Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó apoyada en el brazo de su hijo.
Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que diesen un baño a sus caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir a los Campos Elíseos, a casa del conde de Montecristo.
Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía adelantar un paso en el corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su intimidad, tropezaban con un muro.
Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al verle, a pesar de su sonrisa amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.
Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin estrecharla.
—¡Y bien!, aquí me tenéis, querido conde —dijo.
—Muy bien venido seáis.
—He llegado hace cosa de una hora.
—¿De Dieppe?
—De Treport.
—¡Ah! ¡Es verdad!
—Y mi primera visita es para vos.
—Sois muy amable —dijo Montecristo con indiferencia.
—Y bien, veamos, ¿qué noticias hay?
—¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?
—Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis hecho algo por mí.
—¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? —dijo Montecristo fingiendo sorpresa.
—¡Vamos, vamos —dijo Alberto—, no os hagáis el indiferente! Dicen que hay avisos simpáticos que atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no trabajado, al menos pensado en mí.
—Es muy posible —dijo Montecristo—. En efecto he pensado en vos; pero la corriente magnética de que yo era conductor reconozco que obraba independientemente de mi voluntad.
—¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico…!
—Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.
—¡Eso ya lo sé, puesto que mi madre y yo nos marchamos huyendo de su presencia!
—Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.
—¿Vuestro príncipe italiano?
—No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde.
—¿Se da, decís?
—Se da, es lo que digo.
—¿Acaso no lo es?
—¡Eh!, qué sé yo, él se da el título de conde; yo se lo doy, todos se lo dan; ¿no es lo mismo que si lo tuviera?
—Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?
—¡Y bien…!, ¿qué queréis decir?
—¿Ha comido aquí el señor Danglars?
—Sí.
—¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?
—Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los señores de Villefort, el señor Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más…?, esperad… ¡Ah!, ¡ya…!, el señor de Château-Renaud.
—¿Hablaron de mí?
—Ni una palabra siquiera.
—Tanto peor.
—¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos deseabais.
—Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso estoy desesperado.
—¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los que pensaban así? ¡Ah!, verdad es que podia pensar en su casa.
—¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del mismo modo que yo.
—¡Oh!, ¡tierna simpatía…! —dijo el conde—. ¿De modo que tanto os detestáis?
—Escuchad —dijo Morcef—, si la señorita Danglars se apiadase del martirio que yo no sufro por ella, y me recompensase sin casarse conmigo, me vendría a las mil maravillas; para abreviar, yo creo que la señorita Danglars sería como amante, encantadora; ¡pero como mujer…!, ¡diablo!
—¡Vaya! —dijo Montecristo—, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a vuestra futura?
—¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede hacer de este sueño una realidad, como para alcanzar cierto objeto… es preciso que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir, que viva conmigo, que piense a mi lado, que haga versos y componga música también a mi lado, y durante toda mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere; ¡pero a una esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella eternamente, teniéndola cerca o lejos, y sería horrible tener que quedarse con la señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.
—Sois muy descontentadizo, vizconde.
—Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.
—¿Cuál?
—El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.
Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas magníficas, cuyos gatillos montaba y desmontaba rápidamente.
—¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? —dijo.
—Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo; ahí la tenéis hermosa aún, siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar a su madre habría sido una condescendencia o una gabela; pues bien, yo he pasado cuatro días en conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera llevado conmigo a Treport a la reina Mak o a Tirania.
—¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que os escuchan en deseos de permanecer en el celibato.
—Exacto —dijo Morcef—; porque sé que existe en el mundo una mujer perfecta, no tengo ganas de casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de colores brillantes todo lo que nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más hermoso desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro, y vos os veis obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo que se debe sufrir?
—¡Mundano! —murmuró el conde.
—Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé cuenta de que yo no soy tan rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos de miles de francos como ella millones.
Montecristo se sonrió.
—Yo había pensado en una cosa —continuó Alberto—; Franz ama todo lo excéntrico; yo he querido hacer que se enamorase de la señorita Danglars, pero a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más entusiasta y ponderativo, Franz me ha respondido imperturbablemente:
«Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta retirar mi palabra cuando ya la he dado».
—Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que uno no desea sino para querida.
Alberto se sonrió.
—A propósito —prosiguió—, dentro de pocos días llega ese querido Franz, pero a vos os importa poco, no le queréis, según creo.
—¡Yo! —dijo Montecristo—, querido vizconde, ¿quién os ha contado que yo no le quiero? Yo quiero a todo el mundo.
—Y a mí me englobáis en todo el mundo… Gracias.
