—Entonces pronto deberán llegar —repuso Montecristo.
—Mirad, ahí los tenéis.
En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, llegó delante de la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la escalera, seguido de dos jinetes.
Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.
Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra, de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.
Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su carruaje.
La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la escalera diciendo a Morrel:
—Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.
Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba, Montecristo le comprendió.
—¡Ah!, señora —respondió—, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?
—Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al señor Morrel…
—Por desgracia —repuso el conde—, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues está comprometido su honor en conservarlo.
—¿Pues cómo?
—Ha apostado que domaría a
Medeah
en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se diría que tiene miedo; y un capitán de
spahis
, aun por complacer al capricho de una hermosa mujer, lo que en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante rumor.
—Ya lo veis, señora… —dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.
—Creo —dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa— que tenéis bastantes caballos como ése.
La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.
Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas. La baronesa estaba asombrada.
—¡Oh!, qué hermoso es eso —dijo—; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?
—¡Ah, señora! —dijo Montecristo—, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie de obra de los genios de la tierra y del mar.
—¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?
—Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció sus corales e incrustó sus conchas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prueba, y no dejó más que el proceso verbal que hacía constar la fabricación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de doscientos años encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito, fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes, horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus enemigos.
Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arrancaba maquinalmente, y una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente. Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.
—Caballero —le dijo Montecristo sonriendo—, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs, dos Gerardo Dou, un Rafael, un Van-Dyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.
—¡Oh! —dijo Debray—, aquí hay un Hobbema que yo conozco.
—¡Ah! ¿De veras?
—Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.
—No tiene ninguno, según creo —dijo Montecristo.
—No, y sin embargo no quiso comprar éste.
—¿Por qué? —preguntó Château-Renaud.
—¿Por qué había de ser…? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género…
—¡Ah!, perdonad —dijo Château-Renaud—, siempre estoy oyendo decir eso…, y jamás he podido acostumbrarme…
—Ya os acostumbraréis —dijo Debray.
—No lo creo —repuso Château-Renaud.
—El mayor Bartolomé Cavalcanti… El señor conde Andrés Cavalcanti —anunció Bautista.
Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Cavalcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.
A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti, el respetuoso hijo que ya conocen también nuestros lectores.
Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.
—¡Cavalcanti! —exclamó Debray.
—Bonito nombre —dijo Morrel.
—Sí —dijo Château-Renaud—, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.
—¡Oh!, sois muy severo, Château-Renaud —repuso Debray—; esos trajes están hechos por uno de los mejores sastres, y están perfectamente nuevos.
—Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.
—¿Quiénes son esos señores? —preguntó Danglars al conde de Montecristo.
—Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.
—Eso no me revela más que su nombre.
—¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noblezas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice raza de príncipes.
—¿Buena fortuna? —inquirió el banquero.
—Fabulosa.
—¿Qué hacen?
—Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.
—Creo que hablan el francés con bastante pureza —dijo Danglars.
—El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en sus alrededores, según creo. Le encontraréis entusiasmado…
—¿Con qué? —inquirió la baronesa.
—Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.
—¡Me gusta la idea! —dijo Danglars encogiéndose de hombros.
La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.
—El barón parece hoy muy taciturno —dijo Montecristo a la señora Danglars—; ¿quieren hacerlo ministro tal vez?
—No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién desfogar su malhumor.
—¡Los señores de Villefort! —gritó Bautista.
Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo, estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.
—Decididamente sólo las mujeres saben disimular —dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que dirigía una sonrisa al procurador del rey.
Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito contiguo a aquel en que se encontraban, y se dirigió a él.
—Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.
—¡Ah!, es cierto.
—¿Cuántos cubiertos?
—Contadlos vos mismo.
—¿Han venido todos, excelencia?
—Sí.
Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.
Montecristo le observaba atentamente.
—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó Bertuccio.
—¿Qué ocurre? —preguntó el conde.
—¡Esa mujer…!, ¡esa mujer…!
—¿Cuál?
—¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes…!, ¡la rubia…!
—¿La señora Danglars?
—Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella…! ¡Señor, es ella…!
—¿Quién es ella…?
—¡La mujer del jardín…!, ¡la que estaba encinta…!, la que se paseaba esperando… esperando…
Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos erizados.
—Esperando, ¿a quién?
Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banco.
—¡Oh…!, ¡oh…! —murmuró al fin—; ¿no veis…?
—¿El qué…? ¿A quién…?
—¡A él…!
—¡A él…!, ¿al señor procurador del rey, Villefort…? Sin duda alguna le veo.
—Pero no le maté… ¡Dios mío!
—¡Diantre…!, yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuccio —dijo el conde.
—¡Pero no murió…!
—No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis contado; habrá sido un sueño de vuestra imaginación; os habríais quedado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de Château-Renaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.
—¡Ocho…! —repitió Bertuccio con voz sorda.
—¡Esperad…!, ¡esperad…!, ¡qué prisa tenéis por marcharos…!, ¡qué diablo…!, olvidáis a uno de mis convidados. Mirad hacia la izquierda…, allí…, el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.
Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo apagó en sus labios.
—¡Benedetto…! —murmuró con voz sorda—; ¡fatalidad!
—Las seis y media están dando en este momento, señor Bertuccio —dijo severamente el conde—; ésta es la hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.
Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia el comedor apoyándose en las paredes.
Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:
—El señor conde está servido —dijo.
Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.
—Señor de Villefort —dijo—, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.
Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.
E
ra evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.
Y a pesar de que lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo punto.
Asimismo Cavalcanti, padre a hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.
La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.
Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.
El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.
El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.
Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por Château-Renaud, entre la señora de Villefort y Morrel.
La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.
Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.
Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.