El Conde de Montecristo (111 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Directamente.

—Pues bien, mi querido Bertuccio —dijo el conde—, si queréis seguir mi consejo, creo que debierais ir a Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de que ya os he hablado.

Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la orden que había recibido, partió aquella misma noche.

Capítulo
XVI
La investigación

E
l señor de Villefort cumplió la palabra dada a Danglars, procurando averiguar de qué modo había podido saber Montecristo la historia de la casa de Auteuil.

Aquel mismo día escribió a un tal señor Boville, que, después de haber sido inspector de prisiones, adquirió un grado superior en la Policía de Seguridad, para tener los informes que deseaba, y éste pidió dos días de plazo para saber de seguro los informes que pudiera obtener.

Expirado el plazo, el señor de Villefort recibió la nota siguiente:

«La persona llamada el conde de Montecristo es conocido muy particularmente de Lord Wilmore, rico extranjero que viene a París algunas veces, y que está en él hace algunos meses; es también conocido del abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, y he aquí los informes que recibió:

El abate, que no se encontraba en París más que por un mes, vivía detrás de San Sulpicio, en una casita compuesta de un solo piso y unos bajos; cuatro piezas, dos arriba y dos abajo, formaban toda la morada, de la que él era el único inquilino.

Las dos piezas bajas constaban de un comedor con mesas, sillas y un bufete de nogal, y un salón blanqueado, sin adornos, sin tapices y sin reloj. Se conocía que el abate no se servía sino de los objetos que le eran más necesarios.

Verdad es que el abate habitaba con preferencia el salón del piso principal. Este salón, en el que abundaban los libros de teología y los pergaminos, en medio de los cuales se le veía enterrarse, según decía su criado, meses enteros, era en realidad, más una biblioteca que un salón.

Este criado miraba a través de un ventanillo a las personas que iban a visitar a su señor, y cuando su fisonomía le era desconocida, o no le agradaba, respondía que el señor abate no estaba en París, con lo cual muchos quedaban satisfechos, pues sabían que viajaba a menudo y permanecía largo tiempo de viaje.

Además, ora estuviese en su casa o no estuviese, ora se hallase en París o en El Cairo, el abate daba siempre, por el ventanillo que servía de torno, limosnas que el criado repartía en nombre de su amo.

El otro aposento, situado junto a la biblioteca, era una alcoba. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y un sofá de terciopelo de Utrecht amarillo eran, junto con un reclinatorio, todos los muebles de la pieza.

En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle de Fontaine-Saint-Georges. Era uno de esos ingleses ambulantes que gastan toda su fortuna en viajes.

Tenía alquilada la habitación a la cual iba a pasar dos o tres horas al día, y donde rara vez dormía.

Una de sus manías era la de no querer absolutamente hablar la lengua francesa, que, sin embargo, escribía con extraordinaria perfección.

Al día siguiente en que fueron entregados estos informes al procurador del rey, un hombre que se apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrás de San Sulpicio, fue a llamar a una puerta pintada de verde, y preguntó por el abate Busoni.

—Ya os he dicho que no está —repitió el criado.

—Entonces, cuando vuelva, dadle esta carta y este papel. ¿Estará el señor abate esta tarde a las ocho?

—¡Oh!, sin falta, caballero, a no ser que esté trabajando, y entonces es lo mismo que si hubiese salido.

—Volveré esta noche a la hora convenida —repuso el desconocido.

Y se retiró.

En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió en otro coche, que en vez de pararse esta vez en la esquina de la calle de Feron, se detuvo delante de la puerta verde.

Llamó, le abrieron y entró.

En las señales de respeto que prodigó el criado al desconocido conoció éste que su carta había hecho el efecto deseado.

—¿Está en casa el señor abate? —inquirió.

—Sí; trabaja en su biblioteca, pero os espera —respondió el criado.

El desconocido subió una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba iluminada por la luz que despedía una gran lámpara, mientras que el resto de la habitación se hallaba sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesiástico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de anchas alas.

—¿Es al señor Busoni a quien tengo el honor de hablar? —preguntó el desconocido.

—Sí, señor —respondió el abate—; ¿y vos sois la persona que el señor de Boville me envía de parte del señor prefecto de policía?

—Exacto, caballero.

—¡Uno de los agentes de Seguridad de París!

—Sí, señor —respondió el desconocido con cierta indecisión y sonrojándose.

El abate se puso sus anteojos, que no sólo cubrían los ojos, sino las sienes, y volviéndose a sentar, hizo señas de que se sentase el agente.

