón cuando se dio la vuelta antes de atravesar la trampilla y lanzó una patada al aire. Notó un golpe en el tacón de la bota y oyó cómo el hombre caía rodando escaleras abajo. Por fin salió al piso superior. Se encaramó al alféizar de una ventana y saltó a través de la lluvia hacia un montón de sacos llenos de lana de oveja que otro artesano vecino utilizaba para hacer colchones. A punto estuvo de partirse la espalda. Había hecho aquello muchas veces con Jean-Claude cuando eran niños, pero ahora su cuerpo pesaba mucho más. Miró hacia arriba sin hacer caso del dolor y vio la silueta del extraño encaramándose a la ventana. Corrió calle abajo en dirección al canal. Llevaba la partitura en la mano, aferrada con fuerza. Cada vez que giraba una calle o cruzaba una plaza miraba hacia atrás confiando haberlo despistado, pero el extraño siempre aparecía con tiempo suficiente para ver qué dirección tomaba. Se introdujo por una callejuela estrecha y salió al mercado. Le pareció buena idea esconderse entre los fardos apilados, pero al momento se dio cuenta de que alguno de los tenderos que se resguardaban del aguacero bajo los toldos podía verle e informar a su perseguidor. Decidió seguir corriendo, pero apenas fue capaz de dar unos pasos más. Estaba exhausto. Dándose cuenta de que no tenía otra alternativa', se encaminó hacia el atracadero y esperó a que la corriente acercase al muelle una de las barcazas amarradas. Cogió impulso y saltó con las últimas fuerzas que le quedaban. A punto estuvo de quedarse corto. Pisó el borde y consiguió rodar en su interior, pero la partitura se le escapó de la mano.
«¡No…!», gritó de forma ahogada mientras la hoja se elevaba llevada por el viento.
Se encaramó a uno de los fardos para tratar de alcanzarla, pero ya era tarde. Vio cómo caía al canal, y cómo las notas de tinta comenzaban a diluirse formando un velo. Poco a poco, la enigmática música de Jean-Claude se separó del pliego que, de nuevo vacío, se precipitó hacia el fondo.
P
asadas unas horas, Matthieu reunió el valor suficiente para salir de su escondite. Había acumulado rabia, estaba agotado y calado por la lluvia que no cesaba. El dolor por la muerte de Jean-Claude le quemaba el pecho y le impedía respirar. Era como si, al desaparecer su hermano, él también se hubiera convertido en un espectro que vagaba por París fuera del alcance de los ojos del resto.
Se planteó regresar a la casa del luthier para comprobar si las partituras de Jean-Claude seguían allí y hacerse con otra, pero la imagen del cuerpo mutilado sobre la escalinata le hizo desechar esa idea. No sabía a qué se enfrentaba. Consideró más prudente dirigirse al palacete de la duquesa de Guise para hablar con su tío. ¿Por qué no se había acordado antes de él? Pensó que Charpentier, aun habiendo sido un maestro inflexible y excesivamente parco en sus muestras de afecto, les profesaba un amor incondicional. ¿Quién mejor que él podría decirle qué hacer en un momento así?
Cuando se plantó frente a la puerta estaba tan agotado que apenas podía levantar el brazo para asir el picaporte. La sirvienta le informó que monsieur Charpentier no estaba en sus habitaciones. Cuando iba a marcharse apareció un mayordomo ataviado con una camisola de tela basta y una vela.
—Seguidme —le pidió a Matthieu.
Cruzaron el vestíbulo y entraron en la zona del servicio. Charpentier, tras enterarse de la noticia, había vagado por el palacete apartándose de todo el mundo hasta terminar refugiándose en las cocinas. Estaba sentado en el suelo con la cabeza caída, junto a la chimenea. Apenas quedaban unos rescoldos y hacía frío. El mayordomo los dejó solos.
—Llevo un rato buscando una sola palabra que pueda describir lo que siento —dijo el compositor de repente.
Matthieu se sentó a su lado.
Charpentier hizo girar una botella vacía de la que emanaba un denso olor a aguardiente. El roce del cristal con las losas de piedra producía un sonido agudo que permanecía flotando en la estancia durante unos segundos. Soltó una risa nerviosa.
—¡Ni siquiera podría explicarlo con música! —exclamó con la mirada perdida en el fondo oscuro de la cocina—. Hasta hoy, el pentagrama había sido la vía a través de la cual expresaba mis estados de ánimo, hasta los más complejos. Pero esto que siento no es humano. Creo que jamás volveré a componer.
—¿Quién ha hecho esto?
—¿Quién puede saberlo?
—Creía que vos tendríais alguna idea…
Charpentier se volvió.
—¿Qué insinúas?
—¿Qué tenían entre manos Jean-Claude y el doctor Evans?
—¿Cómo?
—El alquimista que acudía a las reuniones de la duquesa de Guise…
—Sé quién es. ¿Por qué me hablas en ese tono? Y ¿qué tiene que ver ese inglés con lo que ha pasado?
—Ese inglés ha muerto. Jean-Claude me había citado para encontrarnos con él, pero no llegamos a tiempo. Aquellos hombres… Estoy seguro de que han sido los mismos que después…
—¿Qué importa ya? —le cortó Charpentier dejando caer la cabeza como un vagabundo borracho.
—Aún hay algo más.
—No me tortures, te lo suplico…
—Estuve en casa del luthier.
Matthieu notó cómo aquellas palabras produjeron en su tío una leve reacción, casi imperceptible.
—¿Qué tendría eso de raro, salvo el hecho de que te dirigieras allí mientras tu hermano yacía despedazado en la escalinata de Saint-Louis? —le preguntó con intención hiriente.
—¿Vos sabíais…? —Le dio a su tío la oportunidad de que completase la frase, pero éste no dijo nada. Se incorporó para colocarse de rodillas frente a él—. ¿Sabíais que Jean-Claude había rellenado más de cien partituras con una melodía casi idéntica? —Charpentier jugueteó con la botella como si aquello no fuera con él—. No sé cómo explicarlo, era algo obsesivo, la misma melodía repetida hasta la saciedad y alterada sin reglas, variando matices tan ínfimos que ni siquiera modificaban el resultado final.