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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (108 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de Morcef, a quien recomendaron los aires del mar.

—Sí, sí —dijo Danglars riendo—, deben de resultarle saludables.

—¿Por qué?

—Porque son los que ha respirado en su juventud.

Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la atención en él.

—Pero, en fin —dijo el conde—, si Alberto no es tan rico como la señorita Danglars, no podéis negar que lleva un hermoso apellido.

—Me río yo de su apellido, que es tan bueno como el mío —dijo Danglars.

—Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que le ha parecido; pero sois un hombre harto inteligente para no haber comprendido que, según ciertas preocupaciones muy arraigadas para que se puedan extinguir, una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.

—He aquí por qué —dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer sardónica—, he aquí por qué preferiría yo al señor Andrés Cavalcanti a Alberto de Morcef.

—No obstante —dijo Montecristo—, yo supongo que los Morcef no le ceden en nada a los Cavalcanti.

—¡Los Morcef…! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a deciros…?

—Seguramente.

—¿Sois entendido en blasones?

—Un poco.

—¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de Morcef.

—¿Por qué?

—Porque yo, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.

—¿Y qué más?

—Que él no se llama Morcef.

—¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?

—No, señor, no se llama así.

—No puedo creerlo.

—A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy; él se ha apropiado del título de conde; así, pues, no lo es.

—Imposible.

—Escuchad, mi querido conde —prosiguió Danglars—, el señor de Morcef es mi amigo, o más bien mi conocido, después de treinta años: yo soy franco, y no hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi primitivo origen.

—Hacéis bien, y yo apruebo vuestra manera de pensar —dijo Montecristo—; pero me decíais…

—¡Pues bien! ¡Cuando yo era escribiente de una oficina, Morcef era un simple pescador!

—Y entonces, ¿cómo se llamaba?

—Fernando.

—¿Fernando, y nada más?

—Fernando Mondego.

—¿Estáis seguro?

—¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le conozca…!

—Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?

—Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un mismo tiempo y enriquecidos también; en realidad, tanto vale uno como otro, salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.

—¿El qué?

—Nada.

—¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nombre de Fernando Mondego. Yo lo he oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.

—¿Respecto a Alí-Bajá?

—Exacto.

—Ahí está el misterio —repuso Danglars—, y confieso que hubiera dado cualquier cosa por descubrirlo.

—No era difícil, si lo hubieseis deseado.

—¿Pues cómo?

—¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?

—¡Oh!

—¿En Janina?

—¡En todas partes!

—¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y preguntad qué papel desempeñó en el desastre de Alí-Tebelín un francés llamado Fernando.

—¡Tenéis razón! —exclamó el banquero, levantándose vivamente—; ¡hoy mismo escribiré!

—Hoy, sí.

—Voy a hacerlo en seguida.

—Y si recibís alguna noticia escandalosa…

—¡Os la comunicaré!

—Me haréis con ello un gran placer.

Danglars se lanzó fuera del salón, y apenas llegó a la puerta, montó de un salto en su carruaje.

Capítulo
XIV
El gabinete del procurador del rey

D
ejemos al banquero que se dirija apresuradamente a su casa, y sigamos a la señora Danglars en su paseo matutino.

Ya hemos dicho que a las doce y media la señora Danglars pidió sus caballos y salió en su carruaje. Dirigióse al barrio de Saint-Germain, tomó por la calle Mazarino e hizo parar junto al Puente Nuevo. Bajó y atravesó el puente: Iba vestida con suma sencillez, como conviene a una mujer de gusto que sale por la mañana.

En la calle de Guenegand subió a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de Harlay.

No bien estuvo dentro, sacó de su bolsillo un velo muy espeso que colocó sobre su sombrero de paja; se lo puso después, y vio con placer, al mirarse en un espejito de bolsillo, que no se distinguían en absoluto sus facciones.

El coche entró por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela, y la señora Danglars, lanzándose hacia la escalera, que subió ligeramente, llegó sin tardanza a la sala de los Pasos Perdidos.

Debido a que por la mañana hay siempre muchos asuntos y ocupaciones en el palacio, los empleados y porteros apenas repararon en aquella mujer; la señora Danglars atravesó la sala de los Pasos Perdidos sin ser observada más que de otras diez o doce mujeres que esperaban a su abogado.

Apenas llegó a la antesala del gabinete del señor de Villefort no tuvo necesidad la señora Danglars de decir su nombre; tan pronto como la vieron, se presentó un ujier, se levantó, dirigióse a ella, le preguntó si era la persona que esperaba el señor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un pasadizo reservado al gabinete del señor de Villefort.

El magistrado escribía sentado en un sillón, vuelto de espaldas a la puerta; oyó abrir la puerta, oyó también al ujier pronunciar estas palabras: «¡Entrad, señora!», y oyó volverse a cerrar la puerta, sin hacer un solo movimiento; pero tan pronto como sintió perderse los pasos del ujier que se alejaba, se volvió vivamente, corrió los cerrojos y las cortinillas, e inspeccionó cada rincón del gabinete.