—Os escucho, caballero —dijo el abate con un pronunciado acento italiano.

—El encargo que me han hecho, señor abate, se reduce a saber de parte del señor prefecto de policía, como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pública, en nombre de la cual vengo a informarme. Confiamos, pues, que no habrá lazos de amistad, ni consideración humana, que puedan induciros a ocultar la verdad a la justicia.

—Con tal que las cosas que queréis saber no perjudiquen a los escrúpulos de la conciencia. Soy sacerdote, y los secretos de la confesión deben permanecer callados, como fácilmente concebiréis.

—¡Oh!, tranquilizaos, señor abate —dijo el desconocido—; en todo caso, pondremos a cubierto vuestra conciencia.

A estas palabras el abate acercó hacia sí la pantalla, la levantó del lado opuesto, de suerte que, iluminando de lleno el rostro del desconocido, el suyo permanecía siempre en la sombra.

—Disculpadme, señor abate —dijo el enviado del prefecto—; pero esta luz me fatiga horriblemente la vista.

El abate bajó la pantalla verde.

—Ahora, caballero, os escucho, hablad.

—¿Conocéis al señor conde de Montecristo?

—¿Supongo que queréis hablar del señor de Zaccone?

—¡Zaccone…! ¿No se llama Montecristo?

—Montecristo es un nombre de tierra, o más bien un nombre de roca, y no un nombre de familia.

—Pues bien, sea; no discutamos más, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el mismo hombre…

—El mismo, absolutamente.

—Hablemos del señor de Zaccone.

—Bien.

—Os preguntaba si le conocíais.

—Mucho.

—¿Qué es?

—Es hijo de un rico naviero de Malta.

—Sí, ya lo sé; eso se dice, pero ya comprenderéis que la policía no se puede contentar con un «se dice».

—No obstante —repuso el abate con una sonrisa afable—, cuando ese se dice es la verdad, es preciso que todo el mundo se contente, y que la policía haga lo mismo que todo el mundo.

—¿Pero estáis seguro de lo que decís?

—¡Cómo que si estoy seguro!

—Caballero, os repito, que yo no sospecho de vuestra buena fe y os digo: ¿estáis seguro?

—Escuchad, yo he conocido al señor Zaccone padre.

—¡Ah!, ¡ah…!

—Sí, cuando era niño he jugado muchas veces con su hijo.

—No obstante, ¿ese título de conde…?

—Ya sabéis que se compra…

—¿En Italia…?

—En todas partes.

—Pero según todo el mundo asegura, esas riquezas sin inmensas.

—Inmensas, sí, ésa es la palabra.

—¿Cuánto creéis que poseerá, vos que le conocéis?

—¡Oh! Tendrá de ciento cincuenta a doscientas mil libras de renta.

—¡Ah!, eso es algo —dijo el agente—; ¡pero decían que de tres a cuatro millones…!

—Doscientas mil libras de renta, caballero, son cuatro millones justos de capital.

—Pero aseguraban que de tres a cuatro millones de renta.

—¡Oh!, eso no es creíble.

—¿Y conocéis su isla de Montecristo?

—Seguramente; todo el que haya venido de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia por mar, la conoce, puesto que tiene que pasar junto a ella.

—¿Es una morada encantadora, según se dice?

—Es una roca.

—¿Y por qué ha comprado el conde una roca?

—Precisamente para poder ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita un condado.

—¿Sin duda habéis oído hablar de las aventuras del señor Zaccone?

—¿El padre?

—No, el hijo.

—¡Ah!, aquí empiezan mis incertidumbres, porque aquí he perdido de vista a mi joven camarada.

—¿Ha sido militar?

—Creo que sí.

—¿En qué cuerpo?

—En el de marina.

—Veamos; ¿no sois su confesor?

—No señor; me parece que es luterano.

—¿Cómo, luterano?

—Digo que creo; no lo afirmo. Por otra parte, yo creía restablecida en Francia la libertad de cultos.

—Sin duda; pero no nos ocupamos de sus creencias, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto de policía, decidme todo lo que sepáis.

—Dícese que es un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa le ha hecho Caballero de Cristo, favor que no concede más que a los príncipes, por los servicios eminentes que ha hecho a los cristianos de Oriente; tiene cinco o seis cordones conquistados por los servicios hechos a los príncipes o a los Estados.

—¿Y los lleva?

—No, pero se siente muy orgulloso de ellos; dice que quiere mejor las recompensas concedidas a los bienhechores de la humanidad que las que se conceden a los destructores de los hombres.