—¡Oh!, no nos confundamos —dijo Montecristo—; yo amo a todo el mundo como Dios manda que amemos al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz d’Epinay. Decís que va a llegar.
—Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia por casar a la señorita Valentina, como el señor Danglars pór casar a la señorita Eugenia. Decididamente, no parece sino que es un oficio muy fatigoso el de padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y que su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.
—Pero el señor Franz no se parece a vos; yo creo que lleva su mal con paciencia.
—Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla ya de su familia. Además, tiene en grande estima a todos los Villefort.
—Estima merecida, ¿no es cierto?
—Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo, pero justo.
—Enhorabuena —dijo Montecristo—, al fin encontré a uno al que no tratáis como a ese pobre señor Danglars.
—Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija —respondió Alberto riendo.
—Es cierto, amigo mío —dijo Montecristo—, sois un inocente.
—¡Yo!
—Sí, vos. Tomad un cigarro.
—Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?
—Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con la señorita Danglars. ¡Oh! ¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente no seréis vos quien retire primero su palabra.
—¡Bah! —exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.
—Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero hablando en serio, ¿tenéis ganas de una ruptura?
—Daría por ello cien mil francos.
—¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el mismo deseo.
—¿Será verdad? —dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto, impedir que pasase por su frente una nube imperceptible—. Pero mi querido conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?
—¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo delante al hombre que quiere agujerear el amor propio de otro a fuerza de hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo al suyo con una aguja.
—No, no, pero me parece que el señor Danglars…
—¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars es un hombre de mal gusto, está más encantado de otro…
—¿De quién?
—Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de ellas.
—Bueno, comprendo; escuchad, mi madre…, no; mi madre no, me engaño; a mi padre le ha ocurrido la idea de dar un baile.
—¡Un baile en este tiempo!
—Los bailes en verano están de moda.
—Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.
—Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el mes de julio son verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los señores Cavalcanti?
—¿Cuándo será el baile?
—El sábado.
—Quizá se haya marchado el señor Cavalcanti padre.
—Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés Cavalcanti?
—Escuchad, vizconde, yo no le conozco.
—¿Decís que no le conocéis?
—No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de nada.
—¿Pero le recibís?
—Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también pudo haberse engañado. Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le presente; si fuese luego a casarse con la señorita Danglars, me acusaríais de entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte yo tampoco sé si iré.
—¿Adónde?
—A vuestro baile.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.
—Pues precisamente he venido a invitaros.
—¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.
—Cuando os haya dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.
—Decid.
—Mi madre os lo suplica.
—¿La señora condesa de Morcef? —repuso Montecristo estremeciéndose.
—¡Ah, conde! —dijo Alberto—, os advierto que la señora de Morcef habla libremente conmigo; y si vos no habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras simpáticas de que os hablaba yo hace poco, es porque no tenéis esas fibras, porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.
—¡De mí!, en verdad que me hacéis demasiado honor…
—Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois un problema viviente…!
—¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, yo no la creía tan falta de juicio que fuese a creer tamaños desvaríos.
—Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi madre que para los demás, problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo un enigma, y mi madre no hace más que preguntar cómo sois tan joven. Yo creo que en el fondo, mientras que la condesa G… os toma por lord Ruthwen, mi madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que vayáis a ver a la señora de Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.
—Gracias por habérmelo advertido —dijo el conde sonriendo—, procuraré hacer lo posible para confirmarlo, como decís, en su opinión.
—¿De modo que iréis el sábado?
—Puesto que la señora de Morcef me lo suplica…
—Sois muy galante.
—¿Y el señor Danglars?
—¡Oh!, ya habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello. Procuraremos también que vaya el señor de Villefort, pero no le esperamos.
—No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.
—¿Bailáis, querido conde?
—¿Yo?
—Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?
—¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta… No, no bailo, pero me gusta ver bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?
—Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!
—¿De veras?
—Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien haya manifestado curiosidad mi madre.
Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.
—Una cosa me estoy reprochando —dijo, deteniéndole en medio de la escalera.
—¿Cuál?
—He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.
—Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo que lo habéis hecho.
—Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d’Epinay?
—¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.
—¿Y cuándo se casa?
—En cuanto lleguen el señor y la señora de Saint-Merán.
—Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré sumo gusto en verle.
—Vuestras órdenes serán cumplidas.
—Hasta la vista.
—Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?
—¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.
El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.
Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.
—¿Y bien? —inquirió.
—Ha ido al palacio —respondió el mayordomo.
—¿Ha permanecido allí mucho tiempo?
—Hora y media.
—¿Y ha vuelto a su casa?