—En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis —dijo la señora de Villefort—. Y creo que ibais a decirnos la causa de vuestra marcha repentina.
—En verdad, señora —dijo Montecristo—, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.
—¡Bah! No temáis.
—Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.
—¿El qué?
—Un telégrafo óptico.
—¡Un telégrafo! —repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.
—Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año, ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje, como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas, colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.
—¿De modo que vais allá ahora?
—Sí.
—¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?
—¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres. No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.
—Sois un personaje realmente singular —dijo Villefort.
—¿Qué línea me aconsejáis que estudie?
—Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.
—¡Bueno!, de la de España, ¿eh?
—Exacto.
—¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen…?
—No —dijo Montecristo—, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telé-graphos. El insecto de la palabra espantosa es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.
—Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.
—¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?
—El del camino de Bayona.
—¡Bien, sea el del camino de Bayona!
—El de Chatillón.
—¿Y después del de Chatillón?
—El de la torre de Monthery, me parece.
—¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.
A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho honor.
E
l conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de la llanura de este nombre.
Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.
Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.
Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.
Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.
Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. Jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.
Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.
Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.
Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.
De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.
Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.
El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las hojas y un plato que también llevaba consigo.
—¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? —dijo Montecristo sonriendo.
—Perdonad, caballero —respondió el buen hombre quitándose su gorra—, no estoy allá arriba, es verdad; pero ahora mismo acabo de bajar.
—Que no os incomode yo en nada, amigo mío —dijo el conde—, coged vuestras fresas, si aún os queda alguna por coger.
—Todavía quedan diez —dijo el hombre—, porque aquí hay once, y yo conté ayer veintiuna, cinco más que el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha sido este año muy calurosa, y ya sabéis, que lo que las fresas necesitan es el calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este año, mirad, once cogidas, trece…, catorce…, quince…, dieciséis…, diecisiete…, dieciocho… ¡Oh! ¡Dios mío!, me faltan tres, pues ayer estaban, caballero, ayer estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie sino el hijo de la tía Simona puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle…!
—En efecto —dijo Montecristo—, eso es muy grave, pero vos os vengaréis del niño ese, no ofreciéndole ninguna fresa ni a él ni a su madre.
—Desde luego —dijo el jardinero—; sin embargo, no es por eso menos desagradable… Pero os pido perdón, de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe a quien hago esperar?
E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.
—Tranquilizaos, amigo mío —dijo el conde con aquella sonrisa que tan terrible y tan bondadosa podía ser, según su voluntad, y que esta vez no expresaba más que bondad—, no soy un jefe que vengo a inspeccionar vuestras acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a echarse en cara su visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.
—¡Oh!, tengo tiempo de sobra —repuso el buen hombre con una sonrisa melancólica—. Sin embargo, es el tiempo del gobierno, y yo no debiera perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía descansar una hora —y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de Monthery—, y ya veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis fresas estaban maduras y un día más… Por otra parte, ¿creeríais, caballero, que los lirones me las comen?
—¡Toma…!, pues no lo hubiera creído —respondió gravemente Montecristo—, es una vecindad muy mala la de los lirones, particularmente para nosotros que no los comemos empapados en miel como hacían los romanos.
—¡Ah!, ¿los romanos los comían…? —preguntó asombrado el jardinero—, ¿se comían los lirones?
—Yo lo he leído en Petronio —dijo el conde.
—¿De veras…?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un lirón. Y no es extraño, caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no hacen más que dormir todo el santo día, y no se despiertan sino para roer y hacer daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía yo cuatro albaricoques, me comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta rara; pues me lo devoraron…, es decir, la mitad; un abridero soberbio y que estaba excelente. ¡Nunca he comido otro igual!
—¿Pues cómo lo comisteis…? —preguntó Montecristo.
—Es decir, la mitad que quedaba, ya comprenderéis. Estaba exquisito, caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos señores no escogen los peores bocados. Lo mismo que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores fresas. Pero este año —continuó el jardinero— no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de centinela cuando yo vea que estén prontas a madurar.
El conde había visto ya bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su pasión, lo mismo que cada fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como se ha visto, una extremada afición al cultivo de las flores y de las frutas.
Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los rayos del sol, conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:
—¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?
—Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.
—¡Oh!, no, señor —dijo el jardinero—, puesto que no hay nada de peligroso, ya que nadie sabe ni puede saber lo que decimos.
—Me han dicho, en efecto —repuso el conde—, que repetís señales que vos mismo no comprendéis.
—Así es, caballero, y yo estoy así más tranquilo —dijo riendo el hombre del telégrafo.
—¿Por qué?
—Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con tal que funcione, no me piden más.
—¡Diablo! —se dijo Montecristo—, ¿pero habré dado por casualidad con un hombre que no tuviese ambición…?, sería jugar con desgracia.
—Caballero —dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar—, los diez minutos van a expirar, yo vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir conmigo?
—Ya os sigo.
Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo contenía algunos instrumentos de labranza, como azadones, picos, regaderas, apoyados contra la pared; esto era todo.
El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del empleado; contenía algunos utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas colgadas del techo, y que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuyas semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como hubiera podido hacerlo un maestro botánico del jardín de plantas.
—¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío…? —preguntó Montecristo.
—No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.
—¿Y qué sueldo tenéis…?
—Mil francos, caballero.
—No es mucho.
—No; dan la vivienda gratis, como veis.
Montecristo miró el cuarto.
Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo. Montecristo miró a su vez las dos máquinas de hierro, con ayuda de las cuales hacía mover la máquina el empleado.
—Esto es muy interesante —dijo—, pero es una existencia que deberá pareceros un poco insípida.
—Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo de uno o dos años se acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras horas de recreo y nuestros días de vacaciones.
—¿Días de vacaciones?
—Sí, señor.
—¿Cuáles?
—Los nublados.
—¡Ah!, es natural.
—Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo, siembro…, y en fin…, se pasa el rato…
—¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
—Diez años, y cinco de supernumerario…, son quince…
—Vos tenéis…
—Cincuenta y cinco años…
—¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión…?
—¡Oh!, caballero, veinticinco años.
—¿Y a cuánto asciende esa pensión…?
—A cien escudos.
—¡Pobre humanidad! —murmuró Montecristo.