—¿Ese hombre es algún cuáquero?

—Una cosa por el estilo.

—¿Sabéis si tiene algunos amigos?

—Para él todos los que conoce son amigos suyos.

—Pero, en fin, ¿tiene algún enemigo?

—Uno solo.

—¿Cuál es su nombre?

—Lord Wilmore.

—¿Dónde está?

—En París en este momento.

—¿Y puede darme informes…?

—Preciosos. Estaba en la India al mismo tiempo que el señor Zaccone.

—¿Conocéis sus señas?

—En la Chaussée d’Antin; pero ignoro la calle y el número.

—¿No os lleváis bien con ese inglés?

—Le aprecio y le detesto: nos tratamos con mucha frialdad.

—Señor abate, ¿creéis que haya venido otra vez a Francia Montecristo antes de ahora?

—¡Ah!, en cuanto a eso puedo responderos positivamente. No, señor, no ha venido nunca, puesto que se dirigió a mí hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como yo ignoraba en qué época estaría yo en París a punto fijo, le dirigí al señor Cavalcanti.

—¿Andrés?

—No, Bartolomé, el padre.

—Muy bien, señor abate; no me resta ahora preguntaros más que una cosa, y os suplico en nombre del honor de la humanidad y de la religión, que me respondáis pronto.

—Hablad, caballero.

—¿Sabéis con qué objeto ha comprado el señor de Montecristo una casa en Auteuil?

—Cierto que sí, pues me ha hablado de ello.

—¿Con qué objeto?

—Con el de hacer un hospital de locos semejante al que ha fundado el barón de Pisani en Palermo. ¿Conocéis ese hospital?

—He oído hablar de él, señor abate.

—Es una institución magnífica.

Y dichas estas palabras, el abate saludó al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese acabado su interrogatorio, se levantó. El abate le condujo hasta la puerta.

—Dais limosnas a menudo, y limosnas bastante crecidas —dijo el agente—, y aunque seáis rico, me atreveré a ofreceros algo para vuestros pobres; ¿tendréis a bien aceptar mi oferta?

—No, gracias, caballero, pues deseo que todo el bien que haga provenga de mí.

—Sin embargo…

—Nada, es una resolución invariable. Además, caballero, buscad; ¡ay!, ¡habrá tantos por el camino que tengan necesidad de vuestro socorro!

El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido respondió a su saludo y salió.

El carruaje le condujo a casa del señor de Villefort.

Una hora después, el carruaje salió de nuevo, y esta vez se dirigió a la calle de Fontaine-Saint-Georges. Detúvose en el número 5.

Aquí vivía lord Wilmore.

El desconocido había escrito a lord Wilmore para pedirle una cita, que éste fijó a las diez. Así, pues, como el enviado del prefecto de policía llegó a las diez menos diez minutos, le respondieron que lord Wilmore, que era sumamente puntual no había vuelto todavía, pero que volvería a las diez en punto.

El desconocido aguardó en el salón.

Este salón nada tenía de notable, y era como todos los salones de las fondas.

Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj con un cupido extendiendo su arco, un espejo roto en dos pedazos; a cada lado de este espejo dos grabados representando el uno a Homero con su guía, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris; sillería de paño en encarnado labrado de negro; tal era el salón de lord Wilmore.

Estaba iluminado por globos de cristal deslustrado que esparcían un débil reflejo muy a propósito para la fatigada vista del enviado del prefecto de policía.

Después de esperar diez minutos, el reloj dio las diez: a la quinta campanada se abrió la puerta y apareció lord Wilmore.

Era éste un hombre más alto que bajo, con unas patillas pequeñas y rojas, la tez blanca, y los cabellos también rojos. Vestía con toda la excentricidad inglesa; es decir, que llevaba un frac azul con botones de oro y un cuello sumamente alto, un chaleco de casimir blanco y un pantalón de nankin, cuatro pulgadas más corto de lo regular, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que llegase a la rodilla.

Las primeras palabras que pronunció al entrar fueron éstas:

—Ya sabéis, caballero, que yo no hablo francés.

—Sé al menos que no os gusta nuestro idioma —respondió el enviado del prefecto de policía.

—Pero vos podéis expresaros en esa lengua —repuso lord Wilmore—, porque si yo no la hablo, la comprendo.

—Y yo —respondió el enviado del prefecto cambiando de idioma— hablo el inglés con bastante soltura para sostener la conversación en esta lengua. No os incomodéis, pues, caballero.

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