Cuando se hubo cerciorado de que no podía ser visto ni oído, quedó al parecer tranquilo, y dijo:

—Gracias, señora, gracias, por vuestra puntualidad.

Y le ofreció un sillón, que la señora Danglars aceptó, porque se sentía tan turbada que temía caerse.

—Mucho tiempo hace, señora, que no tengo la dicha de hablar a solas con vos, y con gran sentimiento mío nos volvemos a encontrar para tratar de un asunto muy penoso.

—No obstante, caballero, bien veis que he acudido al punto a la cita, a pesar de que seguramente esta conversación es más penosa para mí que para vos.

Villefort se sonrió amargamente.

—Verdad es, señora —dijo respondiendo más bien a su propio pensamiento que a las palabras de su interlocutora—; ¡verdad es que todas nuestras acciones dejan huellas, las unas sombrías, las otras luminosas, en nuestro pasado! ¡Verdad es también que nuestros pasos en esta vida se asemejan a la marcha del reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay!, para muchos este surco es el de sus lágrimas.

—Caballero, vos comprendéis mi emoción, ¿no es verdad? —dijo la señora Danglars—, ¡pues bien!, este despacho por donde han pasado tantos culpables temblorosos y avergonzados, ese sillón donde yo me siento a mi vez temblorosa y turbada… ¡Oh!, necesito de toda mi razón para no ver en mí una mujer muy culpable y en vos un juez amenazador.

Villefort dejó caer la cabeza sobre el sillón y exhaló un suspiro.

—Y yo —repuso—, yo digo que mi lugar no es el sillón del juez…, sino el del acusado.

—¿Vos? —dijo la señora Danglars asombrada.

—Sí, yo.

—Me parece que exageráis la situación, caballero —dijo la señora Danglars, cuyos ojos se iluminaron por un fugitivo resplandor—. Esos surcos de que hablabais hace un instante han sido trazados por todas las juventudes ardientes. En el fondo de las pasiones, más allá del placer, hay siempre un poco de remordimiento; por esto el Evangelio, ese recurso eterno de los desgraciados, nos ha dado por sostén a nosotras, pobres mujeres, la hermosa parábola de la pecadora y de la mujer adúltera. Así, pues, os lo confieso, recordando esos delirios de mi juventud, pienso algunas veces que Dios me los perdonará, porque, si no la excusa, al menos se ha encontrado la compensación en mis sufrimientos; pero vos, ¿qué tenéis que temer en todo esto, vosotros los hombres a quienes el mundo disculpa todo, y a quienes el escándalo ennoblece?

—Señora —repuso Villefort—, vos me conocéis; yo no soy hipócrita, o por lo menos no lo soy sin razón. Si mi frente es severa, es porque muchas desgracias la han oscurecido; si mi corazón se ha petrificado, es a fin de poder sobrellevar las fuertes emociones que ha recibido. No era yo así en mi juventud, no era yo así aquella noche de bodas en que todos estábamos sentados alrededor de una mesa en la calle del Cours de Marsella… Pero después todo ha cambiado en mí y a mi alrededor; mi vida ha transcurrido en perseguir cosas difíciles y en destruir en las dificultades a los que voluntaria o involuntariamente, por su libre albedrío o debido al azar, se cruzaban en mi camino. Es raro que lo que uno desea ardientemente no les esté prohibido a las personas de quienes quiere uno obtenerlo, o a quienes piensa arrancárselo. Así, pues, la mayor parte de las malas acciones de los hombres les salen al encuentro disfrazadas bajo la forma que el caso requiere; una vez cometida la mala acción en un momento de exaltación, de temor o delirio, se comprende que uno habría podido evitarla. El medio que se debiera emplear en aquel momento se presenta entonces a vuestros ojos fácil y sencillo, decís: ¿cómo no he hecho esto en lugar de hacer aquello? Vosotras, al contrario, rara vez sois atormentadas por los remordimientos, porque rara vez sois las que decidís; vuestras desgracias os son impuestas casi siempre; vuestras faltas son casi siempre la culpa de otros.

—Pero, al menos, caballero, convenid en que, si yo he cometido una falta personal, ayer recibí un severo castigo.

—¡Pobre mujer! —dijo Villefort estrechándole la mano—, muy severo para vuestras fuerzas, porque dos veces estuvisteis a punto de sucumbir, y sin embargo…

—¿Qué?

—Debo deciros…, haced acopio de ánimo y valor, señora, ¡porque aún no lo sabéis todo…!

—¡Dios mío! —exclamó la señora Danglars aterrada—, ¿qué más hay?

—Vos no miráis más que lo pasado, y seguramente es sombrío. ¡Pues bien!, figuraos un porvenir más sombrío aún…, espantoso…, ¡sangriento tal vez!

La baronesa conocía la serenidad de Villefort, y se asombró tanto de su exaltación, que abrió la boca para gritar, pero el grito murió en su garganta y preguntó:

—¿Cómo ha resucitado ese pasado terrible?

—¿Cómo? —exclamó Villefort—. ¡Del fondo de la tumba y del fondo de nuestros corazones, donde dormía, ha salido como un fantasma, para hacer palidecer nuestras mejillas y enrojecer nuestras frentes!

Herminia dijo:

—¡Ay!, ¡sin duda por casualidad!

—¡Por casualidad! —repuso Villefort—; ¡no, no, señora, no existe la casualidad!

—¿Pero no es una casualidad la que ha conducido esto? ¿No ha sido una casualidad que el conde de Montecristo comprase aquella casa? ¿No hizo cavar la tierra en aquel mismo sitio por casualidad? ¿No ha sido casualidad que aquel desgraciado niño fuese enterrado debajo de los árboles? ¡Pobre inocente criatura, a quien jamás he podido dar un beso y a quien tantas lágrimas he dedicado! ¡Ah!, mi corazón palpitó fuertemente cuando oí hablar al conde de aquella infeliz criatura cuyos despojos encontró debajo de las flores.

—¡Pues bien!, ahí está el error, señora.

—¡Cómo!

—Sí —respondió Villefort con voz sorda—, esto es la terrible noticia que tenía que comunicaros; no, no ha habido tales despojos debajo de las flores; no, no se le debe llorar; no, no se debe gemir, sino temblar.

—¿Qué queréis decir…? —exclamó la señora Danglars estremeciéndose convulsivamente—, ¡explicaos, por Dios!, aclarad el misterio que encierran vuestras palabras.

—Me refiero a que el conde de Montecristo, al cavar al pie de aquellos árboles, no ha podido encontrar ni esqueleto de niño, ni cofre…, porque debajo de aquellos árboles no había una cosa ni otra.

—¡Que no había una cosa ni otra! —repitió la señora Danglars fijando en el señor de Villefort sus ojos, cuyas pupilas dilatándose espantosamente indicaban un extraño terror—, ¡no había una cosa ni otra! —volvió a decir con el tono de una persona que procura fijar con el sonido de sus palabras y de su voz, sus ideas prontas a huir de su mente.

—¡No! —dijo Villefort dejando caer su frente sobre sus manos—; no, ¡cien veces no!

—¿Pero no fue allí donde dejasteis a la pobre criatura, caballero? ¿Por qué me habéis engañado? ¿Con qué objeto, decid?

—Allí fue, pero escuchadme, escuchadme, señora, y me compadeceréis; ¡preparaos a recibir un golpe fatal!

—¡Dios mío! ¡Me asustáis!, pero no importa, hablad, ya os escucho.

—Ya sabéis lo que ocurrió aquella dolorosa noche en que estabais en vuestra cama casi expirando, en aquel cuarto forrado de damasco rojo, mientras que yo casi sufriendo tanto como vos esperaba vuestra libertad. Recibí al niño en mis brazos sin movimiento, sin voz; le creímos muerto.

La señora Danglars hizo un movimiento rápido, como si quisiera lanzarse fuera del sillón. Pero Villefort la detuvo cruzando las manos como para implorar su atención.

—Le creímos muerto —repitió—, le puse en un cofre que había de hacer las veces de ataúd, bajé al jardín, cavé una fosa y le enterré apresuradamente. Apenas acababa de cubrirle de tierra, se extendió hacia mí el brazo del corso. Vi elevarse una sombra, vi relucir un relámpago. Sentí un dolor agudo, quise gritar, un estremecimiento helado me recorrió todo el cuerpo y se me ahogó la voz en la garganta…, caí moribundo y me creí muerto. Jamás olvidaré vuestro sublime valor; cuando una vez vuelto en mí me arrastré expirante hasta el pie de la escalera, donde expirante vos también me salisteis a recibir. Era preciso guardar silencio acerca de la horrible desgracia; vos tuvisteis valor para volver a vuestra casa, sostenida por vuestra nodriza; un duelo fue el pretexto de mi herida. Contra lo que vos y yo esperábamos, el secreto permaneció oculto, me transportaron a Versalles; durante tres meses luché contra la muerte; al fin, cuando ya parecía volver a la vida, me recomendaron el sol y los aires del Mediodía.

Cuatro hombres me llevaron de París a Chalons, andando seis leguas al día, La señora de Villefort seguía la camilla en su carruaje; en Chalons, me pusieron en el Saona, después pasé al Ródano; con la fuerza de la corriente llegamos hasta Arlés; desde Arlés tomé mi litera y proseguí mi viaje hasta Marsella. Mi convalecencia duró diez meses; no oí pronunciar vuestro nombre, no me atreví a informarme de lo que había sido de vos. Cuando volví a París supe que, viuda del señor Nargonne, habíais contraído nuevas nupcias con el señor Danglars.